A propósito del 1 de mayo del 2019 Amar y trabajar, claves de la cuestión social

Fernando Chomali
Fernando Chomali Agencias

Si como católicos queremos construir un mundo mejor, debemos mirar el modo como trabajamos y el modo como hacemos trabajar a los demás

Con el cristianismo, todo trabajo es digno en cuanto que lo hace una persona y tiende al bien de ésta. Ahí está su primer y fundamental valor

Preguntarse por la razón de nuestra propia existencia es una característica propia del ser humano. Sólo una respuesta adecuada conducirá a una vida adecuada. ¿Cómo pretendemos saber lo que tenemos que hacer, lo que queremos hacer, lo que deseamos y por qué lo deseamos si no sabemos quiénes somos?

Las preguntas acerca de nuestro ser, de modo especial en relación a la vida, la convivencia y la muerte, están presentes desde que la creación del hombre. De hecho, el Papa Francisco en su última encíclica Laudato se pregunta y nos pregunta: ¿qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan, a los niños que están creciendo? ¿Para qué pasamos por esta vida? ¿Para qué vinimos a esta vida? ¿Para qué trabajamos y luchamos? ¿Para qué nos necesita esta tierra? Sigmund Freud tiene una célebre frase: “amor y trabajo, ….trabajo y amor. Eso es todo lo que hay.

Esta reflexión es acerca de dos aspectos de la vida que más nos producen alegrías y penas, sentido de compañía y de soledad. Se trata de nuestra vida afectiva y de nuestra vida laboral.

Este tema, que inquieta y cuestiona al hombre de todos los tiempos, está en el corazón del mensaje bíblico desde su comienzo y corresponde a los dos mandatos que Dios le da al hombre y a la mujer en la tierra. Dejar padre y madre para formar una familia, procrear y administrar los bienes de la tierra. “Y bendíjolos Dios, y díjoles Dios: Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra”. Gen 1, 2. Esos mandatos van juntos, y el uno adquiere valor junto con el otro y no al margen del otro.

Tengo la sensación de que ambos aspectos son los que más nos inquietan y creo que la razón de ello es que están ampliamente vinculados a nuestro anhelo de trascendencia y de felicidad y son aquellos que más dificultad tenemos en vivirlos con armonía y alegría. Es allí donde se produce con más fuerza los encuentros y los desencuentros entre los hombres y en nuestro propio corazón. Las decisiones en el ámbito de la familia y del trabajo no son fáciles. Son fuente de tensión.

Tal vez volviendo al fundamento de la realidad del amor y del trabajo podremos meditar con un sano espíritu crítico nuestra propia vida y la sociedad en la cual nos desenvolvemos. Esperamos que desde una profunda meditación acerca de lo que somos pueda, de mejor manera, responder a la pregunta sobre qué debemos hacer y para qué hacemos lo que hacemos. Sería muy doloroso constatar que corremos mucho, nos afanamos mucho, pero no amamos y no nos aman. Y nuestro trabajo en vez de ser una bendición es una carga pesada de llevar.

Monseñor Chomali
Monseñor Chomali

Un reflexión de esta índole  es por tanto un tiempo de apertura del corazón a Dios y a la comunidad para discernir lo mejor, lo que más responde a esa intuición tan maravillosa que tenemos todos, de ser una obra maestra por parte del Creador quien por amor nos ha creado y por amor a dado la vida por nosotros. De hecho San Pablo dice “me amó y se entregó por mi” (Gal 2,20). Y agradezco que me den esta oportunidad en el contexto de la jornada de Filosofía organizada por el Instituto de Filosofía de la Universidad Católica de la Santísima Concepción.

Reflexiones en torno al amor humano

De entre todas las lecturas que se pueden hacer para comprender al hombre en su realidad más esencial, la teológica es lejos la que alcanza el mayor grado de profundidad. La Biblia nos habla del principio, del origen, de la fuente, es decir del misterio de la creación, en la que se nos revela al hombre como imagen y semejanza de Dios. Concepto difícil de comprender pero que resulta tremendamente atractivo y esperanzador. Este es el corazón de la antropología cristiana, que nos revela que el hombre y la mujer son el ápice de todo lo creado en el mundo visible y que el género humano, que tiene su origen en la llamada a la existencia del hombre y de la mujer, corona toda la obra de la creación. Dios ha insuflado su propio espíritu para darle vida. no sin razón San Pablo se refiere al hombre como templo del Espíritu Santo.

