Gregorio Delgado Pluralismo y laicidad
(Gregorio Delgado, catedrático).- "Pluralismo significa asumir que vivimos en sociedades donde coexisten distintas concepciones sobre lo que es bueno y lo que es malo. Pluralismo significa convivir a la vez en el consenso y en el disenso, en una diversidad provisionalmente unificada. Y digo provisionalmente porque no caben ya los valores absolutos ni los principios universales" (Salvador Pániker, Variaciones 95, Barcelona 2002, pág. 32).
Los individuos, que conformamos las actuales sociedades civiles occidentales, reivindicamos el derecho a ser como se nos antoja en todos los órdenes de la vida. Difícilmente entendemos que la voluntad general (la mayoría política y social) nos imponga ciertas cosas que no compartimos, que concebimos como contrarias a derechos que estimamos fundamentales o simplemente no son de nuestro agrado. Entre éstos, está el primero y principal: el derecho a elegir personalmente nuestro menú, a confeccionar nuestra carta personal, a tomar condimentos de aquí y de allí, esto es, a la medida de nosotros mismos.
No se puede dudar que estamos en la llamada era del hibridismo. Los valores son entendidos y vividos como algo relativo, cambiante y provisional (Cfr., sobre el particular, Salvador Pániker, Asimetrías, Barcelona 2008). La ciencia se ha hecho interdisciplinar y la misma ética es sobre todo casuística. "Y hablar de hibridismo -nos dice Pániker- es hablar de identidades múltiples, pluralismo a la carta, mestizaje cultural, collage. Sucede que hoy todo es una mezcla felizmente poco consistente de actitudes y valores dispersos. De la gran matriz cultural, de los miles de matrices culturales, se pueden extraer combinaciones múltiples. Se puede ser a un tiempo anarquista, petimetre y budista. Homosexual y cristiano. Ateo y místico. Socialista y nacionalista. Melómano y nazi. Caben todas las combinaciones imaginables. También las inimaginables Y no hay que pensar que los distintos factores se relacionan de manera casual: simplemente, conviven" (Ibidem).
En realidad, el pluralismo ya está comprendido en la idea misma de libertad, es libertad para expresarse de manera religiosa o secular, que dice Martha Nussbaum. Nada es aceptable que no provenga con la acreditación previa de haber sido condimentado en un marco de libertad. La gente sólo se siente cómoda y a gusto si ella misma ha elaborado el menú en cuestión. En el fondo, se afirma un sincretismo en virtud del cual todo se puede afirmar, combinar y mezclar. Este modo de ver las cosas, es particularmente predicado respecto a las variadas opciones religiosas que se ofrecen al hombre actual.
Aunque esto conlleva un cierto relativismo, difícilmente aceptado por las organizaciones religiosas oficiales, debemos recordar que si, en algún aspecto de la reflexión humana, ha funcionado el sincretismo respecto de los valores precedentes, el cristianismo es un ejemplo paradigmático. Aunque se haya olvidado o no se tenga en acto, los cristianos deberíamos recordar y saber que nuestro sistema de valores es deudor de doctrinas precedentes religiosas y filosóficas (Cfr., al respecto, Salvador Pániker, Asimetrías, cit., pág. 20 y ss. Pueden ilustrarnos dos obras fundamentales al respecto: Tomothy Freke y Peter Gandy, Los misterios de Jesús. El Origen oculto de la religión cristiana, Barcelona 2000 y Antonio Piñeiro, Orígenes del cristianismo. Antecedentes y primeros pasos (Obra colectiva), Córdoba-Madrid 1995).
En cualquier caso, el mismo Benedicto XVI nos ha recordado (Discurso de 11.05.2010 en el aeropuerto de Portela -Lisboa-, en OR 20, 2010, pág. 7) que "vivir en la pluralidad de sistemas de valores y de marcos éticos requiere un viaje al centro del propio yo y al núcleo del cristianismo ...". Da por supuesto que ese es el signo de los tiempos actuales, que el cristiano ha de vivir en ese marco de referencia: pluralidad de sistemas de valores y de marcos éticos. Idea que ha vuelto a ser recordada a propósito del justo reconocimiento a la dimensión pública de la afiliación religiosa. "Se trata (Discurso del 23.09.2011 en Berlín, en OR 40, 2011, pág. 4) de una exigencia de no poco relieve en el contexto de una sociedad mayoritariamente pluralista". Realidad que aplica posteriormente a la situación de Alemania, en la actualidad, "...marcada por un notable pluralismo en materia de convicciones religiosas".
Si se reconoce el carácter esencialmente pluralista de la sociedad actual -es un hecho incontrovertible-, no será, a su vez, fácil sustraerse a la idea según la cual el individuo requiere un amplio margen de libertad para elegir. Surge así la idea de tolerancia respecto del individuo que toma sus decisiones, que, incluso, opta libremente por aceptar o no la fe que se le ha anunciado. Así, por ejemplo, ya en 1486, Giovanni Pico della Mirandola subrayó -con invocación de otras creencias muy anteriores- que el hombre es, por voluntad divina -usando la terminología eclesiástica-, el centro del mundo creado, "con el propósito de que tú, como juez y artífice supremo de ti mismo, te des la forma que elijas". Tradición cultural que puede verse reafirmada en Francisco de Vitoria, Locke, Voltaire, Thomas Paine, Thomas Jefferson, John Staurt Mill, etc. (Cfr., por todos, Antonio Hernández Gil, La edad de la tolerancia, ABC, 16.11.2011).
