A la memoria del profesor Manlio Simonetti




Mediado ya casi noviembre, un viaje relámpago a Roma para pronunciar la conferencia de clausura en el Congreso Internacional sobre Lutero, la Reforma, San Agustín, la Orden Agustiniana, promovido por la Orden de San Agustín en el Instituto Patrístico Augustinianum, me deparó la oportunidad de revivir acontecimientos y volver a ver caras de medio siglo atrás. También del paso inexorable de los años con sus estragos en biografías amigas. Esta vez incluso la reciente desaparición del profesor Manlio Simonetti, fallecido el 2 de noviembre de 2017 y cuyas exequias tuvieron lugar el 3 en el Auditorium P. Trapè, del mismo Augustinianum.

Fue Manlio Simonetti uno de los grandes profesores en mi carrera universitaria (1971-77), y luego, durante mis años de profesor en el Instituto Patrístico (1978-98), persona de cercano y sabio trato con quien jamás dejaba uno de aprender. Años aquellos de postconcilio, cuando la Patrística auspiciada por el Vaticano II empezaba a dar sus primeros frutos en el recién inaugurado Augustinianum, uno de cuyos principales méritos consistió –a mi entender- en agrupar con lazos de amistad y simpatía, dentro de la nómina de profesores extraordinarios, ordinarios e invitados, a un montón de figuras ilustres entonces desparramadas por los cuadrantes del orbe, que allí, sin embargo, a la sombra del Augustinianum, llegarían a conocerse mejor y cultivar más a fondo temas de su especialidad, aparte naturalmente la cita anual de los célebres encuentros patrísticos de mayo.

Recuerdo a bote pronto –la lista no es exhaustiva, por supuesto- los nombres del P. Agostino Trapè, ex prior general de los Agustinos, gran conocedor del Obispo de Hipona, que hablaba el latín con no menos soltura y elegancia que el italiano, y que años más tarde me habría de dirigir la tesis doctoral; de Prosper Grech, entonces Préside del Instituto y hoy cardenal; de Jean Gribomont, que de san Basilio y la Biblia patrística lo sabía casi todo; de Adalbert Hamman, con su aureola de los Suplementum I-II de la Patrología Latina del Migne y segundo de a bordo en el tribunal encargado de discernir mi tesis; de Antonio Quacquarelli, director ya entonces de la revista Vetera Christianorum y excelente guía en los Padres Apostólicos; de Angelo Penna, canónigo regular, experto en san Jerónimo; del benedictino de San Anselmo, Basil Studer, impuesto en san León Magno y conocedor como pocos de la cristología de Calcedonia. Y por supuesto, ya digo, destacando a ojos vistas Manlio Simonetti, ordinario también de Historia del cristianismo en la romana Universidad de la Sapienza.

Naturalmente que al Cuerpo docente cabría traer también a los entonces jóvenes Vittorino Grossi, Angelo Di Berardino, Santos Sabugal, y al eficiente bibliotecario y profesor José Manuel Guirau, así como al P. Raniero Cantalamessa, hoy predicador de la Casa Pontificia, al P. Pasquale Borgomeo, más tarde director de la Radio Vaticana, y a un largo etcétera que no quiere, repito, ser exhaustivo.

Romano de 1926 y alumno de Ettore Paratore, Manlio Simonetti había enseñado desde 1959 hasta 1969 Literatura cristiana antigua en la universidad de Cagliari y luego en Roma, donde fue docente del Pontificio Ateneo Salesiano. Desde la fundación en 1970 hasta el 2016, brilló con luz propia en el Instituto Patrístico Augustinianum. Durante mis años de alumno se decía entre nosotros que había crecido a la sombra del profesor Alberto Pincherle, así como, junto a uno y otro luego, la profesora María Grazia Mara.



Es indudable que su incorporación al Augustinianum supuso un salto de calidad en el Instituto, y este para él, la sedes sapientiae de su madurez. Yo no podré olvidar los cursos aquellos sobre las controversias cristológicas de los siglos III y IV; ni las amenas clases sobre el Genio de Alejandría, Orígenes; ni su agudo análisis y oportunas y bien traídas explicaciones a los textos de Heracleón, el célebre gnóstico que por los años 140 abrazó el sistema de Valentín. En mis visitas a Orbe, el famoso autor de los Estudios Valentinianos, con quien llegué a trabar discente amistad, salía de vez en cuando en nuestra sabrosa conversación Simonetti, a quien el sabio jesuita estimaba mucho.

De Orbe se decía que no acostumbraba a salir de la Gregoriana ni a compromisos académicos, pero lo cierto es que alguna vez lo vi en el Augustinianum disertando en el congreso patrístico de mayo, alguna vez vino expresamente a mi habitación del Colegio Internacional Santa Mónica, y a mi llamada telefónica correspondió acudiendo a las exequias del P. Trapé en el Agustinianum. Así como, el 16-03-1988, a la presentación de mi libro San Agustín y el hombre de hoy. Charlas en Radio Vaticano (Ed. Religión y Cultura, Madrid 1988) en la Librería Sorgente, junto a la Iglesia de Santa María de Montserrat de los Españoles (Via di Monserrato, 117). Nos carteábamos, y con eso está dicho todo.

