Los Laicos y la Reforma de la Iglesia
Para reflexionar sobre este asunto, hemos de preguntarnos si realmente nos parece importante la misión de la Iglesia en el campo social; si la consideramos tan importante como las tareas que realizan los laicos en el interior de la Iglesia; y si no es, posiblemente, incluso más importante para la Iglesia. Pablo VI dice: Entre evangelización y promoción humana -desarrollo, liberación- existen efectivamente lazos muy fuertes. Vínculos de orden antropológico (…). Lazos de orden teológico (…). Vínculos de orden eminentemente evangélico como es el de la caridad. (…).
Nosotros mismos lo indicamos, al recordar que no es posible aceptar "que la obra de evangelización pueda o deba olvidar las cuestiones extremadamente graves, tan agitadas hoy día, que atañen a la justicia, a la liberación, al desarrollo y a la paz en el mundo. Si esto ocurriera, sería ignorar la doctrina del Evangelio acerca del amor hacia el prójimo que sufre o padece necesidad". (Evangelii nuntiandi 31, extracto, y discurso 27-09-74, apertura Sínodo Obispos). En lo que atañe a los laicos, la reforma de la Iglesia consistiría en orientarlos mayoritariamente a la misión de la Iglesia en el mundo, que les corresponde a ellos; en concreto, hacia la acción comprometida en el mundo desde el mundo, es decir, desde las instancias civiles y políticas que el mundo moderno ha ido creando a partir de la revolución industrial y la transformación política. ¿Qué consecuencias traería esta reorientación del laicado?
Traería, en primer lugar, una información de primera mano de las tremendas realidades de pobreza, injusticia y sufrimiento que se viven en el propio país, sin que nos enteremos o no queramos enterarnos más que de oídas, encuestas, estadísticas o los medios de comunicación. Sigue siendo cierto el conocido refrán: ojos que no ven, corazón que no siente.
Sería además una información apasionada, porque muy pronto los laicos más comprometidos empezarían a sentir como propios los sufrimientos de tantas hermanas y hermanos maltratados en el mundo laboral; querrían conocerlos con verdadero interés, con reuniones de acción sobre la problemática reinante, laboral, familiar y de otros campos, y no huyendo de ellos apenas concluyen sus horas de trabajo, para ocuparse de las tareas eclesiales.
Crecería en el laicado un nuevo sentido misionero, muy propio de ellos, el cual es el de la transformación de la sociedad, una misión sin dependencias eclesiales, tampoco haciéndose independientes, sino como autónomos en comunión. Con ello, podrían cambiar muchas predicaciones, para incluir con más frecuencia las cuestiones extremadamente graves, que decía Pablo VI; o como dice el concilio, “para exponer la palabra de Dios no solo de una forma general y abstracta, sino aplicando a las circunstancias concretas de la vida la verdad perenne del evangelio” –y entonces es cuando se hace difícil la predicación sacerdotal, como reconoce también el concilio-. (Decreto presbíteros 4). ¿No llevaría todo esto más rápidamente a la renovación interior de la Iglesia que los documentos, las enseñanzas y las normas?
Pero no hemos de olvidar que los mas beneficiados serían siempre las gentes de nuestros pueblos, los trabajadores que no tienen defensor, las personas que viven en condiciones infrahumanas; ya que los laicos comprometidos y convertidos, formados de otra manera y militantes, se agruparían en organizaciones civiles y serían instrumentos de transformación de la sociedad en sus diversos campos.
En sociedades en que la mayoría de las empresas prohíben los sindicatos sin que nadie diga nada, ¿quién defiende a los trabajadores, quién los forma, quién les da conciencia de su misión, quién los agrupa y organiza, como hizo magníficamente Joseph Cardijn, hoy tan olvidado? O como empujaron a los campesinos a organizarse los dos grandes amigos, Romero y Rutilio, hoy en los altares o en camino hacia ellos. Además, donde los sindicatos sean corruptos, como tantas veces se oye decir para justificar los rechazos y las prohibiciones, ¿quién los regenerará si no son los laicos cristianos militantes? ¿Quién denunciará a quienes los corrompen con dádivas criminales, que son más corruptos que los sindicalistas corruptos?
Por otro lado, pensar que los documentos y las prédicas de las autoridades de la Iglesia van a cambiar a los causantes de los males sociales y transformar la sociedad, sin que estén encabezados y empujados por la acción sistemática de cristianos militantes, no deja de ser un pensamiento ineficaz y una gran ingenuidad. Ante tantas injusticias y tanta impunidad, mucha gente suele preguntar, quejosamente: ¿Qué dice la Iglesia ante estas injusticias tan crueles?, ¿por qué no habla? Y la palabra Iglesia se refiere en tales quejas a la jerarquía eclesiástica y al clero, como si sus palabras tuvieran hoy relevancia y fuerza para provocar el cambio de situaciones enquistadas durante siglos en muchas sociedades, situaciones que requieren movimientos y acciones más acordes con las realidades actuales. Semejantes quejas y esperanzas me recuerdan las oraciones y procesiones para pedir la lluvia, organizadas por instancias religiosas. ¿En qué siglo estamos?
