Hoy hace 500 años murió Cisneros



El diario ABC publica hoy, fecha en que se conmemora el quinto centenario de la muerte de Francisco Ximénez de Cisneros, una esquela que recoge sus títulos y méritos al servicio de la Iglesia y de España, así como la petición de que “su ejemplo de austeridad, abnegación, sacrificio, valor, entrega y servicio a su Nación y a sus reyes sirva de faro y guía a los gobernantes presentes y futuros para la defensa de la Unidad, Libertad y Dignidad de España”.

Curiosamente la esquela señala erróneamente a Cisneros como primer Arzobispo de Granada, cuando en realidad lo fue –como es bien sabido– Fray Hernando de Talavera, religioso jerónimo y anterior confesor de la Reina Isabel.

Mi primer encuentro con el cardenal Cisneros fue hace 26 años, cuando publiqué un libro titulado “Yo te absuelvo, majestad”, sobre confesores de reyes y reinas de España. Me impactó mucho su figura por contraste con la de fray Hernando de Talavera, el bondadoso confesor de Isabel la Católica que, nombrado arzobispo de Granada, se hizo amigo de los musulmanes hasta ser nombrado por ellos el “alfaquí cristiano”, pues llegó a aprender árabe, implantó la liturgia en lengua vernácula, era contrario a la Inquisición y evangelizaba persona a persona. Los reyes no estaban contentos con el progreso de las conversiones y mandaron a Cisneros para acelerarlas. (Curisamente la diócesis de Granada acaba de iniciar el proceso de canonización de Talavera, 5 siglos después) Los métodos coercitivos del arzobispo de Toledo, su quema de libros coránicos y la dureza de su ascetismo no dieron resultado, sino que provocaron de nuevo la insurrección en el Albaicín. Mientras Talavera, que logró apaciguarlos, murió pobre y perseguido por la Inquisición, Cisneros subía en cargos e influjo en la Corte.

Reconozco que entonces el personaje no me cayó muy simpático. El año pasado, Ymelda Navajo y Carmen Fernández de Blas, directoras de La Esfera de los Libros, me sugirieron que escribiera, a raíz del V Centenario de su muerte, una novela histórica sobre él. Al profundizar con este motivo en Cisneros me acordé de aquella frase de Baltasar Gracián: “El primer paso de la ignorancia es presumir de saber, y muchos sabrían si no pensasen que saben”. Reconozco humildemente que entonces yo no sabía suficientemente sobre este hombre complejo y polifacético. Y es que en el caso del cardenal Cisneros hemos vivido muchos años de tópicos. Además su figura ha sido utilizada por unos y por otros. Presentado como uno de los fautores de la unidad de España, fue promocionado por el franquismo y la España nacionalcatólica, mientras que en la época posconciliar era contrapuesto como antihéroe a un precursor ecuménico, fray Hernando de Talavera.

No deja de ser curioso que hayan sido los historiadores franceses, como Baudier, Fléchier, Richard y hasta Fenelón los que desde el siglo XVII comenzaron a reivindicar a Cisneros por su defensa de la autoridad frente a los nobles, por no enriquecerse personalmente, por no matar a sus competidores, frente a los desmanes de un cardenal Richelieu. Lo cierto es que, pese a sus paradojas y singular psicología, hoy son los datos los que estrictamente le reivindican. Entre historiadores actuales más cercanos que lo han hecho cabe señalar sobre todo al franciscano José García Oro, el mayor investigador de Cisneros, y recientemente al hispanista Joseph Pérez, premio Príncipe de Asturias por sus valiosas aportaciones.

Cisneros no es en su psicología y trayectoria un personaje cautivador. Ha provocado al mismo tiempo la fascinación y el rechazo. Que un hombre de extracción humilde, aunque se le quiera buscar alcurnia en los orígenes, consiguiera pasar de clérigo anónimo e incluso encarcelado a ermitaño austero, confesor de la reina, arzobispo de Toledo, gran inquisidor, cardenal regente y por lo tanto a gobernar España e influir en la Europa de su tiempo, provoca cuando menos asombro e intriga. De aquí se deduce que en mi opinión Francisco Jiménez de Cisneros sea en sí mismo un personaje de novela. Sobre todo por el entorno en crisis y transformación en que vivió, desde el caos del frívolo Enrique IV a la España innovadora de los reyes católicos, con la unificación de los reinos de Castilla y Aragón, el descubrimiento y primera evangelización de América, la conquista de Granada y Orán, la Inquisición, la expulsión de los judíos y el mecenazgo de la cultura, y sobre todo con la fundación de la universidad de Alcalá y la monumental edición de Biblia Políglota Complutense.

