Desayuna conmigo (domingo, 26.4.20) Alegría pascual

Si supierais…

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Aunque le reclusión en los domicilios parezca haber congelado el tiempo, lo cierto es que el reloj no se detiene y pasan los días y las semanas y llegan los domingos, como hoy, para sumergirnos de lleno en la alegría de la resurrección de Jesús. En la primera lectura, Pedro expone en Hechos de los Apóstoles, como cronista, los fundamentos de nuestra fe, cimentada en la persona de Jesús, en quien se realiza la promesa divina hecha a los antiguos patriarcas. En la segunda, él mismo ahonda, de su puño y letra, en esa misma fe para que la depositemos en Dios junto con nuestra esperanza: en Dios creemos por Jesús y en Dios esperamos también por él.

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El relato de Emaús, sea cual sea el fundamento histórico de esta preciosa narración, habla de la naturalidad con que Jesús se mueve entre sus discípulos, como si fuera un acompañante cualquiera más en su camino, pues a los discípulos que iban a Emaús se les une de incógnito en el viaje  y no expande el esplendor de su condición de resucitado hasta partir el pan con ellos, momento en el que sus ojos se abren para ver en su acompañante al Maestro resucitado. En ese momento, al final justo del evangelio del día, la liturgia alcanza su cumbre y la fe cristiana, su razón de ser y consistencia.

La ritual cena pascual de Jesús con sus discípulos se convierte en eucaristía cristiana, en el sacramento que hace y es la Iglesia, en el momento de la fracción del pan que Jesús mismo comparte y del vino que reparte en un rito pascual convertido en eucaristía, una celebración que, en adelante, será memorial de su vida y signo de que él mismo sigue vivo para siempre en la comunidad de fieles.

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No, no hay palabras mágicas, ni materias sagradas intocables, ni misterios inabordables, ni cambalaches filosóficos especulativos en la cena del señor, sino un rito vivo, memorial, de que cuanto es y significa Jesús salvador se parte y se comparte sobre la mesa. El día que la Iglesia comprenda esto a fondo, nada ni nadie podrá parar su euforia al comunicar a los hombres una alegría semejante. Jesús no vive en el rito eucarístico como un pobre para ser socorrido, como un indigente para ser atendido, como un crucificado para ser consolado, sino como pan y vino, para ser comido como pan de vida y bebido como vino de salvación. Todo lo demás que quiera añadirse es pura fantasía.

Ya hemos insisto en que la presencia vital real de Jesús, presencia personal, no sacramental, se da en cada ser humano, en el que sí que puede ser cuidado y mimado, atendido en sus habituales indigencias y consolado en sus no menos habituales soledades: a Jesús podemos darle de comer por la boca del hambriento, vestirlo en el cuerpo del desnudo, acogerlo en el peregrino cansado, consolarlo en la aflicción de cuantos sufren los rigores de la vida. Esa es la única manera que tenemos de llegar a él directamente. En la eucaristía solo está de forma sacramental para ser partido y compartido, como también lo estamos cada cristiano, para ser a nuestra vez partidos y compartidos. En la eucaristía, el cristiano recibe la fuerza necesaria para atender a Jesús en la pobreza de todo orden que padece en todos y cada uno de los seres humanos. En la eucaristía el cristiano recibe la fuerza necesaria para partirse y compartirse también él. Nunca deberíamos olvidar que, en la eucaristía, el acto sacramental que nos constituye en Iglesia, todos somos, al mismo tiempo, comida y comensales. No somos Iglesia por la proclamación o confesión de un cúmulo de verdades dogmáticas, sino por el hecho de formar parte de un pan que se parte y se comparte.

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Son muchos los problemas legales o leguleyos que muchos cristianos se han planteado estos días de confinamiento sobre cómo cumplir, en una situación tan anómala y de total imposibilidad, la obligación de “oír misa los domingos”, preguntándose si valen o no las celebraciones virtuales de los sacramentos a través de los medios de comunicación. Craso error. Los gestos de encaramarse a un tejado con una custodia o de escalar con ella una montaña para bendecir al mundo no dejan de ser espectáculos de tinte paranoico. El cristiano vive a fondo la eucaristía cada vez que su vida se parte y se comparte con los hermanos, esté donde esté y sean cuales sean las circunstancias en que se encuentre. Para el rito eucarístico como tal basta con que se siente a la mesa familiar y comparta la comida con los miembros de su familia. Hablo de un compartir que sería “indigno” si no le arrastrara y le forzara a compartir su propia vida.

