A salto de mata - 5 Nadie tiene poder para castigar a otro

El “código penal” como nudo gordiano en la garganta social

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Si hace un par de semanas me atreví a hincar el diente a fondo en el mundo de la empresa para elevar el trabajo (a los trabajadores) a la condición de órgano vital de la misma equiparando su entidad a la del capital, y la semana pasada traté de romper moldes conceptuales para introducir algo de cordura en el espinoso tema del aborto y del suicidio asistido (eutanasia), hoy me toca hacer otro tanto en el ámbito del Código Penal, cuyo cometido consagra una de las prácticas más vituperandas de la especie humana a la hora de vengarse de quienes no siguen sus normas. Si los trabajadores no son esclavos ni “mano de obra” barata que se oferta a los empresarios y la vida humana reclama sus derechos desde sus inicios hasta su conclusión, quienes delinquen, las primeras víctimas de su obrar equivocado, no pueden ser tratados como carne de cañón, como saco de sparring o como albañal de mierdas. Frente a un ser humano que equivoca su trayectoria al delinquir, la sociedad debe limitarse a defenderse de él y a utilizar toda su artillería comunitaria para conseguir que rectifique y repare los daños causados.

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El tema del castigo es posiblemente el más peliagudo que debe afrontar quien de verdad se proponga trabajar en serio por la mejora de la humanidad. El castigo está tan enquistado en nuestra cultura que hemos sido capaces de idear nada menos que un “mundo malo absoluto” para contraponerlo a Dios, obligándolo a que se enfunde su armadura para infligir una severa derrota y castigar a su “oponente” como se merece. En este tema hemos sido tan audaces y henos ido tan lejos que incluso hemos inventado un “infierno” de fuego eterno para confinar en él para siempre a quienes nos dificultan la vida, manipulando para ello nada menos que la idea y la imagen de un Dios que de por sí no puede ser otra cosa que puro perdón e incondicional misericordia.

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Como hombre corriente o ciudadano de a pie, acostumbrado a enhebrar inviernos y veranos acoplándose al ecosistema en que le toca vivir, con tiempos de primavera para florecer y de otoño para agostarse, uno asiste atónito no solo a los grandes gestos de solidaridad que afortunadamente le toca contemplar, sino también al espectáculo de ver cómo muchos hombres se solazan y divierten como puercos en sus pocilgas. Cuando se es mayor, el pasado se muestra como un cúmulo de experiencias, pestilentes unas y emotivas otras, que van tejiendo la cordillera de cumbres y valles de la vida y delineando sus caminos con luces y sombras.

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Por lo ya indicado, hoy me toca hablar de pestilencia, de agostamiento, de valles y de sombras al afrontar el correoso y frustrante tema del castigo penal: de cómo se comporta la sociedad con los delincuentes, de cualquier pelaje que sean, que pululan por doquier. Si difícil es proceder correctamente con locos inofensivos a los que no se puede enclaustrar de por vida, más parece serlo con delincuentes patológicos, algunos de los cuales resultan sumamente peligrosos para la vida de los ciudadanos. ¿Eliminarlos? ¿Castigarlos hasta que se rindan? ¿Facilitar que revienten ellos solos y se suiciden? Si algo tiene de poderoso y admirable nuestra sociedad es su capacidad para curar sus propias pústulas. No es buen proceder matar el perro para que se acabe la rabia, porque, lo que se dice “rabia rabia”, podría serlo todo en la vida, en cuyo caso nadie tendría derecho a vivir.

