Sobre creencias (VII). El ateísmo de Comte-Sponville (IV)
El tercer y último argumento positivo estaría relacionado con nuestro propio deseo e ilusión. ¿Cuál es en realidad la causa de que tanta gente crea en Dios?
Es emocional, y tiene que ver con nuestro deseo de sobrevivir a la muerte y de tener un padre amoroso e infalible. Dios es apetecible. Se puede soñar con Él; es normal que apetezca creer en Dios; que resulte una experiencia gratificante...
Pero nada de ello es una razón para creer. Lo es, en todo caso, para sospechar de este tipo de razones para creer en Dios. No se trata de razones “racionales”, aunque sí profundas, en tanto emocionales y no conscientes.
También preferiríamos creer que se acabarán las guerras, el hambre, la pobreza, las injusticias, pero si alguien anunciara que mañana desaparecerán lo consideraría un iluso que toma sus deseos por realidad.
Nuestro propio deseo de que Dios exista es un elemento de sospecha. “La realidad no acostumbra a satisfacer hasta tal punto nuestras expectativas. ¿Qué es lo que deseamos por encima de todo? Si dejamos de lado los deseos vulgares (…), no morir, o no por completo, o no definitivamente. A continuación, volvernos a encontrar con los seres queridos que hemos perdido. También, que la justicia y la paz acaben por imponerse. Y, finalmente, y quizá sobre todo, ser amados” (p.130). Es justo lo que promete la religión y lo que la convierte en menos creíble, como denunciaron Freud y Nietzsche, entre otros.
Nos interesa la verdad, y no la confundimos con nuestros propios deseos. “La ilusión no se trata de un tipo de error, sino de un determinado tipo de creencia: consiste en creer que algo es verdadero porque se desea con intensidad. No hay nada más humanamente comprensible. Ni más filosóficamente discutible.” (p. 134).
Los argumentos tercero negativo y tercero positivo se refuerzan mutuamente. “Dios es demasiado incomprensible, desde un punto de vista metafísico, como para no dudar de él (¿cómo saber si lo que no se entiende es Dios o una quimera); la religión es demasiado comprensible, desde el punto de vista antropológico, como para no sospechar de ella” (p. 134).
Para poner de manifiesto algo que reconocía Spinoza, a saber que “nos sentimos inclinados por naturaleza a creer fácilmente lo que esperamos, y al contrario, a creer con dificultad lo que tememos” en este tipo de asuntos, pero recuperamos el realismo pragmático en la vida real, Comte-Sponville nos pone un ejemplo. Busca un piso nuevo y espacioso que tenga seis habitaciones y tres baños, que esté en el centro de Manhattan y tenga amplias vistas al Central Park. No han encontrado de momento ninguno que salga por menos de 100.000 dólares, pero está muy seguro de que pronto aparecerá pronto un vendedor con su piso soñado. ¿Lo consideramos un iluso? En realidad, podría no estar equivocado y tener un golpe de suerte… Pero el caso es que no pocas personas que consideran iluso al que tenga tal tipo de fe, comparten otra –quizá bastante más improbable- en la existencia de “un Dios inmortal, omnisciente, todopoderoso y perfectamente bueno y justo.” Si os parece esto más creíble que la existencia de un piso de seis habitaciones en el centro de Nueva York por menos de 100.000 dólares, “quizá tengáis una idea muy reducida de Dios, o una muy elevada de la inmobiliaria” (p.135).
Resumiendo, Comte-Sponville no cree en Dios porque no halla ninguna razón (ni argumento, ni experiencia) a favor de su existencia y sí varias a favor de su inexistencia. Y también por fidelidad, incluso ante “el misterio, el ser, el horror, el mal, la compasión, la misericordia, el humor, la mediocridad... (si Dios nos hubiera creado a su imagen y absolutamente libres, no tendríamos perdón) y, en fin, por lucidez ante nuestros deseos e ilusiones” (p. 136).
Compte-Sponville esclarece que son “sus razones”, que no pretende imponer a nadie, bastándole con reivindicar su derecho a exponerlas libremente y someterlas a discusión. “El fanatismo es confundir la propia fe con un saber o querer imponerla por la fuerza (las dos cosas van siempre juntas: el dogmatismo y el terrorismo se alimentan mutuamente). Doble falta: contra la inteligencia y contra la libertad. Frente a la que hay que responder doblemente: mediante la democracia y mediante la lucidez. (…) La religión es un derecho. Y la irreligión también. (…) Quizá la libertad de pensamiento sea el único bien más precioso que la paz. Porque la paz, sin ella, sería esclavitud” (p.136-137).