El hombre y la mujer comparten una igualdad esencial en virtud de su humanidad común y sólo uno en referencia al otro son capaces de superar la soledad originaria en la que se encontraba el hombre. Este hecho es muy relevante porque la comunión, el encuentro y el compartir se dan solamente entre seres humanos. Las cosas son incapaces por sí mismas de colmar de alegría al hombre, puesto que no dan la posibilidad de un compartir recíproco. Las cosas no son capaces de afirmarnos en el ser, en hacernos crecer como personas, en ser más. Las cosas son bienes útiles o instrumentales que no logran alcanzar y menos colmar el núcleo mismo de la soledad originaria del hombre, a diferencia de las personas que, en cuando bienes morales, amando somos capaces de colmar la soledad de un semejante a nosotros y ser colmados por el otro. Tenemos valor por sí y en sí y ese valor se instala a un nivel óntico a diferencia de las cosas que sólo alcanzan la epidermi de nuestro ser. El amor me abre a la identidad óntica del otro, es decir a su verdad. Esta experiencia es siempre nueva porque el otro en cuanto misterio siempre permanecerá alguien por conocer. Lo mismo nos pasa a los sacerdotes con la Iglesia. Siempre hay algo nuevo por descubrir.

Trabajar por el bien común
Trabajar por el bien común

El hombre y la mujer, en cuanto imagen y semejanza de Dios, están llamados a vivir a imagen de la realidad de Dios: uno y trino, una naturaleza y tres personas en perfecta comunión. Así, el hombre vive en profundidad su condición de tal en la medida que subsiste junto a otro, o mejor dicho para otros.  En efecto, reconocernos como imagen y semejanza de Dios significa que desde nuestro origen hemos sido llamados no sólo a existir “uno al lado del otro” o simplemente “juntos”, sino que a existir recíprocamente “el uno para el otro”.

Aristóteles escribe algo muy interesante: “La amistad es, en efecto... lo más necesario para la vida. Sin amigos nadie querría vivir, aún cuando poseyera todos los demás bienes; hasta los ricos y los que tienen cargos y poder parecen tener necesidad sobre todo de amigos. En la pobreza y en los demás infortunios se considera a los amigos como el único refugio”.

Dicho en palabras de Juan Pablo II,

“El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente”.

Esta es una tarea que nos puede tomar toda la vida. En efecto, ser persona significa tender a la realización, es decir alcanzar la propia plenitud, y ésta, justamente en virtud de nuestra condición de imagen y semejanza de Dios, no podemos alcanzarla sino que en la entrega sincera a los demás. El hombre en cuanto don, puesto que su existencia hace referencia al Creador, está llamado a convertirse en un don. Allí radica la grandeza del hombre y la fuente eximia de alegría profunda. El Concilio Vaticano II dirá en la constitución Gaudium et Spes que el hombre es la única creatura amada por sí misma que no encuentra la sublimidad de su vocación sino que en la entrega sincera de sí mismo a los demás.

Esta experiencia profunda de ser don, de recibir al otro como don, adquiere relevancia sólo entre los seres humanos. En efecto, la experiencia del don dado y recibido es posible sólo entre ellos porque “sólo la persona puede amar y sólo la persona puede ser amada. Esta es una exigencia ontológica y ética de la persona. La persona debe ser amada ya que sólo el amor corresponde a lo que es la persona”. Así se explica el mandamiento del amor y el primado de la caridad. Quien ama ha cumplido la ley. Por ello el Señor plantea que al discípulo se le va a reconocer si se tienen amor los unos a los otros. Si ello no se da, toda la imagen de Dios inscrita en el hombre queda desfigurada. Este es un aspecto fundamental de la vida de la Iglesia.

El amor es la palabra más bella y, a la vez, la más manipulada. ¿Qué entendemos por amor? ¿A qué se nos invita?

