Lo paranormal, lo inexplicable y lo increíble.


En lo que se sabe como cierto, lo que se ignora por desconocido o incognoscible, lo que se sospecha como verosímil, lo que se cree sin buscar comprobaciones: en este complejo mundo del conocimiento es por donde se mueven los humanos.

Todos hemos sido testigos o hemos tenido conocimiento de hechos, especialmente mentales, que superan lo inmediatamente comprensible. Se dan, existen… pero no tenemos explicación. Y es aquí donde hay que suspender el juicio, por no saber sus causas. Lo que no se pueden admitir son las explicaciones inmediatas, baratas y facilonas del influjo divino –profecías, adivinaciones, inspiraciones, levitaciones, etc.--, entre otras cosas porque para ello habría que demostrar la existencia de seres inmateriales que influyen en el pensamiento, en la imaginación y la conducta de los humanos.

Si ya es difícil explicar todos esos fenómenos, añádase buscar explicación para estos seres como dioses, ángeles y demonios. No basta con creer que existen, hay que confirmar su existencia. Y los hechos no normales no son causa explicativa de esos seres cuando menos raros.

Lo absurdo, lo inexplicado, lo inverosímil… se cree (el credo quia absurdum, de Tertuliano); lo verídico o lo comprobado... se sabe y se aprende. Éste es y ha sido el sempiterno enfrentamiento entre ciencia y creencia, entre teología y cosmología o biología o psicología. Los apologistas de la religión, lógicamente, han tratado de hacer ver que no es que no exista oposición, es que se da complementariedad entre ciencia y religión.

El cristiano, frente a las preguntas esenciales de la vida, conoce todas las respuestas… ¡porque Dios se las ha dicho! Y así lo cree. La ciencia no. Frente al universo, el científico se queda perplejo y sigue y sigue preguntando y buscando nuevas vías de conocimiento y elucubrando posibles respuestas. Frente al sentido de la vida –si es que la vida puede tener sentido entendido éste como finalidad—la religión ha dado todas sus respuestas. La ciencia no. La ciencia sigue colaborando con la vida, buscando cómo hacerla posible y cómo protegerla y sostenerla.

La religión llegó a la verdad desde el principio. La ciencia, al confesar que no sabe, está en perpetua búsqueda, renovando metodología y metas. Puntos distintos de partida, metodología independiente, finalidades divergentes… ¿qué tienen en común religión y ciencia? Sí, hay algo en común, el objeto y el sujeto: el hombre, nada más, algo que no concluye en coincidencia científica, porque las conclusiones son divergentes.

Objetan que, en el hombre, no todo son necesidades materiales –no sólo de pan vive el hombre—, necesidades que trata de cubrir la ciencia; que también hemos de prestar atención a las necesidades espirituales o existenciales. Nuestro bienestar depende, por tanto, de saber afrontar sufrimientos, muerte, culpa, depresión, sinsentido… (preocupaciones existenciales). Asimismo, dicen, necesitamos saber lo que es bueno para nosotros, hacia qué metas debemos esforzarnos y cómo debemos tratar a los demás (preocupaciones morales).

De acuerdo, pero… ¿todo eso lo proporciona o solventa la religión? En modo alguno. Hay otros medios y modos de afrontar las preocupaciones del hombre. Y hay otro sustento para las funciones mentales del hombre.

Respecto a la ciencia, sabemos porque así la historia conocida así lo dice, que la Iglesia, durante siglos, se apropió y tuvo en sus manos el monopolio de la misma. Y así transcurrieron siglos. Y la ciencia apenas progresó. Cuando ésta se hizo independiente y pudo caminar sin la tutela, por no decir liberada de la fe, avanzó en cien años más que en los mil anteriores.

Curioso es que digan los creyentes defensores de su amada Iglesia que la religión no pretende dar explicaciones de la Naturaleza o la vida, que no es ésa su función. Eso es ahora, cuando ya no es nada en cuestiones científicas... ni en muchos otros espacios que antes colonizaba. La Historia enseña lo contrario: durante siglos se entrometió en terrenos que no eran, mejor, que tampoco hoy son suyos.

Y se sigue entrometiendo, especialmente en lo que toca a la supuesta relación del “alma” con el cuerpo, como es el caso de todo lo relacionado con la procreación. En una leve mueca por congraciarse con las ciencias de la vida, dice la Iglesia que la Biología ha de respetar las leyes eternas, “naturales”, prescritas por Dios.

Hoy como ayer, cae la Iglesia en el más soberbio ridículo, el ridículo en que se mantuvo durante siglos. Son las mismas razones por las que deberían estar prohibidos los aviones (véase que son las mismas conclusiones de los "investigadores" medievales sobre ciencias naturales, que si Dios hubiese querido que el hombre volara, le habría concedido alas); tampoco los submarinos ni los coches ni las centrales eléctricas, que ya tenemos la luz del sol y la luna…

Lo mismo en cuestiones biológicas. ¿Cuál ha sido la postura inicial de la Iglesia respecto a la fecundación artificial? ¿Y respecto a los anticonceptivos? ¿Cuál fue su postura durante siglos respecto al "goce del amor"? (Thologia Moralis, San Alfonso Mª de Ligorio, muerto en 1787)

Hoy parece que el cansancio ha causado efectos letales en las seseras de los próceres y sesudos pastores de la Iglesia y aceptan los hechos consumados con numerosos “síes pero”.

Aunque desde perspectivas religiosas, merece la pena el artículo de José María Vigil (claretiano), ‘Errores sobre el mundo que redundan en errores sobre Dios. Los desafíos de la nueva cosmología como tareas para la teología y la espiritualidad’. 2015. No puedo ofrecer el enlace.
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