Las llaves del Reino de los Cielos



La sagrada liturgia medita en este vigesimoprimer domingo del tiempo ordinario Ciclo A la profesión de fe y el primado de Pedro (Mt 16, 13-20). Se trata de un fragmento evangélico donde, a la confesión del mesianismo de Jesús, referida por Marcos y Lucas, añade Mateo la de la filiación divina. Y en cuanto a las llaves del Reino de los Cielos que Pedro recibe, denota que a él le corresponderá, por tanto, abrir o cerrar el acceso al Reino de los Cielos por medio de la Iglesia.

«Atar» y «desatar» son términos técnicos del lenguaje rabínico que primeramente se aplicaban a lo disciplinar de la excomunión a la que se «condena» (atar) o de la que se «absuelve» (desatar) a alguien, y ulteriormente a las decisiones doctrinales o jurídicas, con el sentido de «prohibir» (atar) o «permitir» (desatar). Por mayordomo (cuyo distintivo son las llaves) de la Casa de Dios, Pedro ejercerá el poder disciplinar de admitir o excluir a quien le parezca bien, y administrará la comunidad por medio de todas las decisiones oportunas en materia de doctrina y de moral. Sentencias y decisiones serán ratificadas por Dios desde lo alto de los cielos.

La exégesis católica sostiene que estas promesas eternas no valen sólo para la persona de Pedro, sino también para sus sucesores; y, si bien esta consecuencia no está explícitamente indicada en el texto, es, sin embargo, legítima, habida cuenta de la manifiesta intención que Jesús tiene de proveer al futuro de su Iglesia con una institución que no puede desaparecer con la muerte de Pedro.

Dos textos más, Lc 22,31s y Jn 21,15s, subrayarán que el primado de Pedro se ha de ejercer especialmente en el orden de la fe, y que aquél le hace cabeza, no sólo de la Iglesia futura, sino ya ahora de los demás apóstoles.

A la confesión de Pedro «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo», sigue la declaración solemne de Jesús que define, de una vez por todas, el papel de Pedro en la Iglesia: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia [...]. A ti te daré las llaves del reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos».



Las tres metáforas de Jesús son muy claras: Pedro será el cimiento de roca sobre el que se apoyará el edificio de la Iglesia; tendrá las llaves del Reino de los Cielos para abrir y cerrar a quien le parezca oportuno; por último, podrá atar o desatar, esto es, decidir o prohibir lo que considere necesario para la vida de la Iglesia, que es y sigue siendo de Cristo. La Iglesia es siempre de Cristo y no de Pedro. Con tan plásticas imágenes, por tanto, queda descrito lo que luego se va a llamar «primado de jurisdicción.

Mt 16, 13-20 incluye como dos modos distintos de conocer a Cristo. El primero, externo, superficial, el de la opinión corriente. «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?», pregunta Jesús. Y los discípulos responden con lo que dice la gente: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas». Es decir, Cristo como un personaje religioso más de los ya conocidos.

El otro, el de los discípulos, es más penetrante y auténtico: « ¿Qué decís vosotros de mí?», Jesús invita a tomar conciencia de esta perspectiva diversa. La gente piensa que Jesús es profeta. Esto no es falso, pero no basta; es inadecuado por insuficiente. En efecto, hay que ir hasta el fondo; reconocer la singularidad de la persona de Jesús de Nazaret, su novedad. Así que Pedro responde con lo que es la primera confesión de fe: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». La fe va más allá de los simples datos empíricos o históricos, y es capaz de captar el misterio de la persona de Cristo en su profundidad.

Pero la fe no es fruto del esfuerzo humano, de su razón, sino que es un don de Dios: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos». Tiene su origen en la iniciativa de Dios, que nos desvela su intimidad y nos invita a participar de su misma vida divina. La fe no proporciona solo alguna información sobre la identidad de Cristo, sino que supone una relación personal con Él, la adhesión de toda la persona, con su inteligencia, voluntad y sentimientos, a la manifestación que Dios hace de sí mismo.