El amor auténtico es desinteresado. Busca el bien del otro por el otro y no en cuanto me reporta beneficio a mí. Trata a la persona como un fin en sí misma y no como un medio. El amor de amistad o benevolencia es el que se alegra por el bien del otro y el amor expresado tiende a valorar y promover su dignidad. El hombre modela y encausa su instinto no en función de su deseo, sino que en función del bien del otro. El otro, por su parte, se siente dichoso porque su existencia le da sentido al otro. Reconoce que es significativo para otros.

Amor de familia, amor de Dios
Amor de familia, amor de Dios

Nos educan para satisfacer nuestros deseos y no para amar. Ello opaca la dignidad del que ama y del ser amado. En efecto, Ortega y Gasset decía que “el deseo tiene un carácter pasivo y, en rigor, lo que deseo al desear es que el objeto venga a mí. Soy centro de gravitación donde espero que las cosas vengan a caer. En el amor, por el contrario, todo es actividad. Y, en lugar de consistir que el amor venga a mí, soy yo quien va al objeto y está en él. En el acto amoroso, la persona sale fuera de sí; es tal vez el máximo ensayo que la naturaleza hace para que cada cual salga de sí mismo hacia otra cosa. No ella hacia mí, sino yo gravito hacia ella”. La experiencia de amor más profunda se halla cuando el amante sale de sí mismo y no cuando se encierra en sí mismo. Ello implica necesariamente a otro. Me resulta muy hermoso e interesante lo que al respecto dice el escritor Rainer María Rilke “Esta es la paradoja del amor entre el hombre y la mujer: dos infinitos se encuentran con dos límites; dos infinitamente necesitados de ser amados se encuentran con dos frágiles y limitadas capacidades de amar. Y sólo en el horizonte de un amor más grande no se devoran en la pretensión, ni se resignan, sino que caminan juntos hacia una plenitud de la cual el otro es signo”. Dios es un aliado del amor porque ensancha el horizonte de comprensión de la propia vida y de la vida del otro.

Amar es obviamente desear el bien, y el bien sólo se alcanza cuando se logra la perfección del otro. El amor edifica al otro, lo hace ser más. El que ama se alegra del crecimiento del otro como persona afirmada en sí misma, más aún contribuye a que ello ocurra. Esto es posible dando lo mejor de sí, poniendo el propio ser al servicio del otro. Ya no se trata de amar al otro por lo que me entrega sino que por lo que es. El amor afirma al otro en su ser.  Es lo que plantea Ortega y Gasset en sus estudios sobre el amor humano “Es el amor -¡y sólo el amor! el que al identificarme con el amado, me abre las puertas de su interioridad ontológica y me permite tomar conciencia, en identidad con él, de la entera realidad de su ser personal. En consecuencia, el amor no sólo hace conocer por cuanto concentra la atención sobre el amado, sino que, por así decirlo, es formalmente congnoscitivo: él mismo conoce”.  En definitiva, el amor es un modo de conocer lo más profundo del otro. Está claro que una mirada utilitarista o consecuencialista del otro, y de la misma realidad, jamás la llegaremos a conocer en proundidad. Esto vale para las personas pero también para otras realidades, como la familia, los amigos, las instituciones con las cuales estamos involucrados.¿De quién diríamos que nos alegra su presencia, de que exista y que reconozcamos como un bien amable al que queremos conocer desde el amor? ¿De qué manera contribuimos a que los que están a nuestro alrededor crezcan como tal?

Esta entrega generosa  y esta apertura al otro en cuanto otro sólo será posible si se postergan los propios deseos, gustos y aspiraciones en beneficio del otro. Ello implica salir de uno mismo, descentrarse, para sea otro el centro. Esta experiencia adquiere plenitud cuando ambos viven de esta manera. Mi vida es para ti. Yo me enriquezco con la tuya. Mi alegría está en tu perfección. Desde ese punto de vista es muy interesante lo que dice San Pablo refiriéndose a su experiencia con Cristo, “Para mi la vida es Cristo” y “no soy yo quien vive es Cristo quien vive en mi”. Es decir es Cristo, el otro el que llena mi vida. Esto se aplica para la vida conyugal y también para la vida del sacerdote en relación a su comunidad.

