¿A dónde vas, Iglesia?

De vez en cuando, compañeros de colegio de hace siglos, nos reunimos a charlar de nuestros asuntos y no podemos por menos que recordar a quienes fueron nuestros profesores, frailes todos de la Congregación SS.CC. de Miranda de Ebro, especialmente cuando alguno de ellos desfila para dar cuenta de su vida no se sabe si ante Osiris, Hades o Tánatos o ante el Juez de vivos y muertos.

En una reunión de fin de semana, comentábamos el papel de la Iglesia en nuestra sociedad y alguien, a la vista del avejentamiento de clero y fieles, afirmó: “¡Es que dentro de una generación la Iglesia española ha desaparecido!”.  Me dejó pensativo: una generación. No creo que haya tal “peligro” inminente para la Iglesia, pero es un hecho que la edad media del clero español supera los 65 años y que la edad media de los fieles en España es quizá mayor. ¿Una generación? ¿25, 30 años?

La Iglesia católica –deberíamos decir cristiana, porque el mismo mal aqueja a la protestante--, la religión de nuestro Occidente desarrollado, sufre una enfermedad muy grave que terminará por reducirla a la mínima expresión, si no por aniquilarla. Decimos “de Occidente” englobando en este término los países con mayor bienestar social, con mayor renta per cápita, mayor índice cultural, con educación escolar plena y generalizada, con mayores garantías jurídicas y democracias mal que bien consolidadas.

Es una enfermedad multifacética, enfermedad que reúne todos los males que aquejan a cualquier entidad avejentada, sin renuevo y lastrada por la esclerosis. Sin ánimo alguno de ser completa la relación, porque nunca lo puede ser, los allí reunidos comentábamos los numerosos síntomas que componen el síndrome de “vejez crédula”.

El primero que salió a relucir, porque en él nos encontrábamos también nosotros, fue el “virus biológico”, aquel que afecta a todo ser humano que va cumpliendo años, con los estigmas inherentes a la vejez. Pero fueron desgranándose otros muchos síntomas que daban cuenta de cómo la Iglesia padece un síndrome multifacético de vejez crédula.

En su relación con la sociedad, comentábamos los sondeos del CIS relacionados con la religión: la Iglesia está en el índice más bajo de popularidad. No sólo eso sino que la Iglesia sufre un enorme rechazo social, no en de todos sus miembros, por supuesto, porque son muchísimos los “párrocos de base” que son apreciados y defendidos por la propia grey,  ni de todas sus actividades, muchas de ellas encomiables, pero sí un rechazo de lo que el pueblo entiende por “iglesia católica”, Vaticano, papa, obispos, ritos, poder…

 Como no podía ser menos, necesariamente hubimos de hincar el diente en el porqué de tal regresión, que no afecta sólo a los encargados de difundir la doctrina cristiana sino que hace referencia al mismo mensaje “salvador”. La conclusión general es que su mensaje ya no cala en la sociedad.

Y salieron a relucir algunos de esos motivos, como la proliferación de símbolos que agobian y nada dicen; la inadecuación de la doctrina salvadora a los problemas individuales y sociales, la doctrina misma que no se desliga de su origen mitológico y agrario, ofrecer remedios volátiles a problemas acuciantes. Dígase lo mismo del ritualismo en el que han caído sus ceremonias, con ritos vacíos de contenido o incomprensibles, en algunos casos tintados de folklorismo.

Hay otros motivos que se refieren a la defensa que la organización religiosa cristiana hace de sí misma con métodos o medios que caen en el autismo y el solipsismo, como si quisieran auto medicarse con recetas seculares. Es lo que podríamos denominar “complejo de caracol” que supone, a la mínima dificultad u oposición, regresar a los cuarteles de invierno cuando en la sociedad despunta la primavera.

A veces salen de su reducto y quisieran incardinarse en esa sociedad que les da de lado y ante los problemas sociales se inmiscuyen en asuntos que a una sociedad religiosa no le competen, lo cual provoca una nueva repulsa social.  

En una colectividad desarrollada como la nuestra, resultan extraños dos hechos que a la Iglesia le afectan, el primero la falta de democracia interna y el otro la exclusión lacerante de la mujer. Lo saben, pero se sienten impotentes para poner remedio.  Es la Iglesia una sociedad como otra cualquiera, cuyo negocio es la administración de la fe con una burocracia fundamentalmente antropocéntrica, es decir, formada y regida por varones.

Otros asuntos más peliagudos salieron a relucir. En reuniones tales, generalmente los temas que despuntan no suelen ser laudatorios, pero sucede que en la Iglesia hay muchos que rozan la delincuencia, el despilfarro, el nepotismo o cierta transgresión de los usos sociales. ¿Cómo entender los medios espurios que ha usado la religión para regir la sociedad? ¿O ese peso opresivo que históricamente  ha ejercido? ¿O la alianza sistemática con el poder, su compostura ante él e incluso su absolución? ¿Y esa desmesura en la ostentación de poder temporal en siglos pasados y hoy erigiéndose como estado, el Vaticano?

Una última consideración queda por reflejar, cual es el inmenso patrimonio que detenta la Iglesia, como vemos en España. Es tan grande que la Iglesia se siente incapaz de mantenerlo o restaurarlo, pero que supone una dejadez patrimonial y en algunos casos chantaje a la sociedad, a los concejos o al Estado.

Peliagudo problema, porque si bien las catedrales o edificios civiles matriculados a su nombre se mantienen solos, hay muchos conventos, templos o ermitas que son patrimonio cultural y que, abandonados, pueden terminar en ruina, como sucedió en el s. XIX a raíz de las desamortizaciones. Hay ocasiones en que terminan, hoy día, en suculento negocio cuando pasan a manos particulares.

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