¿Derechos de la "persona" o derechos de "los ciudadanos de mi Estado"? Una lectura de fondo para un día con más tiempo

El primitivo liberalismo. Cuando los liberales del siglo XVIII combatían los privilegios de la nobleza lo hacían bajo la idea de la dignidad incondicional e igual de todas las personas. Esta genial convicción e idea sobre el ser humano cristalizó, sin embargo, en lo que se ha llamado “individualismo posesivo”, es decir, esa manera de entender la vida en la que el individuo propietario constituye el sujeto humano por excelencia. El hombre tiene, en el primitivo liberalismo, tres bienes fundamentales: la vida, la libertad individual y, sobre todo, la propiedad (de la tierra, primero, y del capital, después). El respeto de este derecho, el derecho a la propiedad privada sobre sus cosas, el derecho al uso y disfrute de lo propio es para los liberales absoluto. De no ser respetado así, de este modo absoluto, ni la vida tiene sustento material, ni la libertad del individuo es real. Cada uno, como un átomo de la sociedad, tiene derecho total a buscar su propio provecho, piensan, sin mayores miramientos hacia la suerte ajena y, cada uno, así, persiguiendo el bien propio, termina colaborando necesariamente al bien común. Ésta es la ley suprema de la sociedad en la concepción liberal primitiva: el ejercicio de los vicios privados (el egoísmo personal) da como resultado el bien de la sociedad (bien común). El neoliberalismo moderno, en sentido estricto, no es sino la recuperación contemporánea de esta misma ideología social: Todo a partir del individuo propietario y consumidor.

Persona con dignidad y no cosa con precio. Como hemos visto, el liberalismo primitivo tenía a su base una idea sobre el ser humano como persona con dignidad y derechos fundamentales. El ser humano, se ha dicho, es persona con dignidad y no cosa con precio. Este proceso de lucha y conquista de los derechos fundamentales del ser humanos cuaja en las “constituciones” de los Estados Unidos de América y de algunos países de Europa. Cerca de nosotros, la Francia revolucionaria, en 1789, proclama la más famosa de las Primitivas Declaraciones de Derechos, bajo el título, y éste era el detalle que por mi parte quiero recordar, de “Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano”. Entendidos como “derechos naturales, inalienables y sagrados”, la Asamblea Nacional los reconoce y declara “de todos los hombres”. Sin embargo, con facilidad se deduce desde el título que políticos y filósofos están pensado no en todos los hombres de la tierra, sino en “los ciudadanos” de su Estado. Políticamente, ésta fue, ha sido y es la realidad de los derechos humanos hasta el presente, en el viejo liberalismo y en el más reciente neoliberalismo, en la tradición social cristiana y en la socialista: los derechos humanos, desde 1789, hasta la Declaración Universal de DH de la ONU, en 1948, y los Pactos Complementarios de Derechos Sociales, Económicos y Culturales, de 1966, corresponden al ser humano en cuanto tal, de él se proclaman; pero en el que se piensa, de hecho, es en el ser humano “ciudadano” de los Estados firmantes. Cada Estado defiende su soberanía interna con celo absoluto y exige de los demás respeto total a esta soberanía. Las leyes que protegen a las personas y sus derechos lo son dentro de su territorio y para sus ciudadanos. Los demás sujetos de derechos, el ser humano en cuanto tal, venga de donde venga y esté donde esté, apenas cuentan en esta concepción liberal de la persona y la libertad. Así ha sido en todos los lugares “democráticos” hasta nuestros días, y así sigue siendo, en lo fundamental, pues el proceso de globalización de la ciudadanía va muy por detrás del que se refiere al dinero y las mercancías. Es cierto que nuestros países, hablo desde Europa, han reconocido que la soberanía nacional no es absoluta, en el sentido de “sin condiciones”, sino suprema, en el sentido de máxima en su territorio y población, es decir, “bajo la ley de los derechos humanos”. Pero, pensemos esto: ¿De los derechos humanos de quiénes? ¿Los derechos humanos de todas las gentes del mundo? ¿Al menos, los derechos humanos de todas las gentes que se encuentran en su territorio? Los derechos que reconoce y los deberes que exige lo son ante todo, como he dicho, de los ciudadanos del Estado. Primero hay que ser “legal”. Mientras no se es “ciudadano”, la persona casi no existe. Es verdad que las cosas han ido mejorando, lentamente, y que hoy todos los Estados Democráticos reconocen la valía incondicional, anterior a la ley vigente, de los derechos humanos más fundamentales, pero en la práctica la cosa es más complicada. De facto, los derechos humanos son interpretados por nosotros como derechos de “los ciudadanos de mi Estado”. Por eso, alguien ha dicho que los derechos humanos, de no afinarse mucho en qué queremos decir y en qué los traducimos, tienen muchas posibilidades de negar en la práctica nacional la universalidad que proclaman, o de convertirse en una “segregación racial” a la moderna. Escandalizados por los prejuicios raciales de otras sociedades, no reconocemos que los derechos humanos, “entendidos a la medida de los ciudadanos de mi Estado”, funcionan como segregación o “apartheid” democrático de “los otros”.