La verdad acerca del amor que Dios nos demuestra enviando a su Hijo y entregándolo en rescate de cada uno de nosotros es la condición de posibilidad de vivir la experiencia del amor entre nosotros. Es muy hermoso tener la certeza de que “ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni ninguna otra criatura nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús (Rom, 8,38-39). Si tenemos esta certeza en nuestra vida confiaríamos en los demás, no nos defenderíamos de los demás. Vivir en las manos de Dios es la condición de posibilidad de amarnos los unos a los otros. La desconfianza es uno de los defectos más devastadores que ha tenido el episodio de la serpiente cuando le infunde a Eva de que Dios es su enemigo y rival. Dice el libro del Génesis: “Porque Dios sabe que si comes de este árbol serás como Él”. Este tema es muy importante, ya que sin confianza no hay verdadero amor. Y, obviamente acrecentar la confianza en Dios nos llevará a confiar más en los demás. Sin confianza no hay amor. Pero también sin amor tampoco hay confianza. Ambas de retroalimentan mutuamente.

Si queremos formarnos en el amor y para el amor debemos mirar la Cruz de Cristo. Es la gran escuela de amor y la posibilidad de vivir el seguimiento de Jesús, que se vive amando a Dios por sobre toda las cosas y al prójimo como a uno mismo (Mt.22,37). Jesucristo se pone como ejemplo de lo que amar significa. Él mismo nos da un mandamiento nuevo, amarnos los unos a los otros como él nos ha amado. Se trata del amor de benevolencia, de caridad, que es paciente, benigno, no es envidioso, nos gloría, no busca su propio interés, no tiene cuenta del mal recibido, se complace en la verdad y todo lo soporta (1.Cor. 13, 4-7). El amor al que nos invita Jesús si vemos a un caído en el suelo, levantarlo, llevarlo a una posada hasta que se recupere y pagar los gastos que ello implica.

Se trata de un amor desinteresado, que no busca su propio bien sino que hacer la voluntad del Señor en lo que le toca vivir. Ello implica renunciar a los propios gustos, cosa que no siempre estamos muy dispuestos a hacer. Tengo la impresión de que nos hemos puesto egoístas. ¿Cómo ayudarnos para que ello no acontezca? Francisco habla de que estamos en presencia de una verdadera “globalización de la indiferencia”.

Cada vez que celebramos la Eucaristía celebramos a aquel que ha dado la vida por nosotros y se convierte en un modelo eximio para convertirse en imitadores de Cristo. La Eucaristía es la fuente de todo amor y la condición de posibilidad de amar puesto que nos convertimos, gracias a su Cuerpo y su Sangre, en otro Cristo. San Pablo dice “no soy yo quien vive, es Cristo quién vive en mí”.

Trabajadores en una fábrica de ropa
Trabajadores en una fábrica de ropa

Reflexiones en torno al trabajo humano

El trabajo es un elemento clave en la resolución de los grandes problemas sociales que aquejan al mundo de hoy. El trabajo es, cada vez más, el principal recurso que tiene el hombre. En efecto, si en otro tiempo fue la tierra o el capital y los medios de producción, hoy lo es el mismo hombre,  sus conocimientos, su técnica y su saber.

El trabajo del hombre constituye una dimensión fundamental de nuestra existencia terrena. Los grandes avances en los campos de la ciencia, la tecnología, las humanidades, entre otros, que ha logrado el hombre, es fruto de su trabajo. Es un mandato de Dios presente en la primera página de la Sagrada Escritura. Sólo a él, en virtud de condición de imagen y semejanza de Dios, se le ha dado esta tarea. En cierto sentido está llamado a continuar la obra del Creador.

El trabajo es una nota característica del hombre, sólo el hombre es capaz de trabajar.

El tema del trabajo del hombre está al centro de la cuestión social. Si como católicos queremos construir un mundo mejor, debemos mirar el modo como trabajamos y el modo como hacemos trabajar a los demás. Por ello “...el trabajo humano es una clave, y probablemente la clave esencial de toda la cuestión social, si la queremos ver verdaderamente desde el punto de vista del bien integral del hombre. Si queremos que la vida del hombre sea más humana el tema del trabajo adquiere un puesto fundamental”.

