Sánchez en el ostracismo.

Cuando el 30 de octubre de 2009 presente la renuncia al obispado por cumplir los setenta y cinco años, ya quedan menos de tres años, no quedará nadie de una línea pastoral que ha hundido a la Iglesia de España en una sima. Cuando se vaya quedarán obispos buenos, malos y regulares, pero ya otra cosa. Cuando desaparezca se habrá enterrado definitivamente el taranconismo. O, si se quiere, el taranconismo en versión gabiniana. Que es la cara más hortera de aquella línea eclesial.
Porque el cardenal, con todas sus inmensas responsabilidades, tenía una personalidad desbordante y era inteligente, o si se prefiere, listo, o pillo, pero desde luego no era ningún bobo. Y no me cabe duda de que amaba a la Iglesia. Sabiendo lo que era la Iglesia. Aunque jugara un papel que la llevó a una notabilísima caída.
Se encontró, además, con una difícil situación. La inevitable salida del régimen del general Franco. Ciertamente complicada. Eso lo comprendió enseguida quien luego sería el cardenal Benelli y convenció de ello a Pablo VI. Que, además, aterrado por lo que parecía el triunfo universal del comunismo, se embarcó en la hoy ridícula ostpolitik. Pero, qué fácil es decirlo una vez producido el derrumbe general de aquel sistema.
Tarancón se prestó, encantado, a jugar el papel que le asignaban. Y que, además, le colocaba en gran figura. Y bordó la representación. Yo creo que mucho más en gran actor, que también lo era, que como convencido. Absolutamente fenicio, trapacero, listo, feliz con ser el hombre de Roma y el personaje en España, se rodeó, o le rodearon, de mediocres. Tal vez no le molestara. Así nadie podía hacerle sombra. Algunos, reconvertidos: Bueno, Añoveros... Los más de nueva creación. Sánchez entre ellos.
Pero cambiaron los aires vaticanos y Tarancón perdió el poder. Y con él perdieron las brillantes expectativas quienes le habían secundado. Entre ellos Sánchez. Había conseguido en 1980 un obispado in partibus como auxiliar de Díaz Merchán, y en 1991 el modesto obispado de Sigüenza-Guadalajara. Y desempeñó la Secretaría general del Episcopado.
Espeso como pocos, fue, sin embargo, el gran muñidor en la sombra de cuantas maniobras intentaron los que se resistían a ser barridos. O marginados. Y en ello mostró habilidades. Recuérdese el tantas veces desmentido conciliábulo de Sigüenza, que no sé si tuvo lugar o si las cosas ocurrieron como si hubiera tenido lugar. Y tengo para mí que en la última derrota del cardenal Rouco para su tercer mandato y en la elección de Blázquez, estuvo, moviendo todos los hilos, la mano negra de Sánchez.
Durante bastante tiempo, cada vez que se producía una vacante de cierta relevancia en el episcopado, un determinado sector eclesial, y sobre todo extraeclesial, lanzaba su nombre como el candidato más idóneo para ocuparlo. Y, decepción tras decepción. Nunca llegaba nada.
Hoy, con setenta y dos años cumplidos, ya nadie se atreve a aventurar su nombre para nada. Ahora, los obispos de Europa le han dado una representación mínima e intrascendente. Algo así como si a un heroico general le dieran la medalla de la Cruz Roja o a Rodríguez Zapatero le nombraran hijo adoptivo de La Adrada.
Hay quien cree que alguien debería pedir perdón por la postergación de Sánchez. Yo más bien creo que habría que pedirlo por haber sido nombrado obispo. Pero, es igual. Lo que crea yo o lo que crean otros. Sánchez se aproxima a la jubilación sin salir de Sigüenza-Guadalajara. Quiero decir que sin salir de obispo. Pues me dicen que por allí se le ve muy poco. Si preguntas en Sigüenza te dicen que está en Guadalajara y si inmediatamente lo haces en Guadalajara, te dicen que está en Sigüenza. A mí me es igual donde esté. Me basta con saber que está acabado.