"Tenemos madre. Fátima es, sobre todo, su manto de luz que nos cubre" El Papa pide, desde Fátima, paz y esperanza y una movilización general "contra la indiferencia que nos hiela el corazón"
(José M. Vidal).- Solemne eucaristía, presidida por el Papa en Fátima, para celebrar el centenario de las apariciones y canonizar a dos de sus protagonistas, Francisco y Jacinta. En la homilía, el Papa suplicó a la Virgen madre por la paz del mundo, pidió una "movilización general contra la indiferencia que nos hiela el corazón" y una "Iglesia pobre y libre".
El Papa llega al santuario en un pequeño utilitario de color oscuro con la matricula SCV1. Al bajarse saluda a unos peregrinos. Uno de ellos le dice:
-Costa Rica, Costa Rica
-El mejor café del mundo, contesta Francisco.
Mientras el Papa se reviste para la eucaristía, la imagen de la Virgen de Fátima procesiona hasta el altar. Antes de comenzar la eucaristía, el Papa se recoge ante las tumbas de Francisco y Jacinta. Y entra en la sacristía.
El altar de la celebración, sencillo y presidido por una imagen moderna de Cristo. En el lado derecho, la imagen de la Virgen de Fátima, traída en procesión desde la capilla de las apariciones. En la fachada de la Basílica, dos enormes retratos de Francisco y Jacinta. Esta última está pintada con cara de pocos amigos.
Si ayer la esplanada del santuario de Fátima estaba llena. Hoy no cabe un alfiler. Hablan de más de millón y medio de personas, a las que, antes de comenzar la misa, se les pide que no levanten carteles y que no ondeen banderas.
Aunque las previsiones meteorológicas no eran muy buenas, el caso es que luce el sol, al menos por ahora, en Fátima.
El Papa oficia en portugués. Una vez que el papa inciensa el altar y la estatua de la Virgen, el coro entona el 'Veni Creator'.
Inmediatamente después, el obispo de Leiria pide al Papa que "inscriba a Francisco y Jacinta Marto en el catálogo de los santos y que, como tales, puedan ser invocados"
Y el prelado de Leiría-Fátima glosa la biografía de los dos nuevos santos. "Francisco sufre con Dios y trata de consolarlo" y "se deja habitar por la presencia invisible de Dios"

La espiritualidad de Jacinta se centraba en "ofrecer a Dios sus sufrimientos y sacrificios, como señal de su disponibilidad para ser totalmente de Dios".
Tras esa presentación, el canto de las letanías y la proclamación solemne por parte del Papa de la elevación a los altares de los dos pastorcillos de Fátima. "Declaramos y definimos como santos a los beatos Francisco Marto y Jacinta Marto". En medio de una gran ovación.
El obispo agradece "desde el fondo del corazón" la proclamación que acaba de hacer el Papa, que abraza al prelado y a la postuladora. Y continúa la eucaristía, con el canto del gloria y la proclamación de las lecturas.
Primera lectura del libro del Apocalipsis.
Segunda lectura de San pablo a los romanos. Y el Evangelio de San Juan.
Algunas frases de la homilía del Papa
"Tenemos madre"
"Una Señora tan bonita, comentaban los videntes de Fátima"
"Fátima es, sobre todo, el manto de luz de la Virgen que nos cubre"
"Tenemos madre, tenemos madre"
"Agarrados a Ella como hijos, vivamos la esperanza"
"Fundemosnuestra esperanza en esa humanidad colocada en el cielo a la derecha del Padre"
"Una esperanza que nos sustente siempre hasta el último suspiro"
"A partir de este esperanzador Portugal"
"Gracias por acompañarme"
"No podía dejar de venir aquí y venrar a la Virgen madre y confiarle a sus hijos e hijas"
"Bajo su manto no se pierden"
"Esperanza y paz que necesitan y suplico"
"Para los presos y parados, para los pobres y abandonados"
"Una movilización general contra la indiferencia que nos hiela el corazón"
"No queramos ser una esperanza abortada"
"Cuando subismos a la cruz, Él ya pasó antes"
"Seamos en el mundo centinelas de la madrugada"
"El rostro joven y bello de la Iglesia, que brilla cuando es misionera, libre, fiel, pobre en medios y rica en amor"
Texto íntegro de la homilía del Papa en Fátima
«Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida del sol», dice el vidente de Patmos en el Apocalipsis (12,1), señalando además que ella estaba a punto de dar a luz a un hijo. Después, en el Evangelio, hemos escuchado cómo Jesús le dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27). Tenemos una Madre, una «Señora muy bella», comentaban entre ellos los videntes de Fátima mientras regresaban a casa, en aquel bendito 13 de mayo de hace cien años. Y, por la noche, Jacinta no pudo contenerse y reveló el secreto a su madre: «Hoy he visto a la Virgen». Habían visto a la Madre del cielo. En la estela de luz que seguían con sus ojos, se posaron los ojos de muchos, pero... estos no la vieron. La Virgen Madre no vino aquí para que nosotros la viéramos: para esto tendremos toda la eternidad, a condición de que vayamos al cielo, por supuesto.