El trabajo tiene dos dimensiones. La primera es una dimensión transitiva, por cuanto que el trabajo del hombre sale de sí mismo y se instala en la creación. El trabajo se deposita en la realidad visible y se materializa en una transformación. Pero, además, tiene una dimensión intransitiva, que queda en el sujeto, y que de suyo está llamado a humanizarlo, a hacerlo más hombre.

El trabajo, por otra parte, tiene una dimensión objetiva y una subjetiva. El trabajo, en sentido objetivo, es lo que se hace y lo que se manifiesta en productos y servicios de la más variada especie. Todo lo que tenemos es fruto de los bienes que existen en la tierra y del trabajo del hombre en su condición corporal y espiritual. Una idea del todo fundamental es que siempre, aun cuando estemos en presencia de la tecnología más sofisticada, el sujeto del trabajo es el hombre. Desde este punto de vista puede ser preocupante que el hombre termine siendo esclavo de la máquina.

El trabajo, en sentido subjetivo, dice relación al que lo hace: el hombre. En que sea un hombre creado a imagen y semejanza de Dios el que trabaja, radica el valor fundamental del trabajo del hombre y la dignidad que lleva grabada. En el trabajo el hombre cumple su vocación de ser persona, y por lo tanto tiene sentido en la medida de que lo lleva a cumplir su vocación de persona. Desde este punto de vista, no toda actividad humana puede ser llamada trabajo. Así, el trabajo adquiere densidad humana cuando está al servicio del hombre y promueve al hombre que lo realiza. Ya no hay trabajos indignos que deben ser realizados por los esclavos, como se les atribuía en el mundo griego. Con el cristianismo, todo trabajo es digno en cuanto que lo hace una persona y tiende al bien de ésta. Ahí está su primer y fundamental valor.

Así, el destinatario del trabajo es el hombre que va a beneficiarse con los bienes y los servicios producidos. Pero, de modo primario, también es destinatario el hombre que lo realiza. ¿Qué saca el hombre con ennoblecer la materia prima con su trabajo si a la vez se humilla él mismo?

El trabajo no es un elemento exógeno al hombre sino que una de sus dimensiones fundamentales de su existencia en la tierra (LE 11). El trabajo está llamado a ser fuente de desarrollo personal, es decir una instancia privilegiada para ser mejor, para crecer en humanidad y hacer crecer a la humanidad toda con su cultura y los valores que la animan. Desde este punto de vista el trabajo es una posibilidad privilegiada para lograr una mayor perfección en el ser de la persona y no sólo para tener más. Una excesiva fijación en el lucro puede sin duda opacar el valor maravilloso que tiene el trabajo en sí mismo y convertirlo en una mera mercancía que se transa en el mercado. Eso es desvirtuar el trabajo, su valor personal y su valor social. El trabajo no es una mercancía que se transa en el mercado según las leyes de la oferta y la demanda. Tampoco es una fuerza, como lo puede ser una máquina. Por lo tanto, el hombre no puede ser tratado como un instrumento de producción. En vez de hablar de trabajo del hombre, es mejor hablar del hombre de trabajo, porque sigue siendo el hombre el sujeto y el autor y porque sigue siendo la razón de ser del trabajo hacia quien en último término se dirige.

El trabajo es un bien del hombre. Es un don y una tarea, por lo que exige siempre ser evaluada para que no sea sino fuente de promoción del hombre.

El trabajo es el fundamento de la subsistencia de la familia, que es un derecho natural y una vocación excelsa del hombre. El trabajo y la familia no han de competir. Por el contrario, se ha de buscar una adecuada armonía, no siempre fácil de encontrar. El modo como se vive la experiencia del trabajo en la familia es una escuela muy importante para los hijos.

