¡Pongámonos a inventar a Cristo!, se dijeron

5.- Algunos escarceos.


La cuestión que aquí tratamos, la mitificación del personaje Jesús hasta convertirlo en Cristo, siempre ha sido una espada de Damocles para la creencia y no han podido quitársela de encima. Siempre la duda de si será verdad lo que dicen de él o no. Y como réplica, el panegírico "usque ad nauseam" y la apología más encendida.

Siempre ha sido así, pero hay que ver cómo se las gastaban en otros tiempos cuando alguien osaba “tocar un pelo de su cabello”.

Todavía hace un siglo poner en duda la esencia de la doctrina cristiana –sobre todo la que aquí nos trae, Cristo, Dios y hombre— o atacarla como abiertamente se hace hoy, podría haber sido peligroso en determinados círculos creyentes y políticos. No sólo en España. Quien tal dijera, con seguridad estaba destinado al ostracismo social, a ser tratado como raro, loco o tarado, a perder su prestigio, incluso su trabajo dado que ser creyente iba unido a admitir el sistema político constituido.

Albert Churchward, nacido en el siglo XIX, se atrevió a ello en diversas publicaciones. Frase suya es:
Se puede demostrar que los Evangelios canónicos no pasan de ser una colección de proverbios extraídos de la escatología y de los mitos egipcios.


Puestos a buscar precedente, no otra cosa decía Orígenes (Contra Celso), tenido por uno de los más grandes apologistas cristianos, respecto a los 20 Evangelios de que él tenía conocimiento:
Hay cosas que se nos refieren como si fueran históricas y que jamás han sucedido y que eran imposibles como hechos materiales y otras, aun siendo posibles, tampoco han sucedido.


En su libro “La falsificación del cristianismo”, Joseph Wheleess, contemporáneo de Churchward afirma:
“Los evangelios son todos ellos falsificaciones sacerdotales realizadas un siglo después de sus fechas que se les asignan”.


Pero no sólo los Evangelios canónicos. La actividad febril de los primeros siglos produjo una cantidad elevada de Evangelios Apócrifos y Cartas. Se presupone que muchos de sus autores escribían con propósitos “piadosos”, pero no se puede ser indulgente con tales yerros o inventos “históricos” cuando está en juego la buena fe de tantos millones de fieles que pueden llegar, y llegan, a creerse todo eso como real. A ellos se refería Orígenes a la hora de poner coto a tanta desmesura.

Y puestos a desmontar mentiras o a deducir, tanta entidad verídica tienen los milagritos que se atribuyen al niño Jesús en tales Apócrifos como la transustanciación deducida del relato de la última cena. Y viceversa, la misma verdad hay en los segundos como en los primeros.

Porque, ¿qué criterio rigió a la hora de declarar canónicos unos Evangelios y otros no? No nos digan que el Espíritu Santo, porque eso sólo convence a los niños y no a todos. Pues el único criterio que les sirvió fue el de la verosimilitud de los relatos. Nada más.

Una consecuencia lógica de este vaivén entre lo humano y lo divino fue la doctrina gnóstica, que deificó de tal manera el humanismo de Cristo que éste desapareció. Pero, a pesar de ser una “secta” perseguida con saña, muchas de las características de su Dios y del Hijo de Dios, proceden del gonosticismo.

Sucede siempre: cuando se rebate una afirmación, ésta queda más reafirmada por el extremo contrario, sin medias tintas. Y de Cristo se rebatió y se afirmó todo lo imaginable: repásense las herejías. Ahora bien, lo que pretendían los gósticos pasaba de la raya. Y a su vez, lo que “los otros” decían de Cristo era un insulto para los gnósticos. Siglos tardaron en erradicar esta “corriente”.

El Jesús que pretendieron hacer Cristo, sin ser ni lo uno ni lo otro, vino a ser una fuente inagotable ¡de herejías!. Tocaron a rebato y... ¡puestos a inventar marica el último!.

Pero lo que quedó después de tanta trifulca ¿fue la verdad? Bueno, así lo dicen ellos.
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