Religión burguesa o apertura cristiana para nuevas síntesis La Esencia de Europa

Los guardianes de la pureza cultural insisten en que hay que “defender las esencias de Europa”. Pero ¿qué es Europa sino un laboratorio de mezclas, a menudo violentas, pero innegablemente fecundas? ...“el único europeo puro sería un neandertal que nunca hubiera salido de su cueva”.
El cristiano burgués reza, pero no se deja interpelar por los crucificados de la historia. Busca experiencias místicas, pero sin confrontar las injusticias que generan migrantes y pobres. Su espiritualidad es de retiros emocionales y de fórmulas de bienestar interior acordes a su status quo. Un cristianismo sin carne, incapaz de reconocer a Cristo en el inmigrante que golpea la puerta de Europa.
La fe cristiana, si es fiel a su origen, no puede volverse fortaleza identitaria. La Eucaristía es banquete de hospitalidad para todos. Una Iglesia obsesionada con las esencias culturales o morales traiciona su esencia más profunda: ser comunidad itinerante, abierta, universal. Como dice Francisco en Fratelli Tutti: “Una Iglesia que solo se preocupa por sus esencias es una Iglesia que ha perdido su esencia”.
La fe cristiana, si es fiel a su origen, no puede volverse fortaleza identitaria. La Eucaristía es banquete de hospitalidad para todos. Una Iglesia obsesionada con las esencias culturales o morales traiciona su esencia más profunda: ser comunidad itinerante, abierta, universal. Como dice Francisco en Fratelli Tutti: “Una Iglesia que solo se preocupa por sus esencias es una Iglesia que ha perdido su esencia”.
Europa atraviesa una crisis de identidad que revela, con crudeza y a la vez con ironía, una paradoja antigua: el miedo al otro. Hoy, ese miedo toma la forma de rechazo al migrante, sospechoso de diluir unas “esencias” que, a decir verdad, nunca existieron más allá de las ficciones útiles del poder. El viejo continente parece haber olvidado su mejor virtud: la capacidad de metabolizar lo distinto.
La Europa que teme ser contaminada olvida que siempre fue mestiza, híbrida, plural. Y el cristianismo que se resiste a abrir sus puertas reproduce una tentación aún más peligrosa: la de convertirse en una religión burguesa, desprovista de compasión histórica, obsesionada con normas clericalistas y con la comodidad de una fe sin cruz, reducida a ideología piadosa, pata religiosa de un sistema injusto.
El mito de las esencias europeas
Los guardianes de la pureza cultural suelen proclamar que hay que “defender las esencias de Europa” como si fueran algo estático y solo del pasado. Pero ¿qué es Europa sino un laboratorio de mezclas, a menudo violentas, pero innegablemente fecundas?
Lo “europeo” nació de un entramado de hibridismos y mestizajes constantes, en el que el mensaje de Jesús jugó un gran papel. La romanización absorbió dioses celtas y lenguas locales, mientras el cristianismo se nutrió de filosofías griegas y símbolos germánicos. El arte gótico surgió de la síntesis entre técnica árabe y tradición latina. La música incorporó escalas orientales traídas por las cruzadas y rutas comerciales. La pólvora, el papel y la brújula, de origen asiático, transformaron su expansión marítima. Incluso las lenguas romances mezclaron raíces latinas con vocablos árabes y germánicos. Pero hubo grandes retrocesos inhumanos como la expulsión e inquisición de moros, judíos y otras etnias que trajeron retrocesos y se pagan hasta hoy.
Europa no fue identidad pura, sino cruce dinámico de pueblos, culturas y saberes en permanente mestización... Como bromeaba Umberto Eco, “el único europeo puro sería un neandertal que nunca hubiera salido de su cueva”.
Europa, más que territorio de esencias, es continente de metamorfosis. Su genio no fue preservar lo propio, sino convertir lo ajeno en fuente de creatividad. La democracia, una invención griega más imperfecta y excluyente en sus inicios, fue el primer gran ensayo de convivencia en la diferencia.
Hannah Arendt expresó con claridad: “La política comienza cuando aceptamos que vivimos con otros que son diferentes”. El arte de Europa fue aprender a vivir entre tensiones, a negociar con lo distinto, a metabolizar las fracturas en nuevas síntesis. Hasta la Iglesia ha entendido este mensaje al intentar, después de siglos, vivir algo parecido con la "sinodalidad".
La religión burguesa: un cristianismo desencarnado
El miedo a perder “esencias” no es solo político o cultural: se ha infiltrado también en la espiritualidad cristiana. Surge lo que José Comblin y Johann Baptist Metz denunciaron como religión burguesa: una fe privatizada, cómoda, desprovista de tensión histórica, que ofrece consuelo espiritual pero no incomoda al orden injusto establecido, al que es funcional con su parodia clericalista.