Entrevistado años más tarde, el propio Simonetti desvelaría que su exégesis estaba cimentada sobre tres grandes maestros: Antonio Orbe (1916-2002), Henri de Lubac (1896-1991), y Jean Daniélou (1905-1974). «Antonio Orbe, el más serio de los patrólogos de los años 80 y 90», le puntualiza textualmente Simonetti a Eduardo Torres Moreno (Conversación en Roma con Manlio Simonetti: AHIg 18 [2009] 349-359). Creo no equivocarme si digo que de los tres fue Orbe quien más influyó.

Mis visitas a la Universidad Gregoriana, para departir largo y tendido con él en su habitación, dejaban siempre en mi ánimo un regalo de sabiduría. «No pierda usted de vista, querido P. Langa --me llegó a decir en cierta ocasión--, la importancia del texto en el análisis. La bibliografía podrá serle de ayuda, no lo dudo. Pero lo más importante, sin embargo, ha de ser siempre el texto, leerse una, dos, hasta veinte veces si fuere preciso, el texto. Y hacerlo además despacio, pensar, repensar hasta que dicho texto quede completamente desmenuzado y como diluido en su mente».

El P. Orbe, por otra parte, me llegó a citar autores a quienes gustaba colgar un escuadrón de notas al pie de página con tupida fronda bibliográfica en la que a veces el árbol no dejaba ver el bosque, lo que a su entender era un abuso. Por supuesto que no voy a desvelar nombres tales aquí, pero sí decir que nunca incluyó en esas negativas referencias a Simonetti. Al contrario. Ponderaba mucho la categoría del escritor, investigador y profesor de La Sapienza y del Augustinianum, ahora desaparecido.



Simonetti llegaba con puntualidad a clase, metía la directa y empezaba sus explicaciones con elegancia lingüística y precisión conceptual. Hablaba un brillante italiano, que pasaba destilado con su agradable sonoridad al papel de sus libros. Quiero con ello decir que, leyendo sus escritos, puede uno adivinar con facilidad cómo hablaba. A esa elegancia lingüística sólo podía comparársele, desde mi punto de vista, la del italiano que manejaba Trapè, quien solía socorrerse a gusto –toda una delicia- del sonoro latín agustiniano.

Por supuesto que la de Manlio Simonetti no era vana palabrería ni tampoco un brindis al sol. Bien al contrario, se notaba luego que ese modus loquendi le venía a él de su dominio de los clásicos latinos: movía la mano con parsimonia, a veces soltando un falsete de voz semejante a un gallo, o moviendo el rostro con un leve respingo ante algún abstruso concepto salido al camino de la exposición. Cuando enfatizaba algún matiz en concreto recurría gestualmente al apoyo del índice de su mano derecha sobre su espaciosa frente, como para imprimir al análisis más fuerza persuasiva, mientras la mano izquierda descansaba dentro del bolso de la chaqueta. Excusado es decir que no todo eran palabras, claro.

Dominaba también los argumentos, desde luego, con insólita precisión y espaciosas visiones panorámicas. Nunca traía a clase esquema alguno de apoyo, ni pequeña chuleta de la que servirse. No lo necesitaba. Pronto echábamos de ver los alumnos que con él entraban a saludarnos los Padres de la Iglesia mediante la literatura cristiana antigua que el profesor portaba en la cabeza: con sus conceptos, su bibliografía, su método a punto.

Tampoco tenía por costumbre sentarse durante la clase, a no ser que tuviera que leer un largo texto, del que sacar el oportuno registro para la exposición. Daba la materia, más bien, de pie, moviéndose lentamente entre los espacios libres de las mesas de los alumnos. Tenía frases célebres, como cuando, para indicarnos que el estudio, el que fuera, era largo y arduo, y la meta quedaba todavía lejos allá en la cumbre, exclamaba tirando de metáfora, él, todo un atleta que hacía deporte: Ancora ci manca molto da pedalare. Y ni te cuento ya cuando utilizaba el griego en las célebres expresiones cristológicas de las Escuelas alejandrina y antioquena: Logos Sarx, y Logos Ánthroopos. Era moverse como pez en el agua.

Del ámbito hagiográfico latino, tardó poco en extender su área investigadora a los autores griegos y a la historia doctrinal, llegando a comprender los primeros ocho siglos cristianos en su globalidad y con mirada unitaria extensiva a todo el contexto del mundo antiguo. Entre las obras importantes dadas a la imprenta durante mis años de alumno, o ya también yo de profesor en el Instituto, cabe señalar el denso y fundamental estudio La crisi ariana nel iv secolo (1975), Lettera e/o allegoria (1985), verdadera reconstrucción de la exégesis patrística, y una historia de la literatura tardoantigua y altomedieval, publicada en el 1986 y reeditada veinte años después con el título Romani e barbari: le lettere latine alle origini dell’Europa (secoli v-viii).

