Revoluciones de sillón.

Tiene esto mucho que ver con esa afirmación frecuente entre predicadores izquierdosos que hablan de un "cristianismo revolucionario". "Ahí es ná", que diría el folklórico. Lo mismo que aquello de Jesús revolucionario. Otra estupidez mayúscula.
Muy a nuestro pesar, al suyo de los papas y, sobre todo, al de quienes las padecieron, han sido las revoluciones las que han hecho cambiar un tanto las condiciones de las clases bajas, de los obreros, de los pobres de este mundo.
Si escarbamos un poco más en el mensaje y autores del mismo --evangelios y doctrina social de la Iglesia-- antes de nada habría que dejar claro que en ningún lugar aparece que el tal Jesús propugnara revoluciones sociales. A decir verdad, importaría poco, porque de su doctrina hicieron sus seguidores lo que les dio la gana. Jesús ya no fue “texto” sino “pretexto”.
Repugna oír lo que dicen que hay que oír, y ver, cuando aparece con nitidez lo que se ve. Para lo que importa, que toda sociedad constituida es conservadora y opuesta a cualquier cambio. Cualquier estamento político, un partido, un club, un colegio oficial... difícilmente se somete "proprio motu" a cambios que afecten a su esencia. Lo mismo sucede con la la religión constituida --y la Iglesia Católica es el mayor "mostrenco social" que contemplarse pueda--; el más y más grande manifiesto conservador, retrógrado y opuesto a cualquier cambio.
No, no se alarmen ni subleven: lo que decimos de la Iglesia lo decimos también de cualquier “sociedad del bienestar”. Todas las sociedades burguesas se hacen inmovilistas y conservadoras aunque en su seno surjan espíritus "revolucionarios" que quieran regresar a los orígenes. Es que en la religión siempre el pasado fue mejor.
El cristianismo predica el cambio de estructuras sociales injustas ¡pero que no toquen las suyas!
Reflexión sobrevenida: es la consideración que nos merece la masacre de París donde lo que asusta a Europa, respresentada por esa caterva de jefes de estado haciendo el paripé en París, no es tanto que mueran una o cien personas, asusta que sus estructuras, su nivel de bienestar, su "paz" quede subvertida. En París y hace unos días murieron 16 personas y al día siguientes 100 en Nigeria a manos de los mismos fanáticos: ¿alguien ha puesto en parangón ambas situaciones? ¿No es esto una flagrante hipocresía? ¿Qué defiente entonces Europa?
El Jerarca Blanco se asoma todas las semanas a la ventana para clamar contra la injusticia, pero luego se arrellana en los sillones de su inmenso y a todas luces indigno palacio.
Claman los eclesiásticos --Francisco a la cabeza ayer en Filipinas-- contra el hacinamiento, las infraviviendas, los tugurios donde deben malviven los pobres y lo hacen desde tronos asentados en mansiones monumentales. Mansiones, sí, también las catedrales, aunque el nombre sirva para desdibujar la realidad. Mansiones están destinadas a albergar ¡¡trozos de oblea, figuras de madera, imágenes sollozantes!! (Es un decir, porque esto es a ojos de aquellos que no ven nada en su interior).
Sí, ciertamente no son cosas comparables, pero tampoco son comparables las palabras: sólo se puede clamar contra la injusticia cuando se está viviendo dentro de ella. Y, sobre todo, cuando se puede hacer algo para remediarla y cambiar la sociedad.
Para lo otro ya hay profesiones y profesionales de la denuncia, que para eso se les paga: políticos, abogados...
Lo vemos muy cerca de nosotros: claman contra la lacra del hambre, pero a continuación celebran una cena opípara, servida por lacayos de su misma fronda. Y si mantienen relación estrecha con los políticos, no tanto para buscar soluciones para esos colectivos indefensos: fundamentalmente es para conservar su status y no se remueva excesivamente el suelo donde asientan sus sillones.