La post-modernidad que nunca llegó a la Iglesia.

¿Qué es lo que denigran hoy día los jerarcas vestidos de blanco o púrpura cuando despectivamente se refieren a la post-modernidad?

Estaría por decir que ni ellos mismos lo saben. ¿Es malo que el antes pueblo fiel prefiera la escapada de los agobios urbanitas a una procesión de "ramos" ajados? ¿Es malo que los jóvenes casaderos se unan sin el marchamo sacramental? ¿Es malo que se deje de lado un alimento que no alimenta teniendo al lado pinchos semanasanteros tan sabrosos y risas festivas más jocundas que el "risus paschalis"?

Pues aunque digan que falta profundidad en nuestra vida de ahora, lo que la gente quiere es salir del pozo oscuro donde la religión celebra sus ritos seculares y donde ha tenido sumido al pueblo durante lustros, decenios y centurias.

Curiosamente el empujón del Vaticano II les unció al carro de la postmodernidad y pretendieron alzar el vuelo con las alas del espíritu nuevo, el espíritu moderno.

Ahora, sin embargo, se apartan de quienes pusieron toda su savia en ser postmodernos creyentes como si de apestados se tratara.

De tal forma se incardinaron en el mundo secular que algunos nos temimos que la Iglesia se convirtiera en el Partido Político de Dios o en la escuela freudiana-junguiana-lacaniana de curación por el espíritu.

En ese tiempo, los “amigos de Dios” llegaron a copiarlo todo, hasta el estilo folklorista de Hare-Krishna, con guitarras, címbalos y unión de manos en las liturgias.

Ahora, en cambio, lo que proliferan son los rosarios de pétalos de rosa y la fotos de su jerarca supremamente embebido en pasar las cuentas de la ristra. O serenamente inclinado en su mesa de trabajo firmando y afirmando sus seguros éxitos editoriales.
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