El trabajo como experiencia positiva, fuente de creación, que educa y obliga a sacar lo mejor de sí para entregarlo, es el fundamento del valor del trabajo y de la exigencia ética de dar buenas condiciones para el mismo. El trabajo es la causa eficiente de todo lo que se hace. El capital es fruto del trabajo y a su vez tiene como fin ser fuente de más trabajo. De hecho tanto el trabajo como el capital adquieren valor en cuanto son mediados por el hombre y se orientan hacia él. El primado siempre es el hombre. Y ese primado se mide en el modo en que se remunera el trabajo. Es un componente esencial que demuestra el valor del trabajo. Por el trabajo se adquieren los bienes que están destinados a todos los hombres.

La Sagrada Familia
La Sagrada Familia

Familia y trabajo

De la familia y del trabajo debemos preocuparnos mucho. Son los dos aspectos centrales desde los cuales se articula una vida bien o mal lograda. La familia y el trabajo tienen que ver con nuestra condición de seres humanos. Sólo el hombre ama, desea nacer en el seno de una familia y tener la suya propia. Sólo el hombre trabaja.

Es preocupante que, en general, estos dos aspectos de nuestras vidas no se vivan de modo pacífico. No siempre es un matrimonio bien avenido. Ello nos duele mucho. Tenemos claro que la familia es un bien y una prioridad. Pero toda la cultura en la que estamos inmersos enfatiza la extroversión, el salir, el producir, el ser “alguien” en la vida, y ello a costa de la relación con las personas más cercanas. De hecho, cuando conocemos a alguien, después de preguntarle su nombre, lo primero que hacemos es preguntarle en qué trabaja.

La familia y el trabajo de las personas revisten  para la sociedad de una importancia fundamental. Primero, porque la familia constituye el fundamento de la sociedad, su base y su núcleo. Segundo, porque la riqueza de las personas y de los pueblos está directamente relacionada con el trabajo, con su calidad y también con su cantidad.

Debemos tomarnos muy en serio las palabras de Juan Pablo II cuando nos advierte en la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio que el futuro de la humanidad se fragua en la familia, que es el fundamento, y que la clave de la cuestión social y el centro de éste está vinculado al trabajo.

Quisiera partir con algunas definiciones que me parecen fundamentales. Una vez que tengamos claro el significado que tiene la familia y el trabajo, estaremos en condiciones de priorizar, de tal forma que esta ecuación se resuelva de manera amable y no tensa.

La familia es la célula original de la vida social. Es una sociedad natural, primaria y no una construcción social que varía de acuerdo a la cultura. Más aún, la familia fundada en el matrimonio, como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, es el fundamento de la auténtica libertad, la seguridad y la fraternidad en el seno de la sociedad, a ello debemos tender. De hecho el anhelo de todo joven es casarse, formar una familia. Cuando nos falta una vida familiar armónica solemos sufrir mucho y hay personas que llevan ese dolor durante toda su vida.

La familia es el lugar insustituible para la educación de los hijos, para internalizar los valores morales que van conformando el tejido social y la cultura. Es la familia la que inicia a los niños y adolescentes en la vida social. La Iglesia está convencida de que el papel de los padres en la educación tiene tanto peso que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es por esto que afirmamos sin ambigüedades “que el derecho y el deber de la educación son para los padres primordiales e inalienables”. Y el mundo del trabajo esto no lo puede obviar, lo debe integrar dentro de sus políticas. El trabajo no puede competir con la familia. Es una contradicción cuyas consecuencias pueden ser muy nefastas.

Dada la importancia de la familia, es tarea de todos fortalecerla a través de leyes adecuadas y de políticas públicas que la promuevan, de tal forma de generar en la conciencia de las personas la convicción de que es un valor inestimable, fuente de autentica felicidad y fundamento de un mundo mejor.

En relación al aspecto social del trabajo, está más que claro que es una manera privilegiada para servir a los demás, para integrarse en la vida social.

Todos ven la bondad de la familia y del trabajo. Todos reconocen que son dos pilares en los que se puede apoyar el edificio social. Sin embargo, los tiempos que implica cada una de estas dimensiones a veces exigen demasiado a las personas, incluso más allá de sus propias fuerzas. Son fuente de agobio y no de alegría, lo que inevitablemente termina privilegiando una dimensión en desmedro de la otra.

