"La convivencia no es ausencia de conflictos, sino el arte paciente de reconocerlos, acogerlos y transformarlos" El verdadero reto de la Iglesia no es la unidad, sino la diversidad

"Las diferencias son una característica de la sociedad global, una condición estructural. Pretender que la Iglesia, como cualquier otra realidad colectiva, se exprese de manera uniforme y monótona, significa ignorar esta transformación"
"Para Bergoglio, la primacía papal siempre ha sido fundamento de la libertad de expresión de las diferencias, importante para la misión de la Iglesia (¡no para una confrontación dialéctica ideológica!)"
"La identidad católica es la del «pueblo de Dios en camino», y no se defiende endureciéndose movido por el miedo"
"En un mundo dividido por polarizaciones cada vez más radicales, la capacidad de mantener unidas las diferencias es quizás el reto más urgente. No solo para la Iglesia, sino para toda la sociedad"
"La identidad católica es la del «pueblo de Dios en camino», y no se defiende endureciéndose movido por el miedo"
"En un mundo dividido por polarizaciones cada vez más radicales, la capacidad de mantener unidas las diferencias es quizás el reto más urgente. No solo para la Iglesia, sino para toda la sociedad"
En el debate que atraviesa hoy la Iglesia católica, en vísperas de un cónclave comprometido —entre diferencias culturales, tensiones internas y retos globales—, el tema de la unidad se evoca a menudo como un ideal que hay que defender. Pero, ¿es realmente este el punto central? Hay quien afirma que el verdadero problema de la Iglesia actual, tras el pontificado de Francisco, es la falta de unidad: demasiadas voces discordantes, demasiadas sensibilidades diferentes, demasiadas tensiones en cuestiones éticas y sociales. Pero esta visión corre el riesgo de ser engañosa. Veamos por qué.
Las diferencias son una característica de la sociedad global, una condición estructural. Pretender que la Iglesia, como cualquier otra realidad colectiva, se exprese de manera uniforme y monótona, significa ignorar esta transformación. La cohesión no puede buscarse en la uniformidad, sino en la capacidad de acoger y armonizar lo múltiple. Bergoglio ha entendido la institución eclesial como una armonía que se forma constantemente a partir del desorden de la diversidad y los contrastes, sabiendo que tanto el desorden como la armonía son suscitados por el mismo Espíritu Santo y, por lo tanto, ambos tienen un profundo valor espiritual. El Espíritu no impone la homologación, sino que armoniza y acorda las diferencias. La unidad de la Iglesia es, por tanto, fruto de la libertad del Espíritu, que obra en la historia y en las conciencias.

