La semilla del odio.

El odio es en primer término un discurso racional verbalizado, un enunciado de descalificación hacia quien se opone a determinadas ideas. En quien no tiene pensamiento propio digno de llamarse tal, dicho pensamiento que llamamos odio, se traduce en acción, en hechos concretos. Éste no tiene otra forma de manifestar su odio que con la agresión física.
Primero son las ideas y luego la acción. La acción no surge porque sí, ha de tener un sustento previo para sentirse legitimada. Generalmente no son los que profieren pensamientos de odio quienes los traducen en actos agresivos. Son las mesnadas de descerebrados quienes se encargan de ello.
De ahí la malignidad de determinadas ideas. Y de ahí lo que aquí decimos con frecuencia: no todas las ideas son defendibles. De hecho el Código Penal las persigue. En nuestros días, aplicamos este criterio al nacionalismo, que siempre es excluyente y discriminador, fuente permanente de segregación.
No vamos a seguir con esta idea que hemos visto traducida en infinidad de hechos que la historia recoge y de los que, hoy, los diarios y telediarios hacen portada. El último la muerte de un ciudadano, Víctor Láinez, en Zaragoza. El alimento de su asesino, el odio hacia cualquier signo identificador de lo español, o de lo que sea, nutrido con ideas excluyentes.
Otros foros hay que ya diseccionan estos hechos. Nuestro ámbito es el de la religión y, en concreto, el cristianismo, hoy sustentado con mensajes de paz y amor y en otros tiempos con odio al disidente, fuera hereje o pagano. No digan que el Evangelio y las Cartas de San Pablo excluyen todo sentimiento de odio, discriminación, exclusión o xenofobia. En dichos textos hay de todo y argumentos para todo. En la mente de cualquiera que haya leído dichos escritos están las referencias. No digamos si el discente se ha sumergido en el Antiguo Testamento y ha tomado como guía el Dios de Abraham.
Dígase lo mismo del Corán y las interpretaciones que de determinados suras hacen los ulemas de turno que alimentan las mentes descerebradas de quienes quieren pasar a la posteridad por haber reventado una discoteca, asolado una plaza o saltado por los aires en trozos acompañados de desprevenidos viandantes.
Hablábamos en días pasados de los inicios amorosos del cristianismo. Si el mensaje de paz y amor hubiera sido unívoco, no recordaríamos hoy tanta muerte y tanta destrucción como propició el cristianismo. Ni tendríamos que pensar de otro modo sobre Ambrosio, Teófilo, Juan Crisóstomo o Cirilo de Alejandría. Ni descubrir la cantidad de bandas de monjes asesinos como generó ese cristianismo de bienaventuranzas evangélicas.
Los fieles que los cristianos llamaron paganos, vivían y se nutrían tanto del mensaje que los sacerdotes de las religiones existentes les transmitían como de los símbolos que por doquier veían. Gozaban con las reuniones en sus templos; los que luego los cristianos llamaron ídolos les servían a ellos de espejo para la virtud; las historias religiosas, para los cristianos “mitos”, les servían como esclarecimiento del sentido de las cosas... No existía en sus creencias ni malignidad ni discriminación. Pero llegaron los cristianos.
Vlassis Rassias nos ofrece suficiente información (¡Demoledlos!). Primero vino la burla y el desprecio por los ídolos: ideas. Y de éstas, la destrucción por ejemplo del templo de Serapis y un mitraeo en Alejandría (año 389). Lógicamente los fieles se sublevaron y se dejaron llevar por la cólera. Consecuencia final, cantidad de muertos por ambas partes.
La historia (comienzos del siglo V) también nos refiere cómo en Sufetula (norte de África) las bandas de monjes cristianos fanáticos destrozaron la estatua de Hércules, que era el dios titular de la ciudad, un agravio que supuso la muerte de más de sesenta personas.
Hablábamos antes de Juan Crisóstomo. Él fue, con los maravillosos discursos que su “boca de oro” profería, quien indujo a esas bandas de monjes fanáticos a profanar y destruir gran cantidad de santuarios de las montañas de Fenicia, territorio costero en zonas hoy de Israel, Siria y Líbano.
Ése era el mensaje de paz y amor que se propagó por medio de la espada, hoy bombas adosadas a la cintura y al pecho o barras de hierro con que solventar asuntos regionales. ¿Por qué el cristianismo primero se comportó así y sin embargo no se sabe que las otras religiones recurrieran a los mismos métodos? No hay otra razón que el odio inoculado por “grandes” pensadores, ésos que hoy la Iglesia presenta a la devoción de los fieles como santos o como Padres de la Iglesia.
Quien no aborrece ese pasado de terror, se hace reo de él. A la Iglesia primitiva no le hacía falta acudir a esos medios coactivos para crecer. Lo grave del asunto es que para muchos, sin distinguir tiempos y en nuestros días, es esa Iglesia primitiva la que deviene en modelo de espiritualidad, de pensamiento y de conducta. Quizá añoren los nidos de antaño.