SECULARIZACIÓN / 2
Entro, Señor, en tus iglesias… Dime,
si tienes voz, ¿por qué siempre vacías?
Te lo pregunto por si no sabías
que ya a muy pocos tu pasión redime
(Rafael Alberti)
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En el análisis de la modernidad los sociólogos, y muy especialmente el alemán Max Weber, han considerado el proceso de secularización, junto al de racionalización, un tema central de estudio. Así lo explica Anthony Giddens:
“La secularización describe el proceso por el que la religión pierde su influencia sobre las distintas esferas de la vida social. La secularización tiene diversos aspectos o dimensiones. Una se refiere a la cifra de miembros de las organizaciones religiosas, al número de personas que pertenecen a una iglesia o a una corporación religiosa o a los servicios religiosos… Una segunda dimensión de la secularización se refiere a la medida en que las iglesias y otras organizaciones religiosas, mantienen su influjo social, riqueza y prestigio… la tercera dimensión de la secularización se refiere a las creencias y valores. Podemos denominar esto la dimensión de la religiosidad.” (Cfr. Sociología, Alianza, p. 521).
De acuerdo con la fenomenología de la religión, toda religión parte de la separación básica entre lo sagrado y lo profano o secular (etimológicamente “profano” es lo que está fuera del templo). Por tanto, la secularización hay que entenderla como lo opuesto a la sacralización, como sinónimo, pues, de desacralización. Lo que pertenecía a lo sagrado pasa a ser profano o secular (de aquí ‘seglar’, en oposición a lo clerical en el ámbito intraeclesiástico). En cuanto fenómeno histórico, la secularización es un largo y lento proceso que se da en Occidente en ruptura con la tradición cristiana. Esta religión pierde su influencia sobre las distintas esferas de la vida social (política, economía, moral, ciencia, derecho, arte etc.), las cuales se convierten en autónomas.
En la sociedad preindustrial la religión era la forma básica de comprensión del mundo y de orientación de la vida humana en el ámbito personal y social. Ella daba sentido a la existencia y generaba un consenso sobre creencias y valores. Pero la cosmovisión religiosa pierde plausibilidad para grandes masas de población. Las imágenes periclitadas del mundo, míticas, teológicas o metafísicas, fueron progresivamente substituidas por la ciencia moderna, que competía con todas ellas en la explicación del mundo natural y social.
El código moral cristiano, que durante siglos fue considerado el único verdadero (monismo moral) por fundarse en la revelación divina, dio paso a un pluralismo de códigos y de valores muy diversos. A este fenómeno el sociólogo Max Weber lo denominó “politeísmo axiológico”, lo que significaba que en cuestión de normas y de valores “cada cual tiene su dios”. De forma paralela, M. Weber se refería al fenómeno de la racionalización como el triunfo inevitable de la racionalidad instrumental, la racionalidad científico-técnica en la que estamos encerrados como en una “jaula de hierro”. Este tipo de racionalidad será ampliamente criticada por los representantes de la Escuela de Frankfurt, desde Horkheimer y Adorno a Marcuse y Habermas.
La religión judeo-cristiana, que configuró la cultura de fondo de Occidente durante siglos, pierde el monopolio del sentido al entrar en competencia con otras nuevas interpretaciones e imágenes del mundo, que se proclaman seculares o profanas. La ciencia y la moral se convierten en esferas autónomas, dejando de estar sometidas al poder de la religión y de la teología cristiana. También la política proclamó su autonomía con el Estado democrático de derecho.
La legitimación del poder a partir de su origen divino de acuerdo con la teología paulina, fue sustituida por la teoría filosófica del contrato social, en la versión liberal de J. Locke, absolutista de Th. Hobbes o democrática de J. J. Rousseau. El Estado moderno se separa progresivamente de la iglesia, proceso que aun hoy no ha terminado y que ya reclamaba en el s. XIV el franciscano Guillermo de Occam, en continuación con el averroísta Marsilio de Padua.
La consecución de un Estado secular o laico, pese a la letra de las constituciones democráticas, sigue siendo una meta no alcanzada en los países europeos, donde las diversas iglesias, católica, protestante o evangélicas, siguen disfrutando de amplios privilegios, económicos, políticos, jurídicos o educativos, que no disfruta la población no confesional.