Pluralismo, multiculturalismo y heterofobia /y 5

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Un fantasma recorre Europa y los EE UU, el fantasma de la heterofobia. Del griego héteros (el otro diferente) y phóbos, temor o aversión a los otros diferentes, que se manifiesta de tres formas: como xenofobia (aversión al extranjero o extraño), aporofobia (aversión a los faltos de recursos) e islamofobia, de carácter religioso (fobia al islamismo y defensa del cristianismo europeo o americano).
Contra los flujos migratorios de los países pobres a los ricos o los refugiados que huyen de guerras o dictaduras, los Estados-nación levantan alambradas y muros de contención y están en ascenso partidos que exaltan las identidades colectivas, de carácter nacional o religioso, defendiendo a los nacionales frente a los foráneos. Así en Francia, Holanda, Alemania etc.
Es evidente que nuestras sociedades son cada vez más multiculturales debido a la afluencia migratoria, de modo que los Estados se están convirtiendo en un verdadero mosaico de culturas diversas. En la Unión Europea hay ya más de veinte millones de extranjeros. La convivencia de diversas culturas provoca en la ciudadanía actitudes antitéticas, desde el rechazo a la solidaridad hospitalaria.
La heterofobia es un prejuicio derivado del sentimiento de temor y hostilidad hacia los extraños, los foráneos. Puede considerarse un residuo atávico de “tribalismo”, que exalta la comunidad propia, a veces con entusiasmo chovinista. El sentimiento contrario es la heterofilia, que da buena acogida al refugiado o emigrante, reconoce la igual dignidad de todo individuo, situando la pertenencia a la humanidad por encima de la pertenencia étnica, religiosa o nacional. Ante la enorme avalancha de refugiados, los gobiernos y ciudadanos europeos se han posicionado como xenofóbicos y xenofílicos.
El pluralismo, a nivel ideológico, social o político, es un valor básico de las sociedades democráticas y secularizadas donde rige el principio de la tolerancia. Por tanto, una cultura pluralista es también una cultura secularizada, en contraposición a las culturas tradicionales, monistas y sacralizadas, donde rige la uniformidad, no se toleran las discrepancias y se persiguen las disidencias, políticas o religiosas (caso de “infieles” o herejes).
Lo que intenta el pluralismo es conseguir una paz intercultural desde el reconocimiento mutuo, evitando la hostilidad o el odio entre culturas. El valor del pluralismo es congruente con la separación de política y religión, defendida por la Ilustración.
El multiculturalismo, a diferencia del interculturalismo, que ya hemos analizado, se refiere a la coexistencia de varias etnias diferentes en la misma sociedad o territorio. Tales culturas coexisten aisladamente, se toleran entre sí, pero sin interés de diálogo ni de intercambio mutuo.
Cuando el multiculturalismo denota solo una situación de hecho, no ofrece mayor problema. Pero cuando, desde un nivel axiológico, se da un valor prioritario y superior a la diferencia étnica o religiosa, entonces entra en colisión con el pluralismo. Cuando los grupos multiculturales exaltan las diferencias para defender su identidad, se produce un choque entre culturas.
Una cosa es aceptar las diferencias y otra exaltarlas. Es bueno y positivo conservar las tradiciones propias, dentro de los límites de la tolerancia. Pero la cultura no es algo cerrado y estático, sino una realidad viva y dinámica, abierta a contactos enriquecedores con otras culturas, y al mestizaje.
Esta clausura multicultural lleva al relativismo y a la parálisis cultural, pues prevalece la separación sobre la integración, la fragmentación sobre la unidad.
Según el politólogo Giovanni Sartori, el multiculturalismo no busca una integración diferenciada sino una desintegración multiétnica (véase La sociedad multiétnica. Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros). Según él, hay que diferenciar tipos de emigrantes, pues “el cómo de la integración depende de quién del integrando”. Por ejemplo, la cultura asiática, aun siendo lejana a la occidental, sigue siendo “laica” y no provoca rechazo. El inmigrante de lengua extraña se integra más fácilmente que el de religión extraña.
En cambio, cuando los emigrantes son islámicos hay una reacción de rechazo cultural-religiosa: “incluso cuando no hay fanatismo sigue siendo verdad que la visión del mundo islámica es teocrática y que no acepta la separación entre Iglesia y Estado, entre política y religión” (Ibidem). La ley coránica no reconoce los derechos individuales como universales, lo que es el fundamento de la democracia liberal, esencialmente laica.
La teocracia islámica identifica fieles con ciudadanos y contempla al occidente laico como tierra de “infieles”. Teocracia y democracia se enfrentan como concepciones del mundo (Weltanschauungen) antitéticas. Así, el inmigrante de cultura fideísta y teocrática es visto no sólo como un extraño, sino como un “enemigo cultural” inintegrable y los populismos de derechas cosechan votos en río revuelto. “Este conflicto es asimétrico: Occidente es laico, el Islam es religioso”, afirma Sartori.
En cuanto a la posible convivencia pacífica, G. Sartori piensa que la concesión de la ciudadanía no basta para solucionar el problema de la integración, pues no hay reciprocidad entre benefactor y receptor de la ciudadanía. Niega, además, el relativismo cultural y axiológico extremo, que asigna igual valor a todos las culturas, pues no admite que “todo vale igual”.
Sartori se pregunta: “¿la ciudad democrática (liberal-democrática) es preferible, en sus valores ético-políticos, a la ciudad autocrática y/o a la ciudad teocrática?” (cfr. ¿Qué es la democracia?). Contra lo “políticamente correcto”, el autor afirma sin dudar la primacía científico-tecnológica de la cultura occidental, así como la ético-política de la ciudad liberal-democrática, que incluye los valores universales de los derechos humanos, recordando que la mayor parte de los Estados islámicos no ratificó la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de la ONU (tampoco lo hizo el Estado Vaticano).
Desde un humanismo laico, Sartori defiende el universalismo axiológico de unos mínimos universales, compatible con el pluralismo de las sociedades democráticas y secularizadas. La “humanitas” de la identidad humana tiene prioridad axiológica sobre cualquier otra diferencia, étnica, religiosa, nacional o sexual. Cuando se sitúa una de estas identidades por encima de la humana, se corre el riesgo de terminar en la intolerancia.