Lo que Dios ha Unido...

La frase es de dominio público, y a su sombra se han cometido y cometen innumerables tropelías éticas y aún morales. Así como suena, y en la simple interpretación basada en la literalidad de términos tan sagrados y todopoderosos como “Dios”, “hombre”, ”mujer”, “unión y separación” y “ felicidad en esta vida y en la otra”, se hacen imprescindibles una y muchas reflexiones que contribuyan a colocar las cosas en su sitio . Me ahorro advertir que la empresa no es fácil, aún al claror de interpretaciones sensatas y benignas, tanto cívico- sociales como teológico- pastorales.
Pero el tema es de incuestionable trascendencia, merecedor de que se corran ciertos riesgos personales, si ellos fueron antes ofrendados en el altar de la comprensión y en el de la idea de renovación a la que los seres humanos y sus instituciones como tales han de subordinarse, por aquello de que el servicio al pueblo -también Pueblo de Dios- es lo que siempre habrá de primar sobre cualquier contingencia.
Dios es Dios y ya está. Con la ventaja teológica por todos sus costados de que además es un Dios por esencia, potencia y presencia al que la catequesis popular trata, rinde culto e invoca encarnado en Cristo Jesús, padre y hermano mayor. Otra idea de Dios puede no haber sido ni ser cristiana por naturaleza, sometida a falsificaciones e interpretaciones paganamente interesadas al servicio de personas e instituciones.
Los conceptos “hombre” y “mujer” no precisan comentario en cualquier contexto mínimamente humanístico y más en el eclesial. Uno -hombre, y otra -mujer-, son seres humanos, justificación sublime de la obra creada y de la redención de Cristo Jesús.
La palabra “unión” –común unión en cristiano-, tampoco merecería comentario ni etimológico ni filosófico, si en la práctica no fuera una de las más invocadas, pero a la vez, de las más denostadas, profanadas y vituperadas. La palabra “unión” es la que en menor proporción es practicada, también en el sacrosanto recinto de las religiones, sin excepción de la cristiana.
Unir e identificar a Dios en el matrimonio, hasta aseverar apodícticamente que lo que Él ha unido habrá de perdurar para siempre en esta y en la otra vida, da la impresión de constituir una audacia y un atrevimiento, impropios de seres pensantes. A la realidad del aserto sería posible acercarse con las respuestas serias y fiables a preguntas como estas: ¿Pero es correcto confundir a Dios sólo o fundamentalmente con el rito que incluye la celebración canónica del matrimonio, hasta el punto de que el ceremonial es lo que hace a Dios presente y actuante? ¿Qué papel se le obliga hacer a Dios cuando a tantos matrimonios no los unió Él, sino el dinero y los cálculos comerciales o sociales exquisitamente elaborados por familiares y amigos y por los mismos contrayentes¿¿Es sensato y digno seguir confundiendo a Dios fundamentalmente con el ejercicio legal del sexo, desnaturalizado y soez, que fue causa y motivo principal que llevó a no pocos contrayentes al altar, o a los juzgados, a casarse por lo civil o por lo canónico?¿Es que hay otra forma de hacer presente a Dios para unir a los cónyuges a perpetuidad si no es la del amor con todos sus pensamientos, sentimientos y proyectos en signos ortográficos y en letras mayúsculas?¿Es acaso exagerado destacar que el amor-amor –es decir, Dios- no siempre ni en todos los matrimonios fue su argumento y justificación? ¿Cómo con tales prenotandos y estadísticas es posible seguir dogmatizando al pie de la letra la llamada indisolubilidad del matrimonio, de la que a veces y “en el nombre sacrosanto de Dios” se dictan sentencias de nulidad, descubiertas y sancionadas por hombres de la Iglesia que se dice que actúan como sus representantes en virtud de su vocación y nombramientos canónicos?
En los tiempos actuales en los que, nos guste o no, nada o muy poco, es indisoluble en la vida -“que no se puede separar”-, con las apreciaciones expuestas, seguramente que habrán de ser más los cristianos que, en situación de divorcio o separación por causas bien fundamentadas, esperen de la autoridad eclesiástica medidas salvadoras de comprensión y entendimiento, con el fin de que al drama que todo fracaso matrimonial conlleva, no sea necesario añadirle este otro de la incomprensión y de la falta de justicia por parte de hombres de la Iglesia. Son muchos ya los que esperan que la misma comprobación del fracaso e infortunio real del matrimonio –convivencia a los ojos de Dios y de la conciencia, acuse y proclame su disolución a los de la sociedad y también a los de la Iglesia.
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