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La complejidad del tema requiere que hoy me ciña al delincuente peligroso y al “castigo penal” que la sociedad trata de aplicarle. Sin duda, muchos delincuentes son capaces de calibrar las secuelas de la salvajada que han cometido. Asustados por ello, meterán la marcha atrás y jamás volverán a las andadas. Pero también hay otros que parecen tomarle gusto a la cosa y solazarse más por las salvajadas en sí que por los beneficios que se obtengan de ellas. ¿Qué derechos tiene la sociedad frente a todos ellos y cuál sería su correcto proceder? ¿Castigarlos de cara a la pared (cárcel), como si de niños en edad escolar se tratara? Al ser todos acreedores a la vida de igual manera que los ciudadanos modélicos, nadie puede abrogarse el poder de castigarlos dificultando su vida o quitándosela. La cosa es tan clara que, aun a riesgo de que parezca blasfemia, diré que tampoco Dios tiene ese derecho a menos que lo convirtamos en un ser convulso, contradictorio, cuyo obrar vengativo (todo castigo es vengativo) cuestionaría su “plenitud”. En la esencia de un Creador no caben los perfiles de un Aniquilador.

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Ahora bien, si la sociedad no tiene poder para castigar a nadie, ¿qué otra cosa puede hacer con los delincuentes que realmente la traen a mal traer? Digámoslo escuetamente, con claridad y simpleza: defenderse de ellos. Todo código social o reglamento de conducta debe ser pura autodefensa. No hay duda sobre que la sociedad bien estructurada es más fuerte que los delincuentes que anidan en ella y sobre que tiene armas y sistemas más que suficientes para defenderse de ellos. La autodefensa es la clave de todo proceder correctivo. De ahí que, para corregir el calamitoso rumbo que lleva la sociedad en que vivimos sería preciso tener la valentía de tirar a la basura todos los “Códigos penales” que en el mundo han sido y siguen siendo, códigos de pena, valga la sorna, para remplazarlos por sencillos “códigos de conducta” que pauten el obrar correcto y marginen e imposibiliten todo lo que sea nocivo para los ciudadanos y para la sociedad en general. En otras palabras: lo único a que se debe obligar al delincuente, cualquiera que sea su delito, es a reparar los daños causados, al tiempo que se le impide reincidir y se le deja expedito el camino para su reinserción. Por su magnitud y trascendencia social solo caben dos tipos de delitos: los que solo producen un quebranto y los que, además, ponen en peligro la sociedad y la vida de los ciudadanos, pues no es lo mismo quitarle a uno la cartera que la vida.

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De ahí que deban ser dos los procedimientos. En el primer caso, la sociedad, lejos de meter al delincuente en la cárcel, deberá obligarlo únicamente a reparar los daños causados, sirviéndose de su dinero y de su patrimonio y, en caso de todo ello no sea suficiente, de su trabajo. Quien roba, pongo por caso, no solo tendrá que restituir lo robado, sino también correr con los gastos que origina todo el proceso de su detención y enjuiciamiento, más una indemnización ejemplar que compense a la sociedad por las molestias sufridas y le quite al ladrón las ganas de seguir robando. En el caso de volver a las andadas, pongo por caso, las sanciones se duplicarían, y, de continuar en las mismas, su comportamiento sería considerado “peligroso” y tratado como tal, conforme a lo que sigue.

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En el segundo caso, el de los delincuentes peligrosos, digamos de entrada que no se amansan las fieras con paños calientes ni encerrándolos en doradas jaulas. El sentido común dicta que, frente a ellos, lo más urgente es que la sociedad los retire de la circulación, confinándolos en cárceles, para que no puedan seguir haciendo de las suyas. La “cárcel” debe perder toda connotación “penal” o de “castigo” para convertirse únicamente en “fortaleza de autodefensa”. Meter a un ser humano en la cárcel tiene sentido únicamente cuando se hace solo para que, por tratarse de un delincuente peligroso, no pueda reincidir. Además, también el delincuente peligroso tendrá que reparar todos los daños causados.

De este proceder, tan ecuánime y de sentido común, se siguen algunas conclusiones que ponen en solfa nuestro proceder actual:

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1ª) En nuestras cárceles actuales hay miles de individuos que jamás deberían haber entrado en ellas por no ser peligrosos para la sociedad.  Solo deberían haber sido sancionados con aportaciones económicas (dinero, patrimonio y trabajo) para reparar los daños causados, los gastos ocasionados y una indemnización social pertinente.

