La región australiana de Canberra aprobó este pasado mes de agosto una ley que obligaría a los sacerdotes a romper el secreto de confesión cuando conozcan algún caso de abuso sexual. Esta medida tiene su fecha de entrada en vigor el 31 de marzo de 2019. Hasta entonces la Archidiócesis de Canberra podrá ir pactando con las autoridades la forma en cómo se pondrá en funcionamiento esta polémica ley. De momento la Conferencia Episcopal Australiana ya se ha posicionado en contra de esta medida, respaldando la postura del arzobispo de Canberra, Chistopher Prowse, quien ha asegurado que apoya las medidas gubernamentales en la prevención y denuncia de los casos de abusos sexuales, pero no cuando se trata de romper el secreto de confesión: “Apoyo el Esquema de Conducta Denunciable del Gobierno. Cuando el plan del Gobierno para reportar todas las acusaciones de abuso infantil no incluía parroquias y comunidades de fe, pedí que se rectificara y fortaleciera esa anomalía. Pero no puedo apoyar el plan del Gobierno de romper el secreto de confesión”, señaló el arzobispo, tal y como recogía Aciprensa.
Hay una argumentación jurídica civil y eclesiástica que parte de un respeto a la legislación canónica que regula este sigillum confessionis. El Derecho Canónico, en el cánon 983.1 establece que: “El sigilo Sacramental es Inviolable; por lo cual está terminantemente prohibido al confesar descubrir al penitente, de palabra, o de cualquier otro modo, y por ningún motivo”. Y se señalan las consecuencias. Si algún sacerdote viola dicho “secreto” quedará automáticamente excomulgado. (cánon 983 y 1388).
En España el Tribunal Supremo en una sentencia de 11 de octubre de 1990, falló a favor de un sacerdote basándose en que la negativa de este a testificar en el juicio venía expresamente prevista en el artículo 417 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que dispone que no podrán ser obligados a declarar los eclesiásticos. En este mismo sentido se pronuncia el Acuerdo de 1976 firmado entre la Santa Sede y el Estado español y los Acuerdos de 1992 entre el Estado español y las confesiones religiosas minoritarias, que recoge expresamente en su artículo 3, tutelar el secreto de confesión en su más amplio sentido, es decir, el sigilo sacramental proviene de la relación confidencial entre fieles y ministros de culto.
A raíz de la noticia en Australia algunos se han preguntado si algunos delitos, como la pederastia, podrían quedar fuera de este sigillum confessionis. La pregunta podría trasladarse al secreto profesional que blinda a otras profesiones para guardar secreto de aquello que tienen conocimiento desde el ejercicio de su profesión: abogados, médicos, periodistas.
Pero en el caso del secreto de confesión hay que añadir otros argumentos:
El arzobispo de Camberra apuntaba: “¿Qué agresor sexual confesaría a un sacerdote sabiendo que sería denunciado? Es la experiencia cotidiana de los pastores la que señala que los abusadores de niños no confiesan el crimen a la policía o a sacerdotes. Si se retira el secreto confesional, la remota posibilidad de que confiesen y sean aconsejados a informar del hecho se habría ido”.
Y alertaba de que la aprobación de esta ley amenazaría la libertad religiosa. Prowse recordó que los sacerdotes están obligados por un voto sagrado a mantener el secreto confesión. “Sin ese voto, ¿quién estaría dispuesto a desahogarse de sus pecados, buscar el sabio consejo de un sacerdote y recibir el perdón misericordioso de Dios?”.
Non solum sed etiam
Intentar criminalizar a los sacerdotes que mantengan su fidelidad sacerdotal cumpliendo el sigilo de la confesión es tirar piedras sobre el propio tejado de la justicia. Es arriesgarse a perder unos verdaderos cómplices de la justicia. Es no tener ni idea del Poder del Perdón y la Misericordia Divina.
No podemos descartar la posibilidad de que el sacerdote pueda ayudar al penitente para orientarle a una verdadera contrición, y de esta manera conducirlo hacia lo que “debe hacer”: Por ejemplo, aconsejarle que se presente en cualquier comisaría de policía y que declare que ha cometido un delito. Más aún, el sacerdote tiene la potestad de condicionar la absolución si no percibe un verdadero arrepentimiento, muestra del cual sería por ejemplo esa confesión a las autoridades.
Pero quiero recordar también que ese sigillum confessionis nos afecta a todos, tal y como se desprende del canon 983.2: “También están obligados a guardar secreto el intérprete, si lo hay, y todos aquellos que, de cualquier manera, hubieran tenido conocimiento de los pecados por la confesión”. En una interpretación extensiva serán también excomulgados de forma automática aquellas personas que capten mediante cualquier instrumento técnico (grabadoras…), o divulgue las palabras del confesor o penitente, ya sea la confesión verdadera o fingida, propia o ajena.
El “Sigilo Sacramental” obliga, aunque no se obtenga la absolución de los pecados o la confesión resulte inválida, incluso aunque el penitente le releve del secreto y pida al sacerdote que lo manifieste (cánones 1.548 y 1.550).
Como dice Antonio Lizcano en su libro “La Confesión, Sacramento de la contrición” el sacerdote se sabe que “no tiene derecho de propiedad sobre lo que recibe como acusación de su pecado de parte del fiel que se confiesa”.
A todos nos repugna la pederastia y otros delitos, pero medidas legislativas como la que pretenden en Australia no sirven para erradicar los delitos, hacen un flaco favor a las víctimas, y también a los delincuentes, que a veces en el Sacramento de la confesión, de la reconciliación, han encontrado las fuerzas necesarias para arrepentirse y confesar a las autoridades su delito, para pedir perdón y dar la opción de ser perdonados. La justicia de los hombres a veces no llega tan lejos.
Al final, si sabemos verlo, el Sacramento de la Confesión acaba siendo una seguridad divina y judicial, una garantía universal y eterna.