Tiene que haber algo...

Es la expresión repetida por el labriego pensaroso y por el científico circunspecto. "Tiene que haber algo ahí que gobierne todo esto y que controle a los hombres"... "No sé, a mi la religión no me seduce, pero sí creo que tiene que haber algo...".

Parece que la regularidad, la armonía y el orden --incluso el desorden-- que los científicos perciben o descubren en el mundo les produce tal impresión que su propia admiración se convierte en credulidad: tiene que haber “algo” detrás de todo eso.

Y a los mortales de a pie impresiona ver científicos tan relevantes y disímiles como Pascal, Volta, Priestler, Euler, Oersted, Ampère, Faraday, Maxwell, incluso Einstein... haciendo gala de convicciones religiosas tan profundamente sentidas y, en muchos casos, vividas. O la expresión de Schiller en la "Oda a la libertad/alegría" musicalizada por Beethoven:
"Muss ein lieber Vater wohnen..." "Debe haber un Padre amoroso..." (IX Sinfonía, IV Mov.)


Y es aquí donde volvemos al principio de siempre: la razón es un imperio que puede dominar todo, pero cuando la razón se vuelve sobre sí misma, sobre el propio yo a veces heterogéno y desestructurante, tiembla, se reconoce impotente, encuentra otras “razones”, se topa con el camino tortuoso de la irracionalidad, del sentimiento y de las emociones; ahí sucumbe.

La razón encuentra que sus métodos no sirven para examinarse a sí misma, para descifrar el laberinto de la personalidad. O no "les" sirven a aquellos que se sirven de ella para entenderse a sí mismos.

Además percibe que, a la par que domina o descubre las leyes naturales, se le escapan arcanos importantes de la vida que satisfarían más y mejor sus ansias vitales.

Pero del "tiene que haber algo" como verbalización de deseos a la realidad "hay algo" hay un trecho infranqueable. En la vida normal y corriente, en los pequeños deseos realizados o frustrados, nunca éstos han sido argumento existencial de nada.
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