 2ª) Las cárceles, reservadas solo para los delincuentes peligrosos, no pueden ser ni residencias ni hoteles, sino habitáculos dignos, pero austeros. Además, sus gastos han de ser sufragados por sus ocupantes. Nadie debería aspirar de ninguna manera a ser encarcelado pensando que la vida en la cárcel, a pesar de la privación de libertad, le resulta más fácil e incluso más plácida que tener que ganársela trabajando en libertad. Quien ingrese en una cárcel deberá saber de antemano que va a vivir en un lugar en el que solo se le proporcionará un mínimo vital digno para subsistir como ser humano, y que tendrá que pagar él mismo sus propios gastos y la parte que le corresponda de los gastos generales derivados del mantenimiento del inmueble y de su funcionamiento. 

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3ª) La durabilidad del encarcelamiento de un delincuente peligroso no debe estar referenciada a las características del hecho delictivo en sí, a su gravedad y a su alcance (de si mató a uno o a diez, pongo por caso), sino a su propia condición de ser peligroso. Es decir, salir de prisión solo debería depender de que el delincuente peligroso se reinserte, de que cambie radicalmente. Resulta sumamente ridículo sentenciar a un asesino a miles de años de cárcel para procurarle después una vida relativamente muelle durante el tiempo que permanezca en prisión y para que, por entramados leguleyos, pueda volver a las andadas a los diez o quince años. El delincuente peligroso deberá permanecer en la cárcel mientras siga siendo “potencialmente peligroso”, es decir, que solo podrá volver a la calle, sea mucho o poco el tiempo transcurrido desde su encarcelamiento, cuando ofrezca garantías, tan absolutas como humanamente sea posible, de que no volverá a delinquir, de que se ha regenerado por completo. El delincuente supuestamente regenerado deberá saber antes de dejar la cárcel que, de volver a las andadas, la sociedad no podrá ofrecerle una segunda oportunidad y que, por tanto, no le quedarán ya más opciones que la pasar el resto de su vida encarcelado. La delincuencia tiene un precio que es preciso pagar.

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4ª) A resultas de lo dicho, la cárcel debe cumplir dos misiones muy claras: defender a la sociedad del delincuente y ofrecerle a este la oportunidad de regenerarse para no seguir siendo un “peligro público”. Ningún ser humano que sea un peligro público tiene derecho a moverse en libertad por las calles de nuestros pueblos y ciudades. Entre otras muchas cosas, para eso somos sociedad y para eso pagamos nuestros impuestos.

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Limpiemos nuestra cultura del afán incontenible de venganza que la anima y corroe y eliminemos el castigo como procedimiento recurrente para resolver situaciones que requieren no solo mucha más atención y empeño, sino también mucho más tacto y delicadeza. Cuando la palabra “castigo” tenga solo un valor dialéctico en nuestra cultura, es decir, cuando desaparezca de nuestro proceder, habremos dado un paso adelante para llamar a cada cosa por su nombre y para encauzar la conducta humana por el camino del valor y de la mejora. La cárcel, en este contexto, debe perder toda connotación de represión y tortura para convertirse no solo en fortaleza de autodefensa social, sino también en escuela de recuperación de la cordura necesaria para poder vivir en paz y sin miedo.

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Sé que todo esto no es más que un brindis al sol, pero un brindis que nace no solo del corazón humano, sino también del sentido común, un grito de denuncia por nuestro alocado proceder actual. La guerra, que sigue tan activa y amenazante, como estamos viviendo estos mismos días, y las cárceles en las que confinamos salvajemente no solo a quienes ponen en peligro las vidas humanas, sino también a quienes son un estorbo para nuestros propios intereses, demuestran claramente nuestro errático “proceder penal”. Legisladores y jueces deberían emplearse a fondo en deshacer el nudo gordiano que la sociedad se ha colocado en su garganta con un Código Penal construido sobre el castigo.

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