Francisco, el reformador inteligente La reforma como ruptura
(Gabriel M. Otalora).- He leído y escuchado muchos comentarios y reflexiones en torno a los cien días del papa Francisco, y afortunadamente, percibo una mayoría que cree ver un rayo de esperanza en el rumbo de la iglesia católica que parece estar cambiando a mejor, es decir, a más evangélica. Sin embargo, existe una línea de opinión de personas solventes que advierte que el papa no lo puede todo, que no esperemos grandes cambios, dada la enorme mole en que se ha convertido nuestra institución eclesial.
En el fondo, lo que parece es una llamada de atención a los ilusionados rupturistas, para que no se desanimen si la impronta del nuevo papa logra resultados más bien pequeños y su velocidad en los cambios es más lenta de lo que parece conveniente.
¿Ruptura o reforma? Creo que muchos cristianos se alinearían detrás de ambas posibilidades, casi a partes iguales; cabría una tercera posibilidad, la de mantenerse en el continuismo, pero está descartada dada la personalidad y las opiniones expresadas por el propio papa. Yo quiero aprovechar el signo de sobrepasar los cien días de gobierno papal para apuntar algo más sobre los ritmos y el calado de las medidas que va desbrozando el papa.
La suerte de tener muchos años, como es el caso de Francisco, es que la perspectiva de las cosas, desde la experiencia y la honestidad de toda una vida entregada a la Verdad del amor, ayudan mucho más que los conocimientos que uno pueda atesorar. Y desde esta posición privilegiada, además de una ruptura que no parece sea el camino elegido por el papa, creo que pueden darse al menos dos posibles tipos de reformas con resultados muy diferentes.
Por un lado, se puede reformar desde una mal entendida prudencia y cambiar cosas poco esenciales. El miedo o el interés prevalecen sobre cualquier otra cosa. Por otro, una reforma continuada en el tiempo que llegue a ser de calado, puede tener parecidos efectos a los de una ruptura.
En este segundo tipo de reforma, se llevarían a cabo cambios prudentes -prudencia como virtud, como la que esgrimió Jesús de Nazaret-, sin prisa pero sin pausa, que vayan haciendo digerible un cambio profundo como el que necesita la Iglesia católica desde hace mucho tiempo.
Esto me recuerda a la nave de Jasón, que de vuelta de su odisea homérica, parecía ser otra, tal era la cantidad de pequeñas reformas que habían tenido que acometer en el barco, hasta hacerse irreconocible al regreso para quienes la vieron partir. Lo mismo puede decirse de los argonautas que le acompañaron a Jasón, que volvieron "diferentes" ante la extraordinaria experiencia de las aventuras vividas.
Todo me indica que el papa Francisco está optando ya por la reforma desde esta segunda forma de concebirla. Palabras suyas son éstas, de una homilía suya en Buenos Aires el 2 de septiembre del año pasado:
"Clericalizar la Iglesia es hipocresía farisaica. No a al clericalismo hipócrita. Sí a la cercanía. A tener ternura especialmente con los pecadores, con los que están más alejados, y saber que Dios vive en medio de ellos".
Dejemos pasar un tiempo prudencial y es posible que nos encontremos con una institución eclesial radicalmente diferente a la actual con las principales señas evangélicas encima de la mesa de trabajo de obispos, laicos, cardenales. Aunque quedará mucho camino por andar porque la mejora solo acaba con la muerte; y además, para algunos todo es poco, son los amigos de las prisas y de los grandes gestos traumáticos que tienen el peligro de desequilibrar un buen rumbo. Están ahí, junto a los que siempre andan al acecho para que si es preciso cambie lo que sea, pero buscando que todo siga igual o parecido.
Además de buena persona, este papa me parece lo suficientemente inteligente como para lidiar este tiempo histórico. Mientras intentamos seguir sus pasos, rezaremos por él como ha sido su deseo desde el primer día del papado. Eso quiere decir que confía más en el Espíritu que en sus manos; lo dicho, se muestra como un reformador muy inteligente.