Todo ello es vivido desde una personalidad rica y misteriosa. De un clérigo en su juventud arribista, obsesionado con hacer carrera para sacar a su familia de la pobreza a través de estudios y beneficios, hasta llegar a ser de hecho “tercer rey de España” (título de mi novela, pubblicada por La Esfera de los libros"), pasando por una profunda conversión a la pobreza y ascética franciscana más radical, que nunca abandonó incluso en medio de los oropeles del poder y la corte, es algo que sólo puede alcanzarse gracias a una fuerte, tenaz y rica personalidad. Ahí radica sin duda el mayor interés histórico y narrativo de nuestro personaje.

Todas esas aparentes contradicciones y su resultado político han provocado sesudos estudios de biógrafos e investigadores. Pero en su mayoría, pese a algunos esfuerzos divulgadores, exigen una adecuada preparación en el lector, dada la profusión de engorrosos datos históricos en los que se enmarcan. Quizás por esta razón no existe hasta ahora, que yo sepa, una novela histórica que ahonde en él haciéndolo al mismo tiempo accesible. Por otra parte muchos de los ingredientes más habituales del género narrativo, como amoríos, crímenes y traiciones, brillan por su ausencia, al menos en la vida personal del protagonista. De aquí que pueda decirse que una novela sobre Cisneros esté necesariamente abocada a ser una novela política.

Incansable, trabajador, apenas comía, y dormía malamente en una tabla que sacaba con ruedas de debajo de la lujosa cama con dosel. Le gustaba más la teología que el Derecho y mientras lo afeitaban o cenaba llevaba consigo especialistas que discutían sobre temas bíblicos. Creo fundaciones, fomentó las artes, la arquitectura y las letras, mejoró la economía, potenció la artillería y la marina, y el que no había dialogado con los moros, sí lo hizo con amigos judíos para publicar la monumental e incomparable Biblia Políglota Complutense adelantándose entre otros a Erasmo. Favoreció la evangelización del Nuevo Mundo y escuchó con atención a fray Bartolomé de las Casas. Pero sobre todo mantuvo vivo el ideal de los Reyes Católicos con enormes dificultades para entregarle los reinos intactos a Carlos I, que ingratamente le rehuyó cuando acudía moribundo a su encuentro.

Sin duda, como regente, como tercer rey de España, nunca pensó en sí mismo sino en el bien de España. ¿Que era raro? Sin duda. Muy raro. Que le gustaba igualmente el olor de la pólvora en la guerra como el del incienso en la Iglesia. Que a veces se pasó en los procedimientos en Granada y en sus métodos reformistas. También. Pero no olvidemos que le tocó vivir tiempos recios en que los vicios de la época contaminaban la vida conventual y personal de los clérigos y los nobles eran auténticas aves de rapiña. Quizás por eso, personalmente intachable, nunca prosperaron los diversos intentos posteriores de subirle a los altares,

¿Dónde encontrar un hilo conductor para contar todo esto? En muchas ocasiones suele el novelista crear un personaje de ficción, un testigo que ponga en escena y ambiente el relato. Sin embargo esta vez la propia historia, y sin dejar de ser fiel a ella, me lo ha proporcionado. Se trata del toledano Francisco Ruiz (Toledo,1476-Ávila,1528), que desde su adolescencia como compañero y secretario del protagonista, vivió desde que era un joven frailuco a su lado a partir de las correrías de ambos en las visitas a conventos a las grandes decisiones de Estado del cardenal hasta su muerte. Sobre la presencia, influjo y amistad del que fuera nombrado obispo de Ciudad Rodrigo (1509-1514) y después de Ávila (1514-1528), sin apartarse nunca de su mentor y padre, incluso durante el breve tiempo que fue misionero en América, hay también numerosos datos históricos.