Así, la pregunta de Jesús: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?», en el fondo está impulsando a los discípulos a tomar una decisión personal en relación a Él. Fe y seguimiento de Cristo están estrechamente relacionados. Y, puesto que supone seguir al Maestro, la fe tiene que consolidarse y crecer, hacerse más profunda y madura, a medida que se intensifica y fortalece la relación con Jesús, la intimidad con Él. También Pedro y los demás apóstoles tuvieron que avanzar por este camino, hasta que el encuentro con el Señor resucitado les abrió los ojos a una fe plena.

Los Sinópticos sitúan la confesión de san Pedro en las cercanías de Cesarea de Filipo (cf. Mt 16, 13-20; Mc 8, 27-30; Lc 9, 18-22). San Juan, por su parte, nos conserva otra significativa confesión petrina, después del milagro de los panes y del discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm (cf. Jn 6, 66-70). San Mateo recuerda que Jesús atribuyó a Simón el sobrenombre de Cefas, «Piedra». Jesús afirma que quiere edificar «sobre esta piedra» su Iglesia y, desde esta perspectiva, confiere a san Pedro el poder de las llaves (cf. Mt 16, 17-19). De aquí se deduce que la confesión de san Pedro es inseparable del encargo pastoral que se le encomendó con respecto al rebaño de Cristo.



También hoy sucede lo mismo: muchos se acercan a Jesús, por decirlo así, desde fuera. Insignes estudiosos reconocen su talla espiritual y moral y su influjo en la historia de la humanidad, comparándolo a Buda, Confucio, Sócrates y a otros sabios y grandes personajes de la historia. Pero no llegan a reconocerlo en su unicidad. Viene a la memoria lo que Jesús dijo a Felipe durante la última Cena: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe?» (Jn 14, 9).

También Jesús, faltaría más, es considerado a menudo como uno de los grandes fundadores de religiones, de los que cada quien puede tomar algo para formarse una convicción propia. Por tanto la «gente» tiene también hoy, como entonces, opiniones diversas sobre Jesús. Y asimismo como entonces, Jesús nos sigue repitiendo también a nosotros, discípulos de hoy, su pregunta: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15).

Queremos hacer nuestra la respuesta de san Pedro. Según el evangelio de san Mateo es clara y rotunda: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (16,16). La que san Marcos transmite resulta no menos cristológica: «Tú eres el Cristo» (8,29). San Lucas une cristología y deidad: «El Cristo de Dios» (Lc 9,20). San Juan, en fin, lleva el mismo rumbo: «El Santo de Dios» (Jn 6,69), es decir, el enviado y elegido de Dios, consagrado y unido a él de modo eminente, el Mesías. Respuestas todas exactas que valen también para nosotros.

Consideremos, en particular, el texto de san Mateo, recogido en la liturgia de hoy. Según algunos estudiosos, la fórmula que en él figura presupone el contexto post-pascual e incluso estaría vinculada a una aparición personal de Jesús resucitado a san Pedro; una aparición análoga a la que san Pablo tuvo en el camino de Damasco.

En realidad, el encargo conferido por el Señor a san Pedro está arraigado en la relación personal que el Jesús histórico tuvo con el pescador Simón, desde el primer encuentro con él, cuando le dijo: «Tú eres Simón, (...) te llamarás Cefas (que quiere decir Piedra)» (Jn 1,42). Lo subraya el evangelista san Juan, también él pescador y socio, con su hermano Santiago, de los hermanos Simón y Andrés.

El Jesús que después de la resurrección llamó a Saulo es el mismo que —aún inmerso en la historia— se acercó, después del bautismo en el Jordán, a los cuatro hermanos pescadores, entonces discípulos del Bautista (cf. Jn 1,35-42). Bordeando el mar de Galilea, Jesús mismo fue a buscarlos hasta la orilla del lago y los invitó a seguirlo para ser «pescadores de hombres» (cf. Mc 1,16-20). El «venid conmigo» esto es, «venid detrás de mí», equivale igualmente al imperativo «Seguidme».

