La catedral del alma


El ser humano se debate entre sus pequeños deseos, sus ídolos de barro –comer, gozar, poseer, dominar, almacenar- y su anhelo de saltar más allá, de ir más arriba, de abrazar el infinito. Intuye que está hecho para otra inmensidad, que a veces vislumbra en el mar, los umbrosos valles, las cimas de las montañas, el cielo estrellado. O mejor aún, descubre en una mirada de amor, la palabra de un niño, el verso de un poeta o la armonía del universo: desde la belleza de un cuerpo hasta la música, desde la perfección de un insecto al canto de una catarata.
Para hacer visible esa dimensión del alma, el hombre, entre otras muchas creaciones, ha construido templos humildes y altivas catedrales. Las hay románicas, que bucean en el interior, el silencio contemplativo. Y las góticas, que, como esta de Sevilla, emulan la trascendencia, ascender más allá de lo cotidiano, subir en arrebato de piedra y arte hacia Dios. Sus naves, estilizadas columnas, y bóvedas de encaje juegan con la luz para cantar nuestro destino: ser más, vibración del Universo, cielo en la tierra.
No llores pues por lo que te pierdes y disfruta a pleno pulmón de lo que ya eres.
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