¡Hay tanto escrito sobre Jesús!

Si se depurara todo aquello que se ha ido amontonando en torno a la figura de Jesús tras dos mil años de cristianismo, lo referido al personaje real sería bien poco. Precisamente gracias a esa inmensa cantidad de material amontonado, material pretendidamente biográfico, conocemos las únicas fuentes de que se puede servir un historiador para acceder al personaje: determinados fragamentos de cartas y evangelios.

Al igual que sucede con otros héroes del pasado remoto, las fuentes históricas son de tres, quizá cuatro clases: testimonios de quienes lo conocieron; relatos posteriores a su muerte presuponiendo la fiabilidad de los mismos; fuentes escritas de historiadores contemporáneos ajenos a su entorno; posible material arqueológico o epigráfico de cualquier clase que tenga relación con él.

Para acercarse a los testimonios legados sobre Jesús, los investigadores dicen someterse a determinados criterios, más que nada para conseguir validar dichas fuentes, especialmente las fuentes escritas emanadas del ámbito de Jesús. Son fundamentalmente los que siguen:

criterio de dificultad o de contrariedad (datos incómodos, embarazosos o disfuncionales);
criterio del testimonio múltiple (coincidencia de testimonios, lo cual supone una crítica previa profunda de las fuentes cristianas; búsqueda de datos de mayor antigüedad, por ser más fiables):
criterio de la explicación necesaria (datos relacionados o que corroboran otros ya seguros);
criterio de la discontinuidad (poco fiable, dilucidaría lo que no hay de judío en el mensaje de Jesús para que surja el cristianismo);
criterio de la coherencia (lo que hay de continuo entre el mensaje de Jesús y la posteridad);
otros criterios menores (referidos a escritos dudosos)

Podríamos añadir otro de nuestra propia cosecha, cual pudiera ser un criterio posibilista, un criterio de probabilidad, como un regreso al sentido común: conocidos otros datos de esa misma época, la pregunta a responder sería si tal conducta, tales hechos y tales dichos se pueden encuadrar en tal ambiente o más bien son ficción forjada por fuentes anacrónicas.

¿Qué tenemos del Jesús viviente? ¿Qué fuentes de las citadas se pueden manejar? ¿Cómo aplicar criterios a las mismas?

Fundamentalmente se dispone de escritos de los seguidores de su doctrina y apenas alguna que otra cita en fuentes ajenas.

Precisamente es aquí donde comienza el problema, que no es otro que certificar la autenticidad de dichas fuentes. Labor de eruditos. Labor de asignar un “locus” a cada uno de los escritos e incluso a cada uno de los párrafos de los mismos. Incluso aquellos que se presuponen escritos por un testigo presencial, por ejemplo el autor de Hechos de los Apóstoles, no superan la crítica por su carácter tendencioso, por estar escritos siguiendo determinados prejuicios.

Adelantando conclusiones, podemos decir que todos los investigadores –especialmente los analistas de textos y filólogos— así como diversos historiadores ajenos a creencias cristianas pero con la honradez intelectual para sostener lo que se desprende de los escritos “sagrados”, coinciden en señalar que la mayor parte de los escritos sobre Jesús son reelaboraciones, al menos cuatro, sobre fuentes primerizas perdidas.

Con ello la figura histórica de Jesús más depende de interpretaciones posibilistas que de datos absolutamente ciertos. En la proporción debida, muy pocos son los datos fiables extractados de Evangelios y Cartas que se pueden sostener como ciertos, respecto al personaje “Jesús”.

Podrá decir el creyente fiel que nada de eso le afecta: él “cree” en Jesús; cree que nació de Santa María virgen por obra del E.S.; cree en su historicidad porque su época fue la de los emperadores Octavio Augusto y Tiberio (Jesús encarnado en la historia); cree que murió por salvarnos, etc. etc.

Podrá decir todo eso y amontonar toda la literatura posterior… pero jamás podrá, con su fe y su credo, convencer a un investigador perspicaz, de que el Jesús en el que cree fue un personaje real.

El credo que recita en las ceremonias eucarísticas no se podrá referir al Jesús que deambuló por Palestina sino al otro, al que crearon Pablo de Tarso, los Sinópticos, el evangelio de Juan o el aludido en los Hechos de los Apóstoles. Ese personaje no existió.

¿Lo hemos dicho alguna vez en este blog? Quizá, pero tendremos que repetirlo hasta que haya alguno que caiga en la cuenta: el Jesucristo que desprenden los Evangelios es un mito más, algo distinto, sí, de los dioses que pululaban por esas tierras helenizadas. Distinto aunque acomodado a las vivencias y modos de vida de las gentes que poblaban el Imperio, cuando no remedo de otros dioses.
Volver arriba