Es obvio, por otra parte, que la Iglesia católica -al igual que el resto de las Iglesias oficiales y el islamismo- no comulga con este relativismo implícito o consiguiente al pluralismo. En efecto, "... esta última ideología (...) confía al juicio subjetivo del individuo o a la simple opinión mayoritaria la decisión de establecer siempre lo verdadero y lo justo, aun cuando se trata de verdades y valores absolutos y de derechos personales de los que no se puede disponer" (Card. Herranz Casado, en OR 26, 2010, pág. 7). Muy probablemente, el hombre de nuestro tiempo no acepte que lo verdadero y lo justo le venga fijado por nadie, ni por el Estado ni por ninguna religión. Será cada cual quien determine el valor que otorga a determinados valores y principios éticos. Sólo él les reconocerá o no un valor absoluto. La crítica de los absolutos, iniciada ya con Cervantes (Cfr. Octavio Paz, Hombres en su siglo, Barcelona 1984, pág. 15) ha llegado ya a su culmen.
Ahora bien, no es posible reconocer el carácter pluralista de la sociedad actual y, al mismo tiempo, no afirmar la tolerancia o empeñarse en negar su carácter laico. "Pluralismo -como ha dicho Salvador Pániker- significa espacio laico" (Op. cit., pág. 25). Pese a los temores de la Iglesia católica frente al término mismo -recuerda un pasado laicista y sectario de algunos Estados-, creemos que se ha de realizar un esfuerzo notable a fin de impulsar este espacio laico. Ello es así porque encierra y exige una pluralidad de actitudes y conductas basadas en principios y valores de asentimiento generalizado.
Especialmente deseable es esta exigencia en nuestro país ante un especie de renacimiento de un pasado que creíamos haber superado, a saber: a). El obstinado empeño de ciertos sectores católicos -los más conservadores y fundamentalistas- por subrayar que somos un Estado aconfesional y no laico. Esta ‘extraña pirueta conceptual' olvida -como ha recordado Victorino Mayoral Cortés- que lo aconfesional es, en definitiva, una parte sustantiva de la laicidad (El Mundo, 15.07.2004); b). Por el también obstinado empeño de amplios sectores de la izquierda cultural y política en esgrimir un sectarismo laicista.
La laicidad del Estado es una exigencia clara de la igualdad y de la libertad de conciencia. A partir del art. 16.3 CE (‘ninguna confesión tendrá carácter estatal'), se quiso evitar, precisamente, la realidad histórica y sociológica multisecular en nuestro país. Los constituyentes españoles quisieron superar -de una vez por todas- la tradicional confesionalidad doctrinal y sociológica con cierta tendencia a la intolerancia. A todo esto se quiso decir no. Una de las tradicionales opciones pendulares del derecho español se despejó para siempre del horizonte constitucional (el Estado español no es confesional).
Es cierto que la utilización del término ‘laicidad' ha encontrado muchas resistencias en los ámbitos católicos. Se temía y se teme su confusión -siempre posible- con el término ‘laicismo', a la vez que se añoraba y añora una cierta confesionalidad. Ambos prejuicios siguen -de alguna forma- presentes en amplios sectores de la sociedad en España.
Hablar de laicidad es hablar ante todo de neutralidad, esto es, "... el Estado .... (ha de ser) imparcial respecto de las convicciones y creencias, religiosas o no, de sus ciudadanos. Siempre que se respeten los valores fundamentales definidores de la identidad del Estado, todos son iguales para él. La neutralidad del Estado es un precipitado tanto de la igualdad como de la libertad de conciencia. Sólo la neutralidad del Estado, como lo atestigua la historia, garantiza el pleno respeto de la igualdad y, consecuentemente, de la libertad de conciencia: el trato discriminatorio, tanto positivo como negativo, se traduce inexorablemente en coacción y limitación, si quiera sea indirecta, de la libertad de conciencia..." (Dionisio Llamazares, Derecho de la libertad de conciencia, I, Madrid 2002, pág. 316). El Estado, por tanto, está obligado a dar exactamente el mismo trato a quienes tienen creencias e ideas religiosas que a quienes no las tienen, a quienes tienen unas y a quienes tienen otras (José A. Souto, Derecho eclesiástico del Estado, Madrid 1995, pág. 86). Esto -el laicismo sectario- también se quiso despejar del horizonte constitucional.
Hablar de laicidad es hablar de separación a fin de garantizar la mutua independencia. La separación contiene tres aspectos: a). El Estado no puede tomar ninguna decisión en el ámbito de su competencia sobre la base de motivos religiosos: b). El Estado no puede intervenir en los asuntos internos de las confesiones religiosas; y c). La entidades religiosas no forman parte del aparato del Estado ni se equiparan a las entidades públicas (Dionisio Llamazares, Derecho ... cit., pág. 319). Nada de lo expuesto, significa que el Estado no pueda cooperar con las confesiones religiosas. Todo lo contrario. En nuestra Constitución, se recoge de manera explícita en el art. 16.3 y dirige un mandato claro a los poderes públicos en el art. 9.2.