Por tanto la función del novelista en este caso se concreta en recrear la España en que ambos vivieron y convertir en relato legible lo que en sí mismo por la variedad de acontecimientos históricos constituye una gran novela. En ella he intentado esbozar un retrato vivo del cardenal Cisneros para acercarlo al lector de hoy, respondiendo en lo posible al gran desafío de ofrecer una explicación coherente al impulso interior de su complicada psicología. Me he basado con este fin en la abundante bibliografía, desde la clásica del profesor Alvar Gómez de Castro a los estudios recientes del franciscano José García de Oro y el hispanista francés Joseph Pérez. “El cardenal lucía un ingenio sorprendente –afirma García Oro- y desconcertante. Tenía una notable intuición en el trato con la inquieta y apasionada nobleza castellana de sus días, a la que consiguió serenar e incluso atraer en momentos muy difíciles a acuerdos, pactos y decisiones que favorecían a la monarquía. Suscitaba con gran facilidad la adhesión generosa de los oficiales y letrados, que siempre le demostraron afecto y gran lealtad. Con criterios más pragmáticos, sabía hacer eficaz su autoridad en las instituciones y poblaciones del señorío arzobispal, en las que realizó reformas y cambios de gran importancia, en particular en el campo de la administración y de la hacienda municipal”. Pérez por su parte subraya su ideal de concepto de Estado como servicio público por encima de facciones y partidos siempre en función del bien común.

Después de cinco siglos nuestro mundo parece haber aprendido poco sobre la auténtica función de la política. Los intereses particulares, la ambición personal, el partidismo, el beneficio económico, la ruptura nacionalista, la corrupción y la violencia prevalecen sobre el espíritu de servicio al bien común. Como aquellos nobles egoístas de la España de Cisneros, la estrechez de miras de los dueños actuales del mundo, las multinacionales, la banca y los oligopolios parecen destruir el mejor ideal del concepto de Estado y de la auténtica democracia. Sin duda el mal más profundo proviene de una miopía provocada por absolutizar la inmediatez, en última instancia de un déficit de ética y espiritualidad, que se traduce en idolatría a la propiedad y explotación de los bienes materiales por unos pocos, como si su posesión fuera definitiva o el bien supremo del desarrollo humano. Una vez más mirar hacia atrás en la Historia, magistra vitae, quizás pueda arrojar algo de luz sobre nuestra situación actual.

En la escasa recreación literaria de la vida de Cisneros quiero señalar, junto a una famosa obra teatral de Montherlant, el poema dramático en tres actos de mi paisano y maestro José María Pemán, Cisneros, estrenado en el teatro Victoria de Madrid en 1934 por el actor Ricardo Calvo, tercera parte de la trilogía El divino impaciente y Las Cortes de Cádiz. Pemán, en pleno ambiente prerrevolucionario, recibió críticas enfrentadas según los partidismos propios de la época, pero su verso supo bucear en momentos en lo profundo del alma cisneriana. Cuando la reina Isabel le argumenta que regresar a su choza de La Salceda sería sepultarse en vida, responde Cisneros:

El que no sabe morir

mientras vive, es vano y loco;

morir cada hora su poco

es el modo de vivir.

… … … … … …

Igual que el sol hay que ser

que con su llama encendida,

va, acabando y renaciendo,

de tantas muertes tejiendo

la corona de su vida.

Por eso busco el sufrir,

para, como el sol, decir

que de la muerte recibo

nueva vida, y que si vivo,

vivo de tanto morir.



Aunque quizás la mejor síntesis de su vida figura esté inscrita en el magnífico sepulcro con la estatua yacente en mármol de Domingo Fancelli y Bartolomé Ordoñez, cercado por las figuras de san Jerónimo, san Gregorio, san Ambrosio y san Agustín. Uno de los amigos más íntimos del cardenal, el humanista Juan de Vergara, redactó un epitafio en latín que traduzco y resume eficazmente su vida:



Yazco ahora en este exiguo sarcófago.

Uní la púrpura al sayal, el casco al capelo. Fraile, Caudillo, Ministro, Cardenal, junté sin merecerlo la corona a la cogulla, cuando España me obedeció como a Rey
[1].



Pero yo prefiero la versión rústica y popular con que dio forma amable, franciscana y sencilla a esa magnífica síntesis el licenciado Baltasar Porreño, apologista del cardenal.



Para las musas fundé

yo Francisco, un gran teatro,

y en menos de pasos cuatro,

donde estoy me sepulté.



Quiso Dios, en quien espero,

que un pobre fraile tan flaco

vistiese púrpura y saco,

armas, bonete y sombrero.



[1]
“Condideram Musis Franciscus grande lyceum, / Condor in exiguo nunc, ego, sarcophago. / Praetextam junxi, sacco, galeamque galero / Frater, Dux, Praesul, Cardineus, que Pater. / Quin virtute mea junctum est diadema cucullo / Dum mihi regnanti pariut Hesperia”. Obit Roae VI id novem M.D. XVII
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