La sociabilidad del ungido.

Después de unos años apartado o alejado profesionalmente, he vuelto a tener “cierta” relación con el estamento clerical. No diré más por precaución ante aquellos que guardan en el archivo de su memoria mis expansiones, ni diré el cuándo, dónde, cómo ni porqué. 

Por momentos he recordado lo que ya manifesté en tiempos muy pasados sobre la relación con dicho estamento, aunque alguien podría decir que son apreciaciones personales y que las mismas proceden de una personalidad también distante y huidiza, pero… Drewermann me viene a dar la razón en muchos aspectos de la personalidad del clérigo.

Es un asunto que no deja de crear cierta inquietud en el interlocutor que traba conversación con un cura, un fraile o una monja, en general con cualquier “consagrado a Dios” y que lleva a pensar y a veces dudar de la autenticidad de los sentimientos que determinados miembros seculares o regulares manifiestan en su relación con las personas “de la calle”, especialmente aquellos sentimientos que tienen que ver con el afecto y la demostración del mismo.

Dan la sensación de lejanía, de separación, como si se alzara un muro entre interlocutores. Es cierto que las últimas hornadas quieren mostrarse cercanos, abiertos, coloquiales… pero allá en el fondo se nota que también buscan preservar la intimidad. ¿No habrá algo más? ¿No se puede interpretar esto como defensa o como carencia?

Dado que ellos, porque su función así lo norma, no pueden odiar, vituperar, maldecir, mostrar enojo… --tampoco amar “more humano”--,  la generalización de la represión sentimental tiene esos otros efectos, como mostrar cercanía, empatía, cariño.  Es más, dado que desde sus primeros años de formación les han inculcado esa segregación del mundo y el círculo en el que se mueven lo propicia, llega un momento en que la interiorización de la función asumida se hace hábito de conducta.  

Con lo cual llegamos a lo que vulgarmente vemos: es difícil descubrir la verdadera personalidad del consagrado al Señor, porque no se manifiesta nunca como es. Y difícilmente se puede mantener una amistad humanamente duradera con quien ha elegido la soledad interior, a solas con Dios, como ambiente vital. Y no se manifiestan ni como son ni como quisieran,  precisamente por eso, porque el cargo, la función, la vivencia de su estatus se lo impide.  

¿Cómo viven ellos tal situación?  No bien, desde luego, porque al fin y al cabo proceden de una familia, ven cómo son las relaciones normales entre gente normal y, en el fondo, quisieran ser como ellos o ser considerados como ellos. Es de suponer que eso les tiene que producir, hablando en términos metafóricos, como un “sordera mental”. Y por la misma razón, todo lo que atañe a la relación humana es vivido y sentido etéreamente, como entre algodones, “en teoría”. A la fuerza se tienen que sentir extraños a este mundo, incomprendidos.  

Este estado de ánimo deriva necesariamente en un complejo de alienación de sí mismos. Lo que se percibe en las relaciones interpersonales deriva de una situación anímica cuando menos desestructurada. Perciben su yo pero no lo encuentran. Por ejemplo, la vivencia de sus propias sensaciones corporales. El cuerpo es algo “a superar”, “a dominar”, “a no dejarse llevar por sus impulsos y deseos”.

Paradójicamente los defensores de la teoría del alma, los que buscan ardientemente que sea el alma la rectora de su vida, no encuentran el cuerpo. Y el cuerpo tiene sus propias pulsiones con frecuencia reprimidas y sin curso posible de expresión. Es el caso de una de las fuerzas más poderosas del psiquismo, la sexualidad: se vive como algo viscoso, algo a reprimir, con un legado de gran peso que consideraba “todo eso” algo impuro…

Bien es verdad que justifican su situación diciendo que asumen el ideal de perfección a que han sido llamados, pero también “puede” ser cierto que vivan con el espanto de pensar  que no son ellos los que deciden qué y cómo quieren ser, sino el medio social al que se adscriben. Precisamente eso es lo que constituye la alienación, el dejar que sea la organización, a fin y a la  postre, el jefe, quien decida por ellos.

No otra cosa sucede dentro de una banda de matones o en el partido más radical de corte fascista o ultra izquierdista. Lo que comenzó en un deseo de integración teñido de cierto miedo al rechazo, termina siendo intimidación y plegamiento a una fuerza que constriñe. El consagrado personaliza opiniones e intereses del medio en que milita pero individualizando el punto de vista ajeno y erigiéndolo en realización personal.

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