Pensar la unidad en términos de compactibilidad ideológica o de consenso absoluto es, hoy, una ilusión peligrosa. Significa simplificar la realidad, reduciéndola a categorías estáticas, cuando en cambio la realidad es fluida, atravesada por conflictos que no siempre se pueden resolver de manera lineal. Sin embargo, precisamente de esta complejidad puede surgir algo vital, si se tiene el valor de afrontarla sin miedo y a la luz de un Evangelio radical y sin las adaptaciones propias de lo que Francisco llamaba «introversión eclesial», que nada tiene que ver con la verdadera forma católica de la Iglesia. Contra esta introversión luchó Francisco invocando también la libertad de expresión. En 2014 dijo a los obispos reunidos en el Sínodo: «Que nadie diga: «Esto no se puede decir; pensarán de mí esto o aquello...».
Y refirió que un cardenal le había escrito: «Es una pena que algunos cardenales no hayan tenido el valor de decir algunas cosas por respeto al Papa, pensando quizá que el Papa pensaba algo diferente». La reacción de Francisco fue clara y contundente: «Esto no está bien, porque hay que decir todo lo que se siente que hay que decir en el Señor: sin respeto humano, sin temor. Y, al mismo tiempo, hay que escuchar con humildad y acoger con corazón abierto lo que dicen los hermanos. Y hacedlo con mucha tranquilidad y paz, porque el Sínodo siempre se celebra cum Petro et sub Petro, y la presencia del Papa es garantía para todos y custodia de la fe».
Para Bergoglio, la primacía papal siempre ha sido fundamento de la libertad de expresión de las diferencias, importante para la misión de la Iglesia (¡no para una confrontación dialéctica ideológica!).
La Iglesia católica es una realidad global, presente en todos los rincones del mundo, inmersa en contextos culturales muy diversos. Y, después de este pontificado, mucho más que antes. No puede sino ser pluralista en sus expresiones, en sus formas de pensamiento, en sus prioridades pastorales. Intentar devolverla a un pasado más «ordenado» significa sofocar su vitalidad.
Francisco fue muy lúcido cuando, al término del Sínodo de 2015, dijo: «Más allá de las cuestiones dogmáticas bien definidas por el Magisterio de la Iglesia, hemos visto también que lo que parece normal para un obispo de un continente, puede resultar extraño, casi escandaloso —¡casi! – para el obispo de otro continente; lo que se considera una violación de un derecho en una sociedad, puede ser un precepto obvio e intangible en otra; lo que para algunos es libertad de conciencia, para otros puede ser solo confusión».
La cuestión, entonces, es saber leer e interpretar las diferencias. Una tarea que requiere discernimiento, es decir, escucha, diálogo, paciencia. La identidad católica es la del «pueblo de Dios en camino», y no se defiende endureciéndose movido por el miedo. Hay que sentarse a la mesa y hablar, como se ha hecho en los últimos sínodos. Sobre todo para comprenderse mejor, cada uno con sus necesidades y esperanzas.

Y hay que salir del atolladero de la oposición entre conservadores y progresistas. Recordemos, solo a modo de ejemplo, que Francisco, al comienzo del Año Jubilar de la Misericordia, concedió a los sacerdotes lefebvrianos la facultad de confesar válidamente, y el mismo Bergoglio no dudó en ayudar a las comunidades tradicionalistas cuando era cardenal de Buenos Aires, facilitando su presencia legal en el país. El verdadero nudo que hay que desatar no está en la oposición ideológica.
Ya el Concilio Vaticano II había reconocido que la Iglesia no puede ser un bloque monolítico, sino un organismo vivo, capaz de dialogar con la historia, con las culturas, con la ciencia, con el pensamiento contemporáneo. Hoy, dejar de lado esa lección significa dejar de ser creíbles. También el pensamiento teológico es, en realidad, un importante banco de pruebas. Las diferentes escuelas de pensamiento, las sensibilidades más progresistas o más tradicionalistas, las preguntas planteadas por teólogos de todos los continentes, no son una amenaza que haya que desactivar, sino un recurso que hay que comprender. La diversidad, si es honesta y está arraigada en la búsqueda sincera, es generativa.
La unidad se realiza en un proceso lento y a menudo fatigoso: no evitando los conflictos, sino atravesándolos con una mirada profunda. La versión especular de esta visión en la política internacional es el obstinado llamamiento de Francisco al multilateralismo, un llamamiento en gran parte ignorado, pero siempre respaldado por la diplomacia de la Santa Sede. En un mundo dividido por polarizaciones cada vez más radicales, la capacidad de mantener unidas las diferencias es quizás el reto más urgente. No solo para la Iglesia, sino para toda la sociedad.
La verdadera unidad nace de la reconciliación, de la que hoy tenemos una inmensa necesidad. No es la negación de la diversidad, sino su transformación en comunión. Es en esta perspectiva que la Iglesia puede ser un laboratorio abierto, un lugar donde aprender que la convivencia no es ausencia de conflictos, sino el arte paciente de reconocerlos, acogerlos y transformarlos. Y, en esto, tiene algo muy importante que decir al mundo.

Etiquetas