El absurdo problema de la vestimenta. (3)

El asunto de cómo se hayan de vestir los clérigos y, sobre todo, frailes y monjas, visto desde fuera no debiera ser algo que condicionara el mensaje salvador que pretendidamente han de llevar al mundo entero. Y, sin embargo, por lo que deja traslucir el interior de ese mundo aislado, oculto y apartado en que viven, así ha sido. Durante muchos siglos el hábito sí ha hecho al monje.
Hoy el hábito talar resulta un tanto folklórico cuando por las vías urbanas se ve, pero no pasa de ahí. Como noticia, alguna que otra vez aparece un recuadro en la prensa con relación a clérigos defensores de la sotana como elemento “imprescindible” y distintivo de su labor. El otro lado de su utilización lo vemos en aquellos que se aprovechan del morbo que puede procurar esa vestimenta para obtener cierto predicamento entre la audiencia, sean monjas festivaleras o nacionalistas, tríos cantantes o contertulios televisivos.
Cuando leemos frases como ésta: “En un mundo secularizado no hay mejor testimonio cristiano de parte de los consagrados a Dios que su vestimenta sagrada” o se oye a todo un papa --recordemos a JP-2-- recomendando su uso cotidiano, lo único que produce es una sonrisa conmiserativa: "A estas horas con estas preocupaciones".
No sólo los lefevrianos, blogueros nostálgicos o miembros del Opus Dei lo preconizan: el mismísimo Juan Pablo II fue el que recomendó una vuelta al uso del traje talar. Tarcisio Bertone ya recordó los deseos de JP-2, "en obsequio al deber de ejemplaridad que incumbe, sobre todo, a quienes prestan servicio al Sucesor de Pedro".
En fin, batallitas incruentas e insustanciales. Del traje talar se libraron, tras el Vaticano II, primero los sacerdotes; luego religiosos y religiosas. La mayor parte se funde en el río ciudadano sin cargo de conciencia alguno. Lo otro es afán de destacar. Ni más ni menos que un guardia civil o un abogado que ha concluido “su vista” cuando se visten “de calle” al término de su trabajo.
En tiempos no tan lejanos el uso del hábito era algo consustancial al oficio desempeñado, cura o fraile. Todavía hay muchos que siguen pensando así, a pesar del dicho popular de que “el hábito no hace al monje”. Daba la sensación de que los hábitos, “los santos hábitos” como gustaban en decir, eran como la piel de su condición religiosa; algo que les ayudaba en su camino espiritual; despojarse de ellos era sentirse desnudos de espiritualismo, era como apostatar de su fe y más o menos caminar hacia la condenación.
¿Qué cambia, por ejemplo, en la esencia de la misión de ese obispo de setenta y tantos años si va vestido como un viejecito cualquiera o si exhibe anillo y pectoral por la calle? ¿Va dando ejemplo de algo? Hay que reconocer que si el señor ex cardenal de Madrid, Don Antonio María, saliera mañana a la calle con camisa sin corbata y traje comprado en rebajas nadie le reconocería. Alguno, caso de fijarse en él, diría lo mucho que se parece al señor cardenal. Pero que todo un papa exprese ocupación, quizá preocupación, en recomendar su uso demuestra banalidad: ¿deseo de vuelta al pasado cuando curas y frailes eran algo en la sociedad? ¿Olvido de cuáles son los verdaderos problemas de la Iglesia? ¿Fijaciones propias?
Por una parte, ¿no es mejor, en expresión muy conciliar, acomodarse al signo de los tiempos? Y por otra, ¿no ha cambiado la vestimenta a lo largo de los siglos (en su desdoro hay que decir que, muchas veces, en pro de mayor ostentación, como las célebres cofias monjiles de las Hermanas de la Caridad).
JP-2 podría haber echado la vista atrás, muy atrás, a los primeros tiempos de su Iglesia, y ver cómo vestían sus predecesores. En esto, como en muchos otros aspectos protocolarios, cuando la Iglesia cobró carácter oficial, de obispos para arriba todos quisieron emular a los altos cargos imperiales “para no ser menos que ellos” o precisamente porque eran más que ellos. Ya en tiempos de Teodosio, uno de los emperadores que más favoreció al cristianismo, los empleados de la Iglesia acomodaron sus vestimentas al estilo de los nobles; el papa se coronó de oro; aparecieron trajes con riquísimos bordados y botonaduras ostentosas… hasta llegar al ridículo de cardenales arrastrando capas de varios metros de largo.
Todo eso nos parece hoy día “pavoneo”. Algo ridículo. Y, sobre todo, algo que nada tenía ni tiene que ver con lo que debiera ser esencial.
He asistido a alguna ceremonia “menor” en la Basílica del Vaticano. Y de vez en cuando la TV nos muestra ceremonias solemnes. Más que rito religioso a lo que yo asistí fue a un verdadero espectáculo. ¿Es toda esa parafernalia una función religiosa o una representación teatral? Más tiene de lo segundo que de lo primero.
Lo que debiera preocuparles es el hecho de que la Iglesia, todavía, no puede prescindir de tales ceremoniales, de tales vestimentas y artilugios rituales. Nadie que tenga un verdadero sentido espiritual se puede sentir identificado con esos majestuosos movimientos, ese incensar a diestro y siniestro, esos aspavientos con las manos, ese ponerse y quitarse la enjoyada mitra, esa ostentación de vestiduras de relumbrón… Mataiotes mataiótetos, que dice (en griego) el Eclesiastés. Vanidad de vanidades.
En todo ello hay una falta de sentido común y de sindéresis (acomodar los actos y pensamientos al momento que se vive) impropios de personas sedicentemente juiciosas. No caen en la cuenta de que tales signos y símbolos externos no dicen nada, son una valla interpuesta entre el pueblo y sus altos representantes, incluso un impedimento psicológico que aparta de la verdadera finalidad del rito. Lo grave es el sentimiento de que no pueden hacer otra cosa.
¡Y cuántos hay que añoran esos ceremoniales! ¡Cuántos hay que quisieran volver a ese pasado de rigidez ritual, de prescripción ornamental y de imposiciones talares! Su pensamiento está fijo en objetos y vestimentas: “Ya que hay cruces procesionales y ciriales, habrá que usarlos”; “ya que hay custodias, habrá que emplearlas”; “ya que hay ternos, manteos y capas, habrá que utilizarlos en el tiempo litúrgico correspondiente”…