Audaz relectura del cristianismo (67) El mayor sacramento cristiano

 Dios se deja ver

El primer hombre

Sin la menor duda, el gran sacramento cristiano es la humanidad de Jesús, la gracia y la presencia de Dios en su ser, vida, muerte y resurrección. Por ello, nada más natural que el lector instruido piense que el mayor sacramento de la Iglesia es la “eucaristía”. Pero, aunque lo sea en cierto modo, voy a referirme hoy a otro todavía mayor en consonancia con lo dicho sobre la humanidad del Cristo de nuestra fe. Grosso modo, podríamos decir que los sacramentos son signos o ritos cuya materialidad significa la gracia que causan. Se ve claramente, por ejemplo, en el agua del bautismo que lava, en el pan de la eucaristía que alimenta, en el óleo de la unción de los enfermos que fortalece y acondiciona para el tránsito final. Agua, pan y óleo se convierten así en fuente de la gracia que significan.

La eucaristía

Un mandamiento y un sacramento

Los diez mandamientos se reducen a uno solo (Mt 22:37-40), con doble dirección: el amor a Dios y al prójimo. Los sacramentos, incluida la eucaristía, se reducen al “hombre”, imagen de Dios y receptáculo de su gracia. La gracia que el cristianismo aporta al hombre es la comunión con la vida, muerte y resurrección de Cristo salvador. Cada sacramento explaya y realiza esa gracia en consonancia con el significado propio de los signos que utiliza. Es cierto que la eucaristía tiene carácter de sacramento global, tanto que ella fundamenta y construye la Iglesia entera, pero su acción queda circunscrita a ser pan de vida y cáliz de salvación, una función instrumental.

El hombre, sacramento de Dios

Pero en el cristianismo hay algo más esencial, fundamental y global que la eucaristía. No me refiero a la base y culminación del cristianismo, que es Cristo mismo, sino al hombre, imagen de Dios, signo de su gracia y expresión de la plena comunión con el Abba en su plena identificación con el Cristo salvador. La fe hace que el hombre prolongue en sí mismo la singular personalidad del Verbo encarnado. La creación y la redención no tendrían sentido alguno sin el hombre y hasta podría decirse que, sin él, Dios mismo quedaría vacío, como un ser egocéntrico, preso de incomunicabilidad, de radical soledad.

presencias de Dios

Cualquier realidad referida al hombre solo tiene valor en la medida en que es “inculturada”, es decir, en la medida en que se embebe en el universo cultural humano y forma parte de él. Esa es, a mi entender, la suprema razón de la encarnación del Verbo, de un Dios que no encontró mejor modo de acercarse al hombre que adquirir su condición y ponerse a su altura. Al encarnarse, se adentra en el círculo del hombre para hacer operativa su gracia de comunión con él. Aunque la Biblia fabule sobre el “pecado original” como desencadenante de la encarnación, la verdad es que esta se debe exclusivamente al amor gratuito de Dios, no a la quiebra moral del hombre caído.

La gran iniciativa de amor de la encarnación requiere que el Verbo se convierta en un judío concreto del siglo I de nuestra era y se someta por entero a su condición y circunstancias, incluidas sus limitaciones y carencias. Aunque confesemos que Jesús de Nazaret es Dios, no cabe pensar que tuviera los conocimientos del hombre de hoy y, menos, los del hombre futuro, un hombre que tendrá motivos sobrados para sonreír por nuestros actuales balbuceos científicos. Tampoco que pudiera enjuiciar los comportamientos de su tiempo con el criterio derivado de los derechos humanos proclamados el siglo pasado. Pero ello no nos exime de la obligación de armonizar los postulados evangélicos con los avances científicos, sociales y morales actuales si proclamamos que la acción salvadora del mensaje de Jesús vale para los hombres de todos los tiempos.

manos de un leproso

Este soy yo

El encumbramiento de la figura humana a la condición de imagen de Dios y signo de su gracia se fundamenta en el Evangelio, en palabras del mismo Jesús. Se trata de una verdad más honda y trascendental que la de la eucaristía. Mientras que en el desarrollo del rito eucarístico Jesús dice “esto es mi cuerpo” (Mt 26:26), un instrumento de comunión, al referirse al hombre necesitado dice “este soy yo” (Mt 25:40), con identificación no sacramental sino personal. En la eucaristía, Jesús se hace alimento; en el hombre necesitado, se persona. La presencia real de Cristo en la eucaristía es instrumental y en el hombre, final; en aquella, Cristo está para ser comido y, mostrándose necesitado en este, para ser servido.

Ningún pensador, poeta o cantor de la humanidad ha podido jamás conferir tal dignidad al ser humano ni encumbrarlo tanto. El cristianismo, que nos exige ver a Dios mismo en todo hombre, no se contenta con decirnos que Dios se ha encarnado en Jesucristo, pues, al encarnarse, diviniza al hombre. El resultado de tan bello trasvase de entidad y personalidad no depende en absoluto de las circunstancias concretas de cada cual. El hombre más asqueroso, siniestro, nauseabundo y deteriorado también es Dios. Quien no logre incorporar a su vida tan sublime perspectiva no podrá decir que es realmente cristiano. Insisto en que ningún pensador, por osado y libre que haya sido, se ha atrevido jamás a atribuir al hombre la dignidad que le confiere el cristianismo.

Dignidad y cooperación

Cambios sustanciales de comportamiento

De haber tenido clara esta idea y de haberse atenido a ella, en la Iglesia no se habrían desencadenado tan enconadas controversias para definir tantos dogmas ni delineado tantas estrategias de evangelización ni implantado tantas rígidas prácticas de culto. Nos habríamos ahorrado humillaciones, despojos y crueldades. Ningún teólogo que se precie puede negar que el principio esencial de la vida cristiana, sumamente claro y sugestivo, es que debemos amar incondicionalmente a nuestros semejantes, sabiendo que en ellos se refleja el rostro de Dios (Mt 26:11). De haber tenido conciencia de tan espléndida y profunda verdad, se habrían evitado tantos linchamientos y no menos verborreas especuladoras para explotar a tantos seres humanos.

Una importante conclusión brota refulgente de esta reflexión: quienes nos escandalizamos de la pederastia clerical, nos sentimos hartos de ver a eclesiásticos empavonados y tenemos que lidiar con tantos acaparadores de riquezas y honores como si fueran a vivir siempre, deberíamos despojarnos de nuestros vergonzosos miedos para salir a la calle y, con la cara levantada, proclamar sin complejos la hermosura del gran regalo de Dios que es la vida humana.  Odiar, abusar sexualmente, sobre todo de niños, acaparar riquezas y repartir leña para asentar mando en plaza son negocios ruinosos e improcedentes para un cristiano. Las depresiones y los suicidios se cuecen solo en los laberintos que nos creamos nosotros mismos y en los que nos encerramos a cal y canto.

razones para vivir

Un solo ser humano frente a nosotros, aun maloliente y deforme, es motivo sobrado para sentirnos vivos y alegres porque él es el gran sacramento de nuestro encuentro definitivo con Dios. También la vida de semejante desheredado de la fortuna proclama la hermosura y la bondad divinas de las que somos ineludiblemente partícipes.

En perspectiva cristiana, un ser humano es mucho más importante que el bautismo y la eucaristía. Importa mucho más el perdón al hermano que la ofrenda sobre el altar. Quien desprecia, odia y despoja a otro no puede ser cristiano. Nada de lo humano es ajeno al cristianismo. Los cristianos tenemos planteado el enorme reto de humanizar la vida del hombre de nuestro tiempo. Humanización con humanidad de encarnación divina.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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