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Seguramente, uno de los grandes beneficios que nos dejará este malhadado virus será el de terminar con una tradición asquerosa, tan celosamente mantenida por la Iglesia católica hasta hace poco, tradición implantada por la presión inaudita de lo “sagrado” exclusivo y excluyente y continuada por la conveniencia de considerar a los fieles como niños de pecho. Me estoy refiriendo a la costumbre de recibir la comunión en la boca. Nadie puede discutir que es un gesto asqueroso, pues, por mucho cuidado que se ponga, no evitará impregnar la hostia con la saliva de uno que terminará en la boca de otro. Ha sido este maldito virus el que haya tenido que venir a gritarnos: “¡basta con una guarrada tan peligrosa!”. Por otro lado, que solo el sacerdote pudiera tocar la hostia, por más que la práctica actual de la comunión hubiera atenuado tal convicción al depositar a discreción la hostia en la mano del comulgante, mantenía una especie de privilegio artificioso para salvaguardar un status de poder fuera de lugar. Lo único que hay realmente de sagrado en este mundo es la vida humana, a cuya conservación y mejora debemos encaminar todas nuestras acciones. Solo cuando somos muy niños y no sabemos comer por nosotros mismos, o cuando somos muy ancianos y no podemos hacerlo, se nos da la comida en la boca, pero entonces se hace con la higiene necesaria.

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Hoy celebramos, además, el día mundial del olivo, una celebración que viene muy a cuento del tema por su simbolismo de la paz entre Dios y los hombres como evidencia de que el “diluvio universal” ha terminado para siempre. Tengo plantado hace unos años un olivo muy hermoso en mi jardín y en estos días de primavera, ahora que sobra el tiempo para la contemplación y el éxtasis, voy viendo crecer sus hojas milímetro a milímetro. Ramas de olivo sirvieron para aclamar a Jesús en su entrada triunfal a Jerusalén. Su verdor es perenne y su vida, casi eterna. Cuando visité Getsemaní, el guía nos mostró unos olivos que podrían haber oído la oración de Jesús al Padre pidiéndole que pasara de él el amargo cáliz que tenía que beber, el cáliz de partirse y compartirse que le exigía beber su misión salvadora. Allí, en ese huerto, Jesús comenzó a ser la eucaristía que había celebrado poco antes.

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También el día de hoy nos trae el recuerdo del nacimiento de Mahoma en el año 570. Fue la suya una forma de acercar a Dios a los hombres, o viceversa, pero manteniendo la abisal diferencia de lo santo y sagrado con el acontecer humano, abismo de separación que Jesús llena y allana con el sacrificio de su vida, con una eucaristía de la que forma parte esencial lo humano. Mientras los musulmanes se ven forzados a llevar una vida de continua adoración y postración ante Alá, el Grande, el Altísimo, el Misericordioso, los cristianos llevamos una vida de total cercanía de lo divino y lo humano, de encarnación, de comida y bebida compartida, de oración que es pura conversación de gozo y compenetración con un "padre".

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La súplica de los discípulos de Emaús, pidiéndole a un Jesús de incógnito "¡quédate con nosotros!", es el grito que siempre ha sonado en el mundo cristiano, sobre en épocas de zozobra y sufrimiento como confesión de absoluta impotencia para hacer frente a las enormes dificultades de la vida. Son muchas las veces que los hombres nos sentimos solos y abandonados. Ese anhelo de la presencia de jesús es la auténtica proclamación de su resurrección: Jesús está vivo entre nosotros y nos acompaña en  el viaje de la vida. La gran verdad, que nunca podrá ser ni igualada ni superada por ningún otro pensador ni profeta es que Jesús ha proclamado solemnemente que él sigue vivo en cada ser humano, y de forma muy especial en los necesitados de ayuda, implorando ayuda en los seres desvalidos para que seamos nosotros los que formemos parte de su vida. Ese "quédate con nosotros" es una preciosa oración que nos inunda por completo de su presencia. Solo necesitamos  abrir también nuestros ojos para verlo partiendo y compartiendo el pan de su vida con nosotros.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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