A Pedro le encomendó, además, una tarea particular, reconociendo así en él un don especial de fe concedido por el Padre celestial. Evidentemente, todo esto fue iluminado después por la experiencia pascual, pero permaneció siempre firmemente anclado en los acontecimientos históricos precedentes a la Pascua. El paralelismo entre san Pedro y san Pablo no puede disminuir el alcance del camino histórico de Simón con su Maestro y Señor, que desde el inicio le atribuyó la característica de «roca» sobre la que edificaría su nueva comunidad, la Iglesia.

Por otra parte, a la confesión de san Pedro sigue siempre, en los Sinópticos, el anuncio por parte de Jesús de su próxima pasión. Un anuncio ante el cual Pedro reacciona, porque aún no logra comprender. Sin embargo, se trata de un elemento fundamental; por eso Jesús insiste con fuerza. Los títulos que san Pedro le atribuye —tú eres «el Cristo», «el Cristo de Dios», «el Hijo de Dios vivo»— sólo se comprenden auténticamente, en efecto, a la luz del misterio de su muerte y resurrección. Y también es verdad lo contrario, a saber: el acontecimiento de la cruz sólo revela su sentido pleno si «este hombre», que sufrió y murió en la cruz, «era verdaderamente Hijo de Dios», por usar las palabras pronunciadas por el centurión ante el Crucificado (cf. Mc 15, 39).

Estos textos, en resumen, proclaman con radical nitidez que la integridad de la fe cristiana se da en la confesión de san Pedro, iluminada por la enseñanza de Jesús sobre su «camino» hacia la gloria, esto es, sobre su modo absolutamente singular de ser el Mesías y el Hijo de Dios. «Camino» estrecho, sin duda, y «modo» que resulta punto menos que escandaloso para los discípulos de todos los tiempos, que inevitablemente se inclinen a pensar según los hombres y no según Dios (cf. Mt 16, 23). Tampoco hoy, como en los tiempos de Jesús, basta con poseer la correcta confesión de fe: es antes que nada necesario aprender siempre de nuevo, del Señor, el modo propio en que él es el Salvador y el camino por donde debemos seguirlo.



Cumple reconocer, en suma, que también para el creyente de esta hora posmoderna, la cruz es siempre difícil de aceptar. El instinto impulsa a evitarla, claro, y el tentador induce a pensar que es más sabio tratar de salvarse uno a sí mismo, que perder la propia vida por fidelidad al amor, por radical seguimiento al Hijo de Dios que se hizo hombre.

¿Qué era difícil de aceptar para la gente a la que Jesús hablaba? ¿Qué sigue siéndolo también para mucha gente hoy? Evidentemente, el hecho de que pretenda ser no sólo uno de los profetas, sino el Hijo de Dios, y reivindique la autoridad misma de Dios. Escuchándolo predicar, viéndolo sanar a los enfermos, evangelizar a los pequeños y a los pobres, y reconciliar a los pecadores, los discípulos llegaron poco a poco a comprender que era el Mesías en el sentido más alto del término, es decir, no sólo un hombre enviado por Dios, sino Dios mismo hecho hombre.

Por descontado que esto era más grande que ellos mismos; superaba nada menos que su capacidad de comprender. Podían expresar su fe con los títulos de la tradición judía: «Cristo», «Hijo de Dios», «Señor». Pero para aceptar verdaderamente la realidad, se requería cierta catarsis intelectual, debían redescubrir, por así decir, esos títulos en su verdad más profunda: Jesús mismo con su vida nos reveló su sentido pleno, siempre sorprendente, incluso paradójico con respecto a las concepciones corrientes. Y la fe de los discípulos debió adecuarse de modo gradual y progresivo.

Esta fe se nos presenta como una peregrinación cuyo origen arranca de la experiencia misma del Jesús histórico y que encuentra su fundamento en el misterio pascual. Después será preciso que siga avanzando gracias a la acción del Espíritu Santo. Esta ha sido también la fe de la Iglesia a lo largo de la historia. Y esta es también, por último, nuestra fe, la fe de los cristianos de hoy. Sólidamente fundada en la «roca» de Pedro, se trata de una peregrinación hacia la plenitud de la verdad que el pescador de Galilea profesó con apasionada convicción y ferviente arrojo: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).

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