Santiago García Aracil, arzobispo de Mérida-Badajoz.

Algún comentarista nos dice que el arzobispo de Mérida-Badajoz está indignado conmigo. No puedo dar fe de que lo esté. Sólo de que alguien lo ha dicho. Para averiguar quien soy no necesita Don Santiago muchas pesquisas. Y sobre mis críticas, si es cierto lo que nos cuentan, exagera usted.

En estos días es muy contraproducente desaconsejar lecturas. Porque anima a acudir a ellas. Y siempre que el relato que nos han ofrecido sea cierto. Si Don Santiago quiere hacerme famoso en su archidiócesis no tiene más que insistir en sus desrecomendaciones.

Toda persona pública, y el arzobispo lo es, tiene que aceptar ser criticado. Con razón o sin ella. Y aquí se le ha criticado poquísimo. Que le gusten o no los pastelillos que le hace no sé bien quien es una anécdota absolutamente menor. Que se presente a dar la comunión al sobrino o la sobrina de algún amigo no tiene la menor trascendencia. Y ello no implica que tenga que dársela a todos los niños de su archidiócesis.

Yo pasé, como sobre ascuas, por su pontificado jiennense. Y cuidado que recibí noticias. Alguna incluso de ultratumba. ¿Quiere Don Santiago que profundicemos en ellas? No me he hecho eco de resentimientos de Jaén. Fundados o no. Pero muchísimos.

De su llegada a Extremadura me mostré también discretísimo y hasta esperanzado. Si otros, que los ha habido, han tenido más que notables reservas, ni las alenté ni las acogí. Como mías.

Llegó después el penosísimo hecho de las repugnantes y sacrílegas fotografías. Por supuesto que anteriores a su llegada a la archidiócesis. Pero que le explotaron en las manos.

Y sobre eso di mi opinión. Penosa opinión sobre el arzobispo. Creo que no supo, o no quiso, estar a la altura de lo que se requería. Y supongo que son cuestiones opinables. Ante los tribunales si el arzobispo quiere.

Vino después el cardenal Cañizares a dejar el honor de los católicos extremeños en su lugar. Pero que Don Santiago reclame, si quiere, al arzobispo toledano. No a mí por coincidir con él.

Yo no voy a decirle, Don Santiago, lo que usted tiene que hacer. Ni soy quien para ello y, además, es usted ya muy mayor. Hará lo que usted quiera. Pero, lo que haga, será alabable o criticable. Conmigo lo lleva usted claro. Critico lo que me parece debo criticar. Y me respalda incluso la Constitución. Que para mí, evidentemente, no es el Evangelio. Desde éste quieren ir mis críticas. Acertadas o no.

Llega usted a una diócesis difícil tras los años de Montero. Hágase usted con el clero y con los fieles. Pero hágase eclesialmente. No con pasteleos que no conducen a nada. Sólo a situaciones como éstas. En las que sufre sobre todo usted.

Yo no le tengo a usted por un mal obispo. En lo grave. Me parece un obispo patoso. Que se empeña en fastidiar lo que debería ser cómodo y fácil. Pero eso es su problema. Yo no se lo puedo resolver. Dése, ábrase, olvídese del ordeno y mando. Que le quieran porque sabe hacerse querer. No repita lo de Jaén. No consiga que todos estén deseando su desaparición.

Estoy seguro de que eso es lo que le gustaría. Pues, esfuércese un poquito. Vivirá mucho más feliz y hará mucho más feliz a su diócesis.

Yo no soy un enemigo suyo. Creo que he derrochado prudencias. Ayúdenos un poco para que podamos decir que el arzobispo extremeño es un estupendo sucesor de los Apóstoles. Nada me gustaría más. La pelota está en su tejado. No en el mío.
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