Prefiere peregrinar a lugares sagrados que abrir la puerta al Cristo refugiado en su barrio. Se emociona con liturgias solemnes, pero se incomoda ante el olor del pobre. Su religión es anestesia, no profecía; decoración cultural, no revolución del amor. En ese sentido, su psicología es la más vulnerable al miedo: teme perder su mundo ordenado y cómodo, teme al otro porque revela su falta de compasión y apertura al misterio del otro.
El cristiano burgués reza, pero no se deja interpelar por los crucificados de la historia. Busca experiencias místicas, pero evita confrontar las injusticias que generan migrantes, mujeres y pobres. Su espiritualidad está hecha de retiros emocionales y de fórmulas de bienestar interior que retroalimentan su status quo. Vive, en definitiva, un cristianismo sin carne, incapaz de reconocer a Cristo en el inmigrante que golpea la puerta de Europa.
Metz lo advertía con profecía: “Un cristianismo que se acomoda a la seguridad burguesa termina por perder la memoria peligrosa de la cruz”. Y esa memoria peligrosa hoy tiene nombre y rostro: los migrantes que atraviesan desiertos, mares y fronteras en busca de vida. Una oportunidad para que Europa salga de su endogamia decadente y nutra con nueva savia su alma universal.
El cristianismo burgués, cómodo en su moral tradicional, simpatiza con populismos de ultraderecha que prometen restaurar el “orden” perdido. Estos movimientos, grupos de choque mesiánicos, con retórica de “motosierra”, asumen el “trabajo sucio” de excluir y disciplinar con mano dura, defendiendo un “cómo debe ser” que preserve privilegios y nostalgia del “de toda la vida”.
La inmigración como espejo incómodo
Los migrantes que llegan a Europa no son una amenaza a sus “esencias”, sino un espejo que devuelve la imagen de lo que siempre fue. Recordemos que fueron europeos quienes invadieron y colonizaron medio mundo, exportando sin permiso sus costumbres, religiones y lenguas. Hoy, quienes llegan a las costas del Mediterráneo traen consigo el recordatorio de que la historia no se borra.
El escritor marroquí Tahar Ben Jelloun lo decía con mordacidad: “Los europeos nos piden integración, pero ellos llevan siglos sin integrarse entre sí”. Y, en efecto, las guerras europeas del siglo XX mostraron que las “esencias nacionales” son causa de destrucción fratricida, que hay un falso patriotismo incentivado por populismos mesiánicos que llevan al abismo.
La Unión Europea nació precisamente para superar esas fronteras de sangre. Pretender ahora blindarse contra los migrantes contradice la esencia más valiosa que Europa sí tiene: la capacidad de reinventarse como espacio común desde un patriotismo samaritano y generador de nuevas síntesis.
Europa fortaleza o Europa poliedro
El Papa Francisco ha insistido en una imagen que desarma los discursos del miedo: Europa no es una esfera cerrada, sino un poliedro. En el poliedro, cada cara distinta contribuye a la belleza del conjunto. La hospitalidad, más que amenaza, es oportunidad de recuperar el alma poliédrica de Europa, semilla de nueva humanidad.
Las cifras lo confirman: los migrantes representan apenas el 10% de la población europea (ONU, 2023); su aporte económico sostiene sistemas de pensiones y mitiga el envejecimiento poblacional, como muestran todos los datos de los organismos internacionales.
El verdadero riesgo no es la “invasión” migrante, sino el suicidio demográfico y cultural de un continente agotado que se cierra sobre sí mismo en la nostalgia de un pasado que nunca existió.
Aquí se revela la ironía histórica: los mismos países que colonizaron y se expandieron por el mundo ahora tiemblan ante quienes llegan en pateras. Los mismos que inventaron la modernidad sienten vértigo ante lo nuevo. Como diría Milan Kundera: “La tragedia de Europa es que descubrió el mundo y ahora no sabe qué hacer con él”.
La dimensión teológica: el Dios migrante
Desde la teología, resulta desconcertante que Europa olvide que las religiones que moldearon su identidad son relatos de migrantes. Abraham fue invitado por Dios a dejar su tierra, Moisés peregrinó 40 años por el desierto, Jesús nació refugiado en Egipto y vivió como itinerante. Mahoma experimentó la hégira como evento fundante. Hans Küng lo subrayó con agudeza: “Dios parece tener una predilección especial por los que no caben en ningún sitio”.
La fe cristiana, si quiere ser fiel a su origen, no puede volverse fortaleza identitaria. Su signo por excelencia, la Eucaristía, es banquete de hospitalidad donde todos tienen