El san Jerónimo de lengua viperina y genio endiablado (1)

Jerónimo tuvo una personalidad fuerte y una actividad frenética y multifacética. Procedía de una familia adinerada que le proporcionó una esmerada educación. Gracias a su conocimiento del griego y del hebreo, así como del uso literario del latín, su traducción de la Biblia, la Vulgata, ha llegado prácticamente hasta nuestros días. Tras vivir un tiempo como ermitaño, que no le curó su sensualidad y mal genio, fue secretario del papa Dámaso I; director espiritual de viudas y jovencitas; traductor y comentarista de la Biblia; fundador de cenobios… Harto de la vida que llevaba en Roma, marchó de nuevo a Belén y allí permaneció, en una gruta, los últimos 35 años de su vida, fundando monasterios de hombres y mujeres y siendo guía espiritual de todos ellos y, sobre todo, siendo el azote de herejes y de cuantos se desviaban de la doctrina oficial, que parecía ser la suya.
Precisamente esta actividad censora proporcionó a los paganos un abundante alimento fusti-gador contra el cristianismo, incluido su breve tratado sobre la virginidad. Este librito se lo dedicó a su discípula Eustaquio de 17 años de la cual se encariñó en exceso… aunque ésta llegó a ser declarada santa (festividad del 28 de septiembre, santa Eustoquio de Belén). Escribe el teólogo Georg Grützmacher en su voluminosa biografía de Jerónimo que éste le dio a conocer “las suciedades y los vicios de todas clases” que pululaban por el mundo. El biógrafo califica esto de “repugnante”.
Entre otras lindezas, respecto a la natural atracción entre hombre y mujer que lleva y mantiene el vínculo matrimonial le parecía a Jerónimo repugnante dice: El hombre prudente debe amar a su esposa con fría determinación, no con cálido deseo (…) Nada más inmundo que amar a tu esposa como si fuera tu amante.
Decían de Jerónimo que poseía una gran cultura. Hoy día se sabe lo que se escondía detrás de ella. De Tertuliano copió casi todos sus escritos, sin citarle, por supuesto. De Porfirio, gran sabio pagano, extrajo cuanto sabía de medicina, sin nombrarle. De Orígenes, al que llamaba “gran blasfemo”, copió gran cantidad de páginas (o rollos). Respecto a esto el citado biógrafo habla de la “repelente mendacidad de Jerónimo”.
“Jamás he respetado a los doctores del error y siempre he sentido como una necesidad del co-razón la de que los enemigos de la Iglesia fuesen también mis enemigos”, decía. A veces con-fundía los que eran sus detractores con los enemigos de la Iglesia y no al revés. Pero todo es cuestión de interpretación. Ciertamente que también recibió de ellos los puyazos con que él arremetía y fustigaba.
Lleno de celo por la casa de Dios, lo primero era su Iglesia. En cambio la vida de sus oponentes, el honor, la corrección caritativa… eso no, eso no le correspondía ejercitarlo a él. Él era el de-positario y garantía de la verdad.
El estilo de su literatura censora es muy personal… y barriobajera. Dice de Basílides: “…antiguo maestro de errores, notable sólo por su ignorancia”; de Paladio: “hombre de bajas intenciones”; de los herejes: “asnos en dos pies, comedores de cardos; de los judíos: “raza indigna de figurar en el género humano, cuyas oraciones son rebuznos”; a cristianos de otras comunidades les tilda de “cerdos”, “reses para el matadero del infierno”, “son del diablo”.
Como no podía ser menos, se enemistó agriamente incluso con el patriarca Juan de Jerusalén, el cual, a su vez sentía inquina por Jerónimo y sus eremitas; a su antiguo amigo Rufino de Aquilea, monje predicador en Egipto que luego se instaló como ermitaño en Jerusalén lo acusó de herejía. Se refería al aprecio que Rufino sentía por los escritos de Orígenes pero, sobre todo, sobre quién tenía derecho a predicar en Jerusalén.