Patxi Loidi, 1º de septiembre de 2016
Nosotros mismos lo indicamos, al recordar que no es posible aceptar "que la obra de evangelización pueda o deba olvidar las cuestiones extremadamente graves, tan agitadas hoy día, que atañen a la justicia, a la liberación, al desarrollo y a la paz en el mundo. Si esto ocurriera, sería ignorar la doctrina del Evangelio acerca del amor hacia el prójimo que sufre o padece necesidad". (Evangelii nuntiandi 31, extracto, y discurso 27-09-74, apertura Sínodo Obispos). En lo que atañe a los laicos, la reforma de la Iglesia consistiría en orientarlos mayoritariamente a la misión de la Iglesia en el mundo, que les corresponde a ellos; en concreto, hacia la acción comprometida en el mundo desde el mundo, es decir, desde las instancias civiles y políticas que el mundo moderno ha ido creando a partir de la revolución industrial y la transformación política. ¿Qué consecuencias traería esta reorientación del laicado?
Traería, en primer lugar, una información de primera mano de las tremendas realidades de pobreza, injusticia y sufrimiento que se viven en el propio país, sin que nos enteremos o no queramos enterarnos más que de oídas, encuestas, estadísticas o los medios de comunicación. Sigue siendo cierto el conocido refrán: ojos que no ven, corazón que no siente.
Sería además una información apasionada, porque muy pronto los laicos más comprometidos empezarían a sentir como propios los sufrimientos de tantas hermanas y hermanos maltratados en el mundo laboral; querrían conocerlos con verdadero interés, con reuniones de acción sobre la problemática reinante, laboral, familiar y de otros campos, y no huyendo de ellos apenas concluyen sus horas de trabajo, para ocuparse de las tareas eclesiales.
Crecería en el laicado un nuevo sentido misionero, muy propio de ellos, el cual es el de la transformación de la sociedad, una misión sin dependencias eclesiales, tampoco haciéndose independientes, sino como autónomos en comunión. Con ello, podrían cambiar muchas predicaciones, para incluir con más frecuencia las cuestiones extremadamente graves, que decía Pablo VI; o como dice el concilio, “para exponer la palabra de Dios no solo de una forma general y abstracta, sino aplicando a las circunstancias concretas de la vida la verdad perenne del evangelio” –y entonces es cuando se hace difícil la predicación sacerdotal, como reconoce también el concilio-. (Decreto presbíteros 4). ¿No llevaría todo esto más rápidamente a la renovación interior de la Iglesia que los documentos, las enseñanzas y las normas?
Pero no hemos de olvidar que los mas beneficiados serían siempre las gentes de nuestros pueblos, los trabajadores que no tienen defensor, las personas que viven en condiciones infrahumanas; ya que los laicos comprometidos y convertidos, formados de otra manera y militantes, se agruparían en organizaciones civiles y serían instrumentos de transformación de la sociedad en sus diversos campos.
En sociedades en que la mayoría de las empresas prohíben los sindicatos sin que nadie diga nada, ¿quién defiende a los trabajadores, quién los forma, quién les da conciencia de su misión, quién los agrupa y organiza, como hizo magníficamente Joseph Cardijn, hoy tan olvidado? O como empujaron a los campesinos a organizarse los dos grandes amigos, Romero y Rutilio, hoy en los altares o en camino hacia ellos. Además, donde los sindicatos sean corruptos, como tantas veces se oye decir para justificar los rechazos y las prohibiciones, ¿quién los regenerará si no son los laicos cristianos militantes? ¿Quién denunciará a quienes los corrompen con dádivas criminales, que son más corruptos que los sindicalistas corruptos?
Por otro lado, pensar que los documentos y las prédicas de las autoridades de la Iglesia van a cambiar a los causantes de los males sociales y transformar la sociedad, sin que estén encabezados y empujados por la acción sistemática de cristianos militantes, no deja de ser un pensamiento ineficaz y una gran ingenuidad. Ante tantas injusticias y tanta impunidad, mucha gente suele preguntar, quejosamente: ¿Qué dice la Iglesia ante estas injusticias tan crueles?, ¿por qué no habla? Y la palabra Iglesia se refiere en tales quejas a la jerarquía eclesiástica y al clero, como si sus palabras tuvieran hoy relevancia y fuerza para provocar el cambio de situaciones enquistadas durante siglos en muchas sociedades, situaciones que requieren movimientos y acciones más acordes con las realidades actuales. Semejantes quejas y esperanzas me recuerdan las oraciones y procesiones para pedir la lluvia, organizadas por instancias religiosas. ¿En qué siglo estamos?
Patxi Loidi, 1º de septiembre de 2016