La apatía, el cáncer de Dios.

¿Y a mí qué me importa si no sé siquiera de qué estáis hablando? Muchos son ya los que, ante asuntos religiosos, callan, no les interesa, prescinden, “pasan”... ¡Cuántas veces hemos oído esa frase al incidir en el asunto "Dios"!
No hay muerte mayor ni más absoluta que la de la ignorancia o el olvido. Dios ha sido una moda mental durante milenios, una inercia de las ideas en tanto llegaba el conocimiento.
En la ausencia de conocimiento, la costumbre lo llenaba todo y Dios ha llenado no sólo la solución de los problemas sino incluso hasta las mismas preguntas por los problemas: Dios, hoy, te sigue preguntando... suelen decir los dignatarios de la credulidad.
Entre esos problemas está “el mal”, sobre todo el mal absoluto, la muerte. Pero, ausente Dios de la niñez, rodeados de la muerte diaria servida a domicilio por gracia de otras gracias más humanas, el hombre ha gritado; al fin se ha hecho grito contra el “Dios compendio”: “¡Hasta aquí hemos llegado!”, ha dicho la humanidad.
El camino que no sirve, no sirve ni siquiera para saber que no sirve: se olvida.
Ese Dios dueño de vidas y haciendas ha impuesto una arbitrariedad secular que ni entendemos ni hoy admitimos. El Dios arbitrario se ha vuelto atrabiliario.
Dicen sus sacerdotes que a Dios no le entendemos, que sus designios no son nuestros designios. No caen en la cuenta sus voceros que el hombre es de vida corta, que si Dios quiere hablar lo tiene que hacer “aquí y ahora”, porque la pretendida salvación es la suya, la propia, la del individuo... y sólo dispone de una vida para conseguirla.
Designios de dos mil años, al hombre de hoy no le sirven. Por eso el hombre es ya capaz de alzarse contra santurrones y gazmoños y gritarles a esos santones que ese “su” Dios se busque un reino de entendederas; un lugar donde los que le oyen le entiendan; un templo donde su voz resuene y quienes le oigan sepan lo que dice.
¿A fin de cuentas no es Dios omnipotente para poder revelarse a cada individuo sin tener que buscarse intermediarios?