Parábola del ángel aburrido



Érase una vez un ángel que siempre estaba aburrido. Hacía poco que había abandonado la tierra por una repentina enfermedad y ni siquiera había caído en la cuenta de que se había convertido en ángel. Echaba de menos la plaza del pueblo donde jugaba al balón con sus amigos y el huerto de la esquina cuya tapia saltaba para robar manzanas; el tirachinas, su colección de cromos de futbolistas, las chuches y el pan con chocolate de la merienda.

Y de pronto se vio rodeado de seres transparentes, un mar de luz y otros ángeles que tocaban el arpa todo el santo día. Así que fue a San Pedro y le dijo:

-Pedro: yo aquí me aburro como una ostra sin jugar a pídola. ¡Es que en el cielo ni siquiera tenéis playstation! ¿Por qué no me dejas volver a mi pueblo, por lo menos un rato?

-No sé qué decirte, Pablito. Yo creo que Dios ha querido traerte porque como eras tan revoltoso a lo mejor de mayor hacías alguna fechoría…

-No lo entiendo, porque hablando del Hijo Pródigo, el cura de mi pueblo decía, que solo se conoce el corazón de Dios cuando uno se siente perdonado. ¿Dios me ha perdonado algo?

-No –respondió Pedro-, no lo necesitas.

-Pues déjame volver a mi pueblo a equivocarme y así cuando vuelva no seré un ángel aburrido.

-¿Por qué, Pablito?

-Porque entonces habré descubierto que Dios es un Padre y a los padres les encanta jugar con sus hijos todo el rato.
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