Dios, aceptación rechazable (2)

¿Por qué creen los hombres en seres sobrenaturales, mundos futuros, cielos de felicidad sin límite, “vita post mortem”, recompensas y castigos divinos, etc. etc. etc.? ¿Por qué admiten la existencia de algo que para otros es de imposible existencia? ¿Por qué, incluso, la creencia es capaz de generar los más enraizados y acerbos sentimientos que puedan llevar hasta la muerte? (Muerte propia en defensa de su fe o muerte a sus manos de aquellos que puedan ofenderla o no admitirla).

Lo primero que asombra es que esto es un hecho generalizado: la inmensa mayoría de la humanidad cree en un Ser Superior, llámese como se llame. Lo segundo, que la creencia genera una actitud más fuerte que la evidencia, de tal modo que su defensa llega a límites inconcebibles. En tercer lugar, la necesidad que tiene el creyente de adscribirse a grupos de creencia para, de alguna manera, encauzar las vías que le faciliten el acceso a la divinidad. Pero resulta que, por eso, la diversidad de organizaciones es superabundante. Ni siquiera dentro de las mayores organizaciones crédulas esa adscripción es unívoca. Piénsese, dentro de la Iglesia Católica, la multiplicidad de grupos en que se subdivide: órdenes, congregaciones, hermandades, cofradías…

El porqué de tal “necesidad” podría tener tantas respuestas como creyentes, dado que la creencia es patrimonio del individuo, que, compartida, genera tupidas redes sociales. Cada uno tiene sus razones para creer, si bien se pueden encontrar denominadores comunes que aglutinan predisposiciones o motivos generales que van de lo filosófico a lo psicológico. Destaquemos:

a. El anhelo de trascender la propia existencia. No es que tal sentimiento sea o se haga consciente, que de eso ya se encarga la institución, pero cuando la persona se pone a pensar en su destino, en el sentido de la vida, etc. parece que el simple discurrir de los días y solucionar los problemas diarios no le satisface. Busca algo más elevado, algo más espiritual, algo que trascienda la vulgaridad de la vida. Durante siglos ha habido “empresas” que se lo han servido. Y se refugie en lo que se le ofrece, creer en un mundo superior espiritual, el mundo de la religión. Allí encuentra nutrientes para satisfacer su insatisfacción.
b. Las preguntas recurrentes sobre la causa de las cosas. Todo tiene que tener un motivo, una causa y una razón de ser. Más en aquellas cosas que son fruto del azar y que no tienen una causalidad ni evidente ni convincente. La síntesis racional de este percepción o intuición inconcretas la encontramos en dos de las “vías” de Santo Tomás. Y el hombre que piensa en la razón de todo, al fin y necesariamente, dicen los rectores de la fe, la ha de encontrar en una primera, Dios.
c. El miedo a los fenómenos, ya no solamente naturales, también interiores, propios de su persona, psicológicos. Durante milenios, la búsqueda de una explicación convincente de los fenómenos naturales, ha sido uno de los interrogantes que han sacudido la conciencia racional de los hombres: ¿qué rige el universo? ¿cómo ha surgido? ¿por qué las tempestades o los terremotos? ¿por qué las pestes? Hoy día esta desazón cognitiva versa más sobre los trastornos que sacuden y agitan la personalidad del hombre que sobre los cosmológicos.
d. Y si la contemplación de lo que sucede exige una causa en consonancia y a su altura, la incapacidad del hombre para explicar de manera racional dichos fenómenos, incluso los más nimios, propiciaba cortacircuitos de pensamiento que aliviaban de algún modo dicha inquietud.
e. Una razón de peso para dar el consenso a la existencia de un Ser Superior se encuentra en la necesidad del hombre de fundamentar una moral común para todos, para la humanidad. Los principios morales deben ser inmutables y se han de fundar en bases indiscutibles.
f. Un motivo extrínseco, pero quizá el de mayor peso histórico ha sido siempre el deseo de pertenencia al grupo, la adscripción a un entorno sociocultural. Cuando todos piensan lo mismo, es muy difícil, por no decir imposible, salirse de la creencia común. Y cuando dicha creencia ocupa todo el espacio posible de desenvolvimiento personal y profesional constituía un suicidio salirse de él. Profesión, bienestar, familia, hacienda… han dependido siempre de la aceptación del “modus vivendi…, cogitandi e credendi” general.

Hay que decir que todas estas consideraciones, en su formulación expresa, nunca han estado a la altura de las masas, no podían estarlo por el hecho de que la capacidad de pensar y razonar también depende de cierto status cultural y cierta dosis de ocio. Pero cuando los clérigos instruidos así se lo hacían ver, las aceptaban de buen grado como “lógicas”.

Insistimos en ello. Siempre, también hoy día, muchos que se declaran creyentes dicen serlo sin que jamás se hayan detenido a pensar en si Dios existe o no; en si las características que lo adornan tienen fundamento o no. Así, lisa y llanamente, han pasado a su aceptación sin el mínimo filtro de pensamiento. Han primado otras consideraciones, como la aceptación de lo que todos aceptan, la tradición familiar, la enseñanza escolar, las prácticas continuadas… Nunca ha mediado un deseo expreso o el deseo de analizar concienzudamente la base de sus creencias y prácticas. O, por lo menos, la puesta en su lugar.

Otros sí lo han hecho y, “gracias a Dios”, han concluido en el rechazo de todo ese submundo. Son los, para ellos, reputados ateos. Habrá que aceptar la palabra, como dice Onfray en el prólogo de su libro, porque no hay otra denominación para quienes han pasado de los cuentos infantiles al uso del sentido común y de la propia razón. ¿Se puede calificar de ateo, con todas las concomitancias que tal palabreja lleva consigo, a la persona normal que ha hecho uso de su razón y, a la vista de las conclusiones, ha obrado en consecuencia? La palabra sería lo de menos: importan más dichas concomitancias.

Pues llámesele así, pero ésa debiera ser la postura normal del hombre normal, la negación de una Sustancia incrustada en la naturaleza que ¡no existe! Porque frente a las razones en contra, nadie ha sido capaz de formular razones claras, evidentes y contrastadas de su existencia. Como hemos repetido por activa y por pasiva el que se inventa la existencia de seres monstruosos es el que debe aportar las pruebas. Generalmente argumentan y se escudan en ello en que miles de millones de personas no pueden estar equivocadas. Pues ellos mismos.
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