Los preceptos morales dentro de cada uno.

La colonización religiosa lo abarca todo, porque el secuestro no es de una u otra parcela de la vida, sino de la totalidad del hombre. Entre las preguntas que al hombre le acechan continuamente desde que en él nace la conciencia, una de ellas es la relacionada con la moralidad, con las reglas del vivir, con las normas a cumplir si quiere sentirse integrado en la sociedad de la que forma parte y, en cierto modo, a la que sirve.

Lógicamente la religión ha tratado de monopolizar los asuntos de la moralidad, con todo lo que ésta conlleva: honradez, virtud, justicia,  rectitud de vida, conformidad con las normas y conciencia de las mismas, etc. Por supuesto,  no se puede vituperar y es encomiable que una institución social ponga el énfasis de sus preocupaciones, de sus mensaje y actuaciones en el respeto y cumplimiento de las normas éticas y sociales, como hace la Iglesia Cristiana tanto en sus textos fundacionales como en la predicación corriente.

Pero hemos de tener claros tres aspectos en dicha preocupación: primero, que es el hombre, su conciencia, y la sociedad, con sus normas y leyes positivas, quienes perciben dentro de sí mismos y quienes forjan el entramado ético que rige la vida; segundo, que una religión no puede pretender erigirse en sustentadora única de la conducta moral, como si, fuera de ella, lo que rigiera fuese la satisfacción de los instintos humanos ; y tercero, que ella misma elabora su propio “corpus” ético dentro del cual se hallan mandamientos que muchas veces  inciden en el sojuzgamiento de la persona y de la sociedad.

Nos referimos, primero, a la propia persona.  Cierto es que se dan varios estadios en el desarrollo de la conciencia moral, pero desde muy pronto los niños perciben dentro de sí y tienen claro cuál lo bueno y lo malo, la buena conducta y la mala. Incluso saben cuándo y cómo hay que respetar las normas que ellos mismos establecen en sus juegos.

Cuando el hombre se va haciendo adulto, la moralidad debe regirse por una única actitud, la de pensar por uno mismo. La ley y las normas no son algo que exista fuera de nosotros y tuvieran que venir personas ajenas, los sacerdotes por ejemplo, a mostrárnoslas y a imponerlas.  Dentro de cada uno están la percepción, el conocimiento y el cumplimiento de las normas de vida,  que se resumen en un solo término, la responsabilidad.  

El incumplimiento conlleva penas psicológicas, como el remordimiento, la angustia y el temor, suficientes para encauzar la ruta moral.  Y cuando aquellas no son suficientes y trascienden el ámbito privado, ahí están las normas sociales y las leyes para poner coto al desvarío.

La religión, incluso en su forma más elaborada, en esencia infantiliza nuestra identidad ética estableciendo árbitros infalibles de la moral, que nos precaven contra tentadores irredimiblemente inmorales por encima de nosotros. Para ello, elabora todo un universo de padres eternos que nos hacen conocer el bien y el mal y que nos hacen distinguir la luz de las tinieblas. Es el reino sobrenatural de donde todo proviene y a donde nuestros actos nos conducen.

Predican que nadie puede tomar decisiones éticas si no existe un reglamento divino o un juez eterno. En consecuencia, dicen, la incredulidad conducirá hacia el relativismo cultural, hacia la muerte de la conciencia. Sin embargo, lo que realmente arrastra a ese relativismo es el tercer aspecto que hemos señalado en las religiones, que elaboran un corpus específico sin el cual nadie podrá alcanzar la salvación.

Por poner un ejemplo dentro de nuestro mundo católico,  compárense  algunos “mandamientos” del Decálogo (casi todos de Ley Natural) con los cinco Mandamientos de la Iglesia (1).  Y no hablemos de esas religiones que prescriben ablaciones y circuncisiones aberrantes o incitan a los estados a pasar por alto todos los derechos humanos en pro de los preceptos marcados por el Fundador. Precisamente entre esos regímenes políticos que hacen suya la prédica religiosa están muchos de los más autoritarios, dictatoriales o fascistas del mundo.

La actitud ética para desdeñar factores externos que marquen las pautas morales no puede desarrollarse ni, menos, vivir sin un mundo de libertad.  Sin libertad no hay conciencia moral propia.  Por supuesto que la libertad, en sí, no es la respuesta a la moralidad porque no hay libertad en la realización del mal sino compulsión.  La libertad es el terreno donde se toman decisiones y se definen y defienden valores. Si echamos la vista atrás en la historia de Europa, ha sido la libertad intelectual la que se ha alzado no tanto contra el Estado sino contra las restricciones de la Iglesia, católica o protestante.  

A pesar de titularse creyente, caso paradigmático fue Voltaire (1694-1778) en su batalla contra el estamento clerical y sus soflamas.  Hoy nos toca a nosotros hacer esa revolución en la que cada uno puede desempeñar el pequeño papel de pensar por sí mismo y vivir en libertad.  No se necesitan dogmas para vivir bien ni guías que nos recuerden el camino.  Ni tampoco cielos como refuerzo de conducta o infiernos como preventivo de acciones descarriadas.

La canción: imagina que el cielo no existe. 

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[1] Recordemos: 1.- Oír misa entera…  2.- Confesión…  3.- Comulgar por Pascua…  4.- Ayuno y abstinencia… 5.- Ayudar a la Iglesia…

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