La tradición de los derechos humanos de todos es irrenunciable. Hemos visto que la conciencia moderna de la sociedad global alcanza a los derechos humanos y los cuestiona en su interpretación nacional: derechos de los nuestros. Hay otro detalle que nos debería hacer pensar. Propongo que leamos la Declaración Universal de DH de 1948, para que veamos la variedad extraordinaria y larga de derechos y deberes allí citados. ¿Cuáles son los fundamentales? ¿Todos, y todos por igual? Algunos teóricos y ciudadanos, por si faltaba algo, dicen que los derechos humanos son un fruto político de Occidente, a la medida sólo de sus necesidades neocoloniales. Añaden, además, que en otras culturas, más comunitaristas que las liberales, no sirven, pues los DH lo son de los individuos, ante todo y, en ese caso, ¿qué hay de los derechos de los pueblos? Así que la globalización de lo que creíamos haber descubierto para todos, los derechos humanos, sigue siendo una gran tarea moral y política; una tarea irrenunciable, sin duda; y una tarea necesitada de diálogo y acuerdo jurídico entre las los pueblos y culturas de la tierra.
Muchos son, por tanto, los frentes abiertos. Digamos aquí algo que debe quedar claro. Los derechos humanos lo son de las personas en cuanto tal, ciudadanos del mundo, por el hecho de su condición humana. Esto es lo primero, y el mundo y la ONU deben dar cauce político a esta realidad. Todo lo demás es “segregación racial”. Cierto es que debemos acordar cuáles son los derechos humanos más fundamentales y darles respaldo en el derecho internacional y, si preciso es, exigirlos por medio de la injerencia humanitaria, democrática y reglada, pero obligatoria por mor de los derechos de las víctimas. El avance en el terreno de la política y el derecho internacional ha de proceder en clave de diálogo intercultural, respetando lo que es diferencia legítima, ¡y no injusta desigualdad!; o dicho de otro modo, exigiendo justicia para todas las personas, pueblos y culturas, en lo que es su “derecho” y, sin embargo, no en lo que a veces se presenta como “tradición” pero no es otra cosa que privilegio, abuso o inhumanidad. Discernir esto, en cada región política y cultural del mundo, no es fácil, pero es necesario y posible. Los DH, en el diálogo intercultural de la sociedad globalizada, han de ser los derechos de la ciudadanía de todos, para salvar la condición humana de todos, y especialmente de las víctimas, dentro y fuera de cada país. Han de actuar como elemento transversal a todos los pueblos y culturas. Representan la convicción moral transversal a todas las identidades, la única que puede hacer posible el respeto de las culturas y de todos sus hombres y mujeres. Pensemos esto. Si los anteriores hombres y mujeres identificaron en falso derechos del hombre con derechos del ciudadano, los nuevos hombres y mujeres de la sociedad globalizada estamos añadiendo a ese error, el nuevo equívoco de querer blindar “nuestro modo de vida” frente a toda exigencia ética universal y transversal: los derechos más fundamentales y, especialmente, los de los pobres y las víctimas. Esto es inaceptable en una globalización de la ciudadanía. Por tanto, hay mucha tarea al discernir el uso y abuso de los derechos humanos en un mundo globalizado, pero, a la vez, hay mucha claridad en cuanto al punto de vista preferencial del diálogo multicultural: los derechos de las víctimas, las personas en sus pueblos y culturas.
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