Clamor por los hijos del hambre en GAZA ¿Quién dará pan a los ángeles caídos?

"La carta del cardenal Claudio Gugerotti al patriarca latino de Jerusalén, Pierbattista Pizzaballa, me ha resonado como un grito de conciencia en medio del estruendo de las armas"
"Su denuncia de la 'vergüenza de no ser capaces de poner fin a esta barbarie' y su súplica para que 'Dios irrumpa entre esta multitud de sordos y ciegos' nos interpelan directamente"
"Este texto nace como eco de ese clamor, como plegaria y como denuncia"
'Los almacenes están llenos. /Las bocas, vacías'
"Este texto nace como eco de ese clamor, como plegaria y como denuncia"
'Los almacenes están llenos. /Las bocas, vacías'
La carta del cardenal Claudio Gugerotti al patriarca latino de Jerusalén, Pierbattista Pizzaballa, me ha resonado como un grito de conciencia en medio del estruendo de las armas. Su denuncia de la “vergüenza de no ser capaces de poner fin a esta barbarie” y su súplica para que “Dios irrumpa entre esta multitud de sordos y ciegos” nos interpelan directamente. Este texto nace como eco de ese clamor, como plegaria y como denuncia.
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¿Quién dará pan a los ángeles caídos?
¿Quién pondrá su cuerpo entre el hambre y la metralla?
¿Quién bajará a Gaza con las manos desnudas
y el corazón despierto,
para abrazar a los que mueren
no por enfermedad ni vejez,
sino por abandono deliberado?
El mundo asiste,
una vez más,
a la crucifixión de los inocentes.
Hay un niño —Muhammad— de un año y medio,
con los huesos como cuchillas que cortan el alma de su madre.
Hay otro —Yahya— que solo conoció cuatro meses de este mundo,
y ya duerme para siempre,
por la decisión de los hombres.
Los profetas ya no tienen desiertos.
Tienen redes sociales.
Y sus gritos rebotan como ecos impotentes en el vacío digital.
Las madres siguen rogando a las puertas de hospitales sin camas,
sin sueros,
sin leche.
Rogando, no por milagros,
sino por algo tan sencillo como un biberón.
Pero Gaza ha sido convertida en jaula,
y luego en horno.
Y luego en sepulcro.
Los almacenes están llenos.
Las bocas, vacías.
Las promesas, repletas de aire.
Los cielos, llenos de drones.
Las calles, de muerte.
Las almas, de hambre.
Y cuando cae del cielo un paquete de ayuda,
la gente corre como quien corre hacia un oasis,
pero a veces el pan cae en el mar,
y se ahogan los que intentan alcanzarlo.
O cae en zonas abiertas,
y entonces llueven las balas sobre los cuerpos hambrientos, a veces aplastados también ,
como si la comida fuera una provocación,
un crimen,
un pretexto para matar con coartada humanitaria.
Y hay madres que lloran doblemente:
porque no había qué comer,
y porque al ir por comida
su hijo ya no volvió.
¿Y qué dice el mundo?
Calla.
Observa.
Calcula.
Titubea.
Neutraliza el dolor con tecnicismos legales
y con comunicados tibios que no salvan a nadie.
Permanecemos como espectadores,
“como si todo esto no nos perteneciera,
como si no fuera una profecía de muerte para toda la humanidad”.

Pero, entre las disputas por los aranceles, Dios sí oye.
El Dios de los pequeños.
El Dios de los últimos.
El Dios de los hambrientos.
Y también pregunta:
—¿Dónde está tu hermano?
¿Dónde está el niño que buscaba pan?
¿Dónde la anciana que se arrastró bajo el sol buscando una bolsa de arroz?
Este no es solo un asedio físico.
Es un asedio al alma del mundo.
Es una prueba para la humanidad entera:
¿seremos cómplices o consuelo?
¿seremos espectadores o samaritanos?
Porque el infierno no está bajo tierra.
Está en Gaza.
Tiene forma de madre que amamanta aire.
Tiene olor a pan quemado por bombas.
Tiene el sonido seco del silencio internacional.
Y sí, también es allí donde “se intenta matar al mismo Dios,
que se identifica con la víctima que nadie defiende”.
Y por eso, entre tanto estruendo de armas,
Dios mismo grita en el vacío,
porque “prefieren el ruido de la guerra
que el grito desgarrador de los olvidados”.
Aun así, no todo está perdido.
Todavía hay cuerpos que se mueven.
Todavía hay voces.
Todavía hay corazones que sienten y que pueden actuar.
Tú que lees,
tú que oras,
tú que votas,
tú que consumes,
tú que enseñas,
no te laves las manos.
Haz algo.
Di algo.
Grita algo.
Haz de tu fe un refugio,
de tu oración un clamor político,
de tu casa una trinchera de compasión.
“Os acompañamos con la oración —decía el cardenal Gugerotti—
para que Dios irrumpa entre esta multitud de sordos y ciegos”,
y también para que tú y yo, que aún vemos,
despertemos.
Porque si no salvamos ahora a los niños del hambre,
ellos —desde su cielo—
nos juzgarán algún día
con una sola pregunta:
“¿Por qué no hiciste nada?”
Sí, ¿quién dará pan a los ángeles caídos?
Tal vez tú.
Tal vez yo.
Si todavía recordamos
que ser humanos
es más que tener carne.
Es tener entrañas.
Y que la justicia —esa justicia que huele a Reino de Dios—
siempre empieza
por el primer trozo de pan
compartido.