La resolución de esta ecuación es especialmente conflictiva en el caso de las mujeres. Ellas están demasiado exigidas en sus propias familias en virtud de las exigencias económicas que implica llevarla adelante. Saben que las posibilidades futuras de sus hijos dependen básicamente de la educación básica y media y no escatiman esfuerzos por llevar a sus hijos a los mejores colegios, que hay que pagar.

Las exigencias sociales también son feroces. Impera una competitividad a nivel social que muchas veces obliga a sobrecargarse de trabajo para poder cumplir con expectativas materiales vinculadas más al placer que a las necesidades reales de las personas, como son el mundo de los afectos y las preocupaciones de orden espiritual. Pareciera que en nuestra sociedad se ha enquistado como un fenómeno cultural “cuánto tienes, cuánto vales”. Pero también está presente el hecho de que muchas mujeres son, en la práctica, jefes de hogar, y tienen que hacerse cargo del mantenimiento de la familia , muchas veces de manera heroica.

"No formamos parte de una empresa que tiene como finalidad el lucro"
"No formamos parte de una empresa que tiene como finalidad el lucro" RD

Por otra parte, las mismas empresas se ven forzadas a producir al máximo y al menor costo posible, lo que muchas veces se realiza a costa del bien de los propios trabajadores. La competencia es feroz y sobrevivir no es fácil. Ello implica jornadas de trabajo muy largas y, en muchos casos, no asumir mujeres que se encuentran en edad fértil por el costo que le implica a la empresa asumir su maternidad. Esto constituye una injusta discriminación y una grave amenaza para la sociedad.

Algo ha pasado. Por un lado, los altos niveles de eficiencia de los sistemas productivos han logrado que las personas tengan acceso a bienes que han permitido un ostensible aumento de la calidad de vida de las personas. Pero, por otro lado, se va percibiendo que los tiempos con la familia se han ido pauperizando. Una de las razones por las cuales hay una ostensible baja de la natalidad se debe a este fenómeno. Además, los jóvenes se quejan de que se sienten solos.

Desde una mirada teológica son varios los temas que se deben analizar.

En primer lugar, un concepto de desarrollo demasiado economicista. El desarrollo se entiende casi exclusivamente en términos materiales y no en un sentido que involucre al hombre considerado integralmente en su dimensión corporal y espiritual, a todos los hombres. En efecto, el progreso económico, indispensable por cierto, debe ir de la mano con la dimensión ética, social y espiritual. Los tiempos para poder dedicarse a contemplar lo realizado son cada vez más escasos. Cuántas veces no hemos escuchado o nosotros mismos hemos repetido: “estoy cansado”, “no doy más”, “no tengo tiempo para nada”.

En segundo lugar, desde el punto de vista teológico, la razón última de toda la organización económica, competencia propiamente laical, es que sirva al hombre, que se ponga a su servicio. Un sistema económico y productivo que no tenga como horizonte al hombre, su humanización, su crecimiento en cuanto tal, ha perdido su norte. Este norte se puede perder cuando la subjetividad del trabajador, es decir su creatividad, se ve reducida o anulada, convirtiéndose en un mero engranaje en el sistema productivo. También puede acontecer cuando el trabajo es considerado como una mera mercancía que el trabajador vende, olvidando que el hecho que el trabajo lo haga una persona es mucho más relevante que el trabajo en sí mismo. Además, cuando el trabajador siente que lo que hace prevalece por sobre el hecho que es él quien lo hace, la empresa deja de ser una comunidad de personas, para convertirse poco a poco en un mero lugar donde se juntan las necesidades de la empresa y la de los trabajadores. Esto constituye un empobrecimiento del valor y de la riqueza del trabajo y de la empresa.

Otro tema de máxima importancia es el trabajo femenino. A propósito de ello quisiera citar a Juan Pablo II, quien afirma lo siguiente en la carta a las mujeres: “Después de crear al ser humano varón y mujer; Dios dice a ambos “llenad la tierra y sometedla”. No les da sólo el poder de procrear para perpetuar en el tiempo el género humano, sino que les entrega también la tierra como tarea, comprometiéndolos a administrar sus recursos con responsabilidad. El ser humano, ser racional y libre, está llamado a transformar la faz de la tierra. En este encargo, que esencialmente es obra de cultura, tanto el hombre como la mujer tienen desde el principio igual responsabilidad”. “A la unidad de los dos confía Dios no sólo la obra de la procreación y la vida de la familia, sino la construcción de la misma historia”.

