Dos joyas dignas de admiración

La primera construida con un tiempo record para la época, 1329-1385, por el maestro Berenguer de Montagut. Diseñador excepcional que purificó las formas hasta extremos impensables.
Los que trabajaron en su construcción fueron los obreros del puerto. Aportaron su esfuerzo físico, cargando en sus espaldas enormes piedras desde la cantera de Monjuic, y su dinero, ganado con el sudor de su frente. También participaron en su financiación los gremios. Sería su iglesia, la iglesia de la Ribera. Sus habitantes gente sencilla quisieron levantar una “catedral” en honor de Sta. María, la protectora de la gente del mar, a la que invocaban cuando se encontraban en peligro, era su faro de bonanza y a quien recurrir en acción de gracias o para invocar su ayuda antes de ir a la mar. Verían la iglesia al lanzarse a la mar y a su regreso.
Su estilo exterior un tanto vetusto, contrasta con la grandiosidad y esbeltez interior. Cuando entras en la iglesia su claridad suave no hiere a los ojos invita al recogimiento, te entra una sensación de paz que te invade y te lleva a elevar tu espíritu a lo alto.
La imagen diminuta de la Virgen con su Hijo en brazos, que la preside, recuerda las palabras de María en el magníficat: “Ha mirado la pequeñez de su esclava”. Sí, ella se hace pequeña ante Dios. Ella está presente pero con sencillez, con discreción, no quiere entorpecer la grandeza de Dios. Es lo que se nos enseñaba antaño y que es cierto siempre: “A Jesús por María”.
Junto a la imagen de la Madre de Dios, un barco, éste nos recuerda a toda la gente del mar, la de todos los tiempos. Su vida nunca ha sido fácil. ¡Santa María del Mar se faro de bonanza para la gente del mar y para la Barca de Pedro!

Antoni Gaudí quiso que la gente obrera del barrio poseyera también su “catedral”, como antaño la poseyeron los habitantes de la Ribera. Esta basílica dedicada por Benedicto XVI el 7 de noviembre pasado, inició su construcción en 1882 y le falta todavía mucho para finalizarla.
Como dijo el Papa en la homilía de su dedicación:
La Sagrada Familia “es un signo visible del Dios invisible, a cuya gloria se alzan estas torres, saetas que apuntan al absoluto de la luz y de Aquel que es la Luz, la Altura y la Belleza misma.
En este recinto, Gaudí quiso unir la inspiración que le llegaba de los tres grandes libros en los que se alimentaba como hombre, como creyente y como arquitecto: el libro de la naturaleza, el libro de la Sagrada Escritura y el libro de la Liturgia.
Así unió la realidad del mundo y la historia de la salvación, tal como nos es narrada en la Biblia y actualizada en la Liturgia. Introdujo piedras, árboles y vida humana dentro del templo, para que toda la creación convergiera en la alabanza divina, pero al mismo tiempo sacó los retablos afuera, para poner ante los hombres el misterio de Dios revelado en el nacimiento, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. De este modo, colaboró genialmente a la edificación de la conciencia humana anclada en el mundo, abierta a Dios, iluminada y santificada por Cristo. E hizo algo que es una de las tareas más importantes hoy: superar la escisión entre conciencia humana y conciencia cristiana, entre existencia en este mundo temporal y apertura a una vida eterna, entre belleza de las cosas y Dios como Belleza”. ¡Sagrada Familia de Nazaret, protege y guarda todas las familias, las de la ciudad y las del mundo!
Sí, dos joyas arquitectónicas de Barcelona que marcan dos épocas lejanas una de otra, pero unidas por el mismo afán de levantar iglesias que al contemplarlas nos lleven a Dios. Estas dos basílicas menores me recuerdan las dos torres de la catedral de Chartres del poema de Charles Péguy: “La una despojada como la mujer que se consagra a Dios el día de su profesión, la otra engalanada como la novia el día de su desposorio”. Texto: Hna. María Nuria Gaza.