Pero ella, previendo y advirtiéndonos sobre el peligro del infierno al que nos lleva una vida -a menudo propuesta e impuesta- sin Dios y que profana a Dios en sus criaturas, vino a recordarnos la Luz de Dios que mora en nosotros y nos cubre, porque, como hemos escuchado en la primera lectura, «fue arrebatado su hijo junto a Dios» (Ap 12,5). Y, según las palabras de Lucía, los tres privilegiados se encontraban dentro de la Luz de Dios que la Virgen irradiaba. Ella los rodeaba con el manto de Luz que Dios le había dado. Según el creer y el sentir de muchos peregrinos -por no decir de todos-, Fátima es sobre todo este manto de Luz que nos cubre, tanto aquí como en cualquier otra parte de la tierra, cuando nos refugiamos bajo la protección de la Virgen Madre para pedirle, como enseña la Salve Regina, «muéstranos a Jesús».
Queridos Peregrinos, tenemos una Madre. Aferrándonos a ella como hijos, vivamos de la esperanza que se apoya en Jesús, porque, como hemos escuchado en la segunda lectura, «los que reciben a raudales el don gratuito de la justificación reinarán en la vida gracias a uno solo, Jesucristo» (Rm 5,17). Cuando Jesús subió al cielo, llevó junto al Padre celeste a la humanidad -nuestra humanidad- que había asumido en el seno de la Virgen Madre, y que nunca dejará. Como un ancla, fijemos nuestra esperanza en esa humanidad colocada en el cielo a la derecha del Padre (cf. Ef 2,6). Que esta esperanza sea el impulso de nuestra vida. Una esperanza que nos sostenga siempre, hasta el último suspiro.
Con esta esperanza, nos hemos reunido aquí para dar gracias por las innumerables bendiciones que el Cielo ha derramado en estos cien años, y que han transcurrido bajo el manto de Luz que la Virgen, desde este Portugal rico en esperanza, ha extendido hasta los cuatro ángulos de la tierra. Como un ejemplo para nosotros, tenemos ante los ojos a san Francisco Marto y a santa Jacinta, a quienes la Virgen María introdujo en el mar inmenso de la Luz de Dios, para que lo adoraran. De ahí recibían ellos la fuerza para superar las contrariedades y los sufrimientos. La presencia divina se fue haciendo cada vez más constante en sus vidas, como se manifiesta claramente en la insistente oración por los pecadores y en el deseo permanente de estar junto a «Jesús oculto» en el Sagrario.
En sus Memorias (III, n.6), sor Lucía da la palabra a Jacinta, que había recibido una visión: «¿No ves muchas carreteras, muchos caminos y campos llenos de gente que lloran de hambre por no tener nada para comer? ¿Y el Santo Padre en una iglesia, rezando delante del Inmaculado Corazón de María? ¿Y tanta gente rezando con él?» Gracias por haberme acompañado. No podía dejar de venir aquí para venerar a la Virgen Madre, y para confiarle a sus hijos e hijas. Bajo su manto, no se pierden; de sus brazos vendrá la esperanza y la paz que necesitan y que yo suplico para todos mis hermanos en el bautismo y en la humanidad, en particular para los enfermos y los discapacitados, los encarcelados y los desocupados, los pobres y los abandonados. Queridos hermanos: pidamos a Dios, con la esperanza de que nos escuchen los hombres, y dirijámonos a los hombres, con la certeza de que Dios nos ayuda.
En efecto, él nos ha creado como una esperanza para los demás, una esperanza real y realizable en el estado de vida de cada uno. Al «pedir» y «exigir» de cada uno de nosotros el cumplimiento de los compromisos del propio estado (Carta de sor Lucía, 28 de febrero de 1943), el cielo activa aquí una auténtica y precisa movilización general contra esa indiferencia que nos enfría el corazón y agrava nuestra miopía. No queremos ser una esperanza abortada. La vida sólo puede sobrevivir gracias a la generosidad de otra vida. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24): lo ha dicho y lo ha hecho el Señor, que siempre nos precede. Cuando pasamos por alguna cruz, él ya ha pasado antes. De este modo, no subimos a la cruz para encontrar a Jesús, sino que ha sido él el que se ha humillado y ha bajado hasta la cruz para encontrarnos a nosotros y, en nosotros, vencer las tinieblas del mal y llevarnos a la luz.
Que, con la protección de María, seamos en el mundo centinelas que sepan contemplar el verdadero rostro de Jesús Salvador, que brilla en la Pascua, y descubramos de nuevo el rostro joven y hermoso de la Iglesia, que resplandece cuando es misionera, acogedora, libre, fiel, pobre de medios y rica de amor.