Una adecuada síntesis de la acción de la mujer en el mundo, que tenga en cuenta el aporte fundamental e insustituible que puede realizar en los campos de la ciencia y la economía, el arte y la política, así como el desarrollo de su peculiar y maravillosa condición de mujer y madre, obliga a reflexionar acerca de un nuevo modo de llevar a cabo estas tareas. De tal forma el “genio femenino”, es decir esa especial sensibilidad de la mujer como madre, no es un aspecto que constituye una amenaza, sino que lo que en realidad es: un gran don. La mujer es irremplazable en el hogar y hace un aporte significativo a través de su trabajo en la sociedad. La síntesis implica un profundo discernimiento de las motivaciones que la animan.

Religiosa en la manifestación en Santiago de Chile por el Día de la Mujer
Religiosa en la manifestación en Santiago de Chile por el Día de la Mujer

Ello no significa que la mujer no deba integrarse al mundo laboral. Nada de eso. La presencia de la mujer en el contexto social se ha de considerar positivamente porque es mucho lo que pueden aportar desde su condición de mujer. Juan Pablo II resalta este aspecto en su carta a las mujeres. La necesidad de una mayor presencia social de la mujer es de suma importancia, ya que contribuirá a humanizar los procesos en la perspectiva de la construcción de la civilización del amor, frente a una sociedad organizada según puros criterios de eficiencia y productividad.

En el contexto de lograr un justo equilibrio entre el aporte a la sociedad y el aporte de su condición de mujer y madre en el seno de la familia, la Iglesia no tiene soluciones técnicas. Sólo sabe, como madre y maestra, que es muy importante que el trabajo ha de estar al servicio de la persona y no la persona al servicio del trabajo. Insiste que no se puede discriminar a la mujer en razón de su fertilidad. Ello constituye el mayor de los materialismos que no hace sino configurar una cultura pragmática, cuyas nefastas consecuencias las podemos ver día a día.

La Iglesia invita a llevar estilos de vida más austeros y a no caer en la tentación del consumismo, que no es educativo y que no conduce a buen puerto a quienes lo practican. Invita a privilegiar el ser de las personas, los encuentros gratuitos de afecto en el seno de la familia, en vez de la carrera loca a la cual nos impulsan muchas veces los medios de comunicación social, como el consumir, en virtud de su supuesta asociación a  un mejor status social. Son los valores asociados al ser de las personas los que deben primar a la hora de emprender la vida laboral. Al respecto, lo planteado por el Papa en la Laborem Exercens se constituye en una tarea. Él sostiene: “La experiencia cotidiana confirma que hay que esforzarse por la revalorización social de las funciones maternas, de la fatiga unida a ellas y de la necesidad que tienen los hijos de cuidado, de amor y de afecto para poderse desarrollar como personas responsables, moral y religiosamente maduras y psicológicamente equilibradas. Será un honor para la sociedad hacer posible a la madre –sin obstaculizar su libertad, sin discriminaciones psicológicas o prácticas, sin dejarle en inferioridad ante sus compañeras – dedicarse al cuidado y a la educación de los hijos según las necesidades diferenciadas de la edad. El abandono forzado de tales tareas por una ganancia retribuida fuera de casa, es incorrecto desde el punto de vista del bien de la sociedad y de la familia cuando contradice o hace difícil tales cometidos primarios de la misión materna” LE19.

El rol del Estado, en cuanto empresario indirecto, es fundamental según el lenguaje de la Encíclica Laborem Exercens. En efecto, el Estado y la sociedad toda tienen mucho que decir respecto de la manera cómo se lleva a cabo el respeto de los derechos de los hombres y de las mujeres en los lugares de trabajo, y de cómo privilegian con adecuadas políticas públicas la creación de nuevos trabajos, una adecuada estabilidad laboral y la posibilidad de flexibilizar los horarios de trabajo de tal forma que haya mayor presencia en la casa, tanto del padre como de la madre.

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