Relevantes se me antojan asimismo sus ediciones críticas de Rufino, Gregorio de Elvira, Cipriano, Orígenes, Agustín, y el Pseudohipólito. Y numerosas, las traducciones, siempre pulidas y limpias, de Flavio Josefo, textos gnósticos griegos y latinos, Orígenes, Agustín y Gregorio Magno. Diversos volúmenes recogen los estudios editados por más de medio siglo: Studi sulla cristologia del ii e iii secolo (1993), Ortodossia ed eresia tra i e ii secolo (1994), Origene esegeta e la sua tradizione (2004), Studi di cristologia postnicena (2006). En el 2007 fue publicada la colección de escritos, tan breves como preciosos, Classici e cristiani, seguida de Il Vangelo e la storia (2010) y, en fin, de Antiochia cristiana (2016).

En La Biblia Comentada por los Padres de la Iglesia, edición Ciudad Nueva, de cuya versión castellana es director Marcelo Merino Rodríguez, Manlio Simonetti es el editor de los volúmenes Nuevo Testamento 1a (a. 2004), y Nuevo Testamento 1b (a. 2006), dedicados respectivamente al Evangelio según San Mateo (1-13) y al Evangelio según San Mateo (14-28), con una Introducción en el primer volumen de unas 20 páginas titulada Indicaciones sobre la interpretación patrística del Evangelio de Mateo, primorosa de veras.

El lector, pues, encontrará natural, después de cuanto precede y de muchas otras cosas que me callo, mi alegría por la concesión del Premio Joseph Ratzinger instituido por la Fundación Vaticana Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, a tres estudiosos de teología, a saber: «El Profesor Manlio Simonetti, italiano, laico, estudioso de Literatura cristiana antigua y Patrología; el Profesor Olegario González Hernández de Cardedal, sacerdote español, profesor de Teología sistemática; y el Profesor Maximilian Heim, cisterciense, alemán, Abad del Monasterio de Heiligenkreuz en Austria y profesor de Teología fundamental y dogmática».

Seguí por televisión en directo la ceremonia de entrega del Premio en la mañana del 30 de Junio de 2011, a las 11.00 horas, en la Sala Clementina del Palacio Apostólico Vaticano, momento al que corresponden dos de las fotografías aquí traídas. Un acto, aquel, colorista y emotivo, presidido por el Santo Padre Benedicto XVI. Era el reconocimiento desde las más altas esferas de la Iglesia católica a tres vidas dedicadas enteramente a la teología.

Recordé por entonces, y me ha vuelto a pasar más veces, que los jóvenes Manlio Simonetti y Joseph Ratzinger, en sus años de juventud –Simonetti con 28 años y Ratzinger con 27- coincidieron durante el Congreso Internacional Agustiniano que los Agustinos Asuncionistas organizaron en París del 21 al 24 de septiembre de 1954 para celebrar el XVI Centenario del nacimiento de san Agustín. Las Actas de aquella cita editadas en tres volúmenes llevan por título Avgvstinvs Magister. Seguramente que ni uno ni otro podían entonces prever lo que el destino les tenía reservado muchos años después.

El Premio Ratzinger de teología se otorga anualmente por la Fundación Vaticana Joseph Ratzinger a las contribuciones más señaladas de cada año en el diálogo entre la fe y la razón. Instituido por Benedicto XVI en 2010, se da a personalidades académicas con notable contribución en el campo de la teología. Se considera el premio a la teología académica más prestigioso del mundo, siendo llamado de manera extraoficial el Premio Nobel de teología. Se concede durante el mes de noviembre de cada año y su objetivo es situar en el centro de la reflexión la cuestión de Dios. La concesión en sí misma quiere llamar la atención de la opinión pública sobre ese tema y es una de las tres actividades de su trabajo ordinario. Las otras dos son la concesión de becas a los doctorados en Teología y la organización de congresos de alto valor científico.

En su testimonio de condolencia, el presidente de la Fundación Vaticana Joseph Ratzinger-Benedetto XVI, padre Federico Lombardi, desvela que «recientemente había contribuido con entusiasmo a nuestro volumen: “Cooperatores Veritatis. Scritti in onore del Papa emerito Benedetto XVI per il 90° compleanno” ofreciendo su precioso inédito: “Esegesi ed erudizione nella tarda antichità”. Lo recordamos con admiración y afecto», matiza con su habitual cuidado en las palabras el P. Lombardi.



La fe nos dice, sin embargo, que el premio más importante a toda su vida de profesor de teología, le esperaba a Manlio Simonetti el pasado 2 de noviembre de 2017, cuando fue llamado de pronto a la Casa del Padre para «saber» eternamente no ya todo lo mucho que en su vida terrenal había sabido y enseñado con su amoroso estudio a los Padres de la Iglesia, sino eso mismo todo, y más, pero a la luz de la divina Sabiduría. Dejo, pues, aquí, por mi parte, a los pies de su evocadora memoria el centro de claveles y rosas de mi gratitud, hecho para él oración y recuerdo.

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