Es emocional, y tiene que ver con nuestro deseo de sobrevivir a la muerte y de tener un padre amoroso e infalible. Dios es apetecible. Se puede soñar con Él; es normal que apetezca creer en Dios; que resulte una experiencia gratificante...
Pero nada de ello es una razón para creer. Lo es, en todo caso, para sospechar de este tipo de razones para creer en Dios. No se trata de razones “racionales”, aunque sí profundas, en tanto emocionales y no conscientes.
“Dios, o el sueño absoluto, o el absoluto soñado: un infinito de amor, de justicia y de verdad… Estoy a favor de Dios, como la mayoría de la gente, quiero decir que preferiría que existiese; pero esto no es una razón suficiente para creer en él, e incluso es una muy fuerte para negarse a hacerlo.” “Precisamente porque prefiero que Dios exista tengo fundadas razones para dudar de su existencia.” (129).
También preferiríamos creer que se acabarán las guerras, el hambre, la pobreza, las injusticias, pero si alguien anunciara que mañana desaparecerán lo consideraría un iluso que toma sus deseos por realidad.
Nuestro propio deseo de que Dios exista es un elemento de sospecha. “La realidad no acostumbra a satisfacer hasta tal punto nuestras expectativas. ¿Qué es lo que deseamos por encima de todo? Si dejamos de lado los deseos vulgares (…), no morir, o no por completo, o no definitivamente. A continuación, volvernos a encontrar con los seres queridos que hemos perdido. También, que la justicia y la paz acaben por imponerse. Y, finalmente, y quizá sobre todo, ser amados” (p.130). Es justo lo que promete la religión y lo que la convierte en menos creíble, como denunciaron Freud y Nietzsche, entre otros.
Nos interesa la verdad, y no la confundimos con nuestros propios deseos. “La ilusión no se trata de un tipo de error, sino de un determinado tipo de creencia: consiste en creer que algo es verdadero porque se desea con intensidad. No hay nada más humanamente comprensible. Ni más filosóficamente discutible.” (p. 134).
Los argumentos tercero negativo y tercero positivo se refuerzan mutuamente. “Dios es demasiado incomprensible, desde un punto de vista metafísico, como para no dudar de él (¿cómo saber si lo que no se entiende es Dios o una quimera); la religión es demasiado comprensible, desde el punto de vista antropológico, como para no sospechar de ella” (p. 134).
Para poner de manifiesto algo que reconocía Spinoza, a saber que “nos sentimos inclinados por naturaleza a creer fácilmente lo que esperamos, y al contrario, a creer con dificultad lo que tememos” en este tipo de asuntos, pero recuperamos el realismo pragmático en la vida real, Comte-Sponville nos pone un ejemplo. Busca un piso nuevo y espacioso que tenga seis habitaciones y tres baños, que esté en el centro de Manhattan y tenga amplias vistas al Central Park. No han encontrado de momento ninguno que salga por menos de 100.000 dólares, pero está muy seguro de que pronto aparecerá pronto un vendedor con su piso soñado. ¿Lo consideramos un iluso? En realidad, podría no estar equivocado y tener un golpe de suerte… Pero el caso es que no pocas personas que consideran iluso al que tenga tal tipo de fe, comparten otra –quizá bastante más improbable- en la existencia de “un Dios inmortal, omnisciente, todopoderoso y perfectamente bueno y justo.” Si os parece esto más creíble que la existencia de un piso de seis habitaciones en el centro de Nueva York por menos de 100.000 dólares, “quizá tengáis una idea muy reducida de Dios, o una muy elevada de la inmobiliaria” (p.135).
Resumiendo, Comte-Sponville no cree en Dios porque no halla ninguna razón (ni argumento, ni experiencia) a favor de su existencia y sí varias a favor de su inexistencia. Y también por fidelidad, incluso ante “el misterio, el ser, el horror, el mal, la compasión, la misericordia, el humor, la mediocridad... (si Dios nos hubiera creado a su imagen y absolutamente libres, no tendríamos perdón) y, en fin, por lucidez ante nuestros deseos e ilusiones” (p. 136).
Compte-Sponville esclarece que son “sus razones”, que no pretende imponer a nadie, bastándole con reivindicar su derecho a exponerlas libremente y someterlas a discusión. “El fanatismo es confundir la propia fe con un saber o querer imponerla por la fuerza (las dos cosas van siempre juntas: el dogmatismo y el terrorismo se alimentan mutuamente). Doble falta: contra la inteligencia y contra la libertad. Frente a la que hay que responder doblemente: mediante la democracia y mediante la lucidez. (…) La religión es un derecho. Y la irreligión también. (…) Quizá la libertad de pensamiento sea el único bien más precioso que la paz. Porque la paz, sin ella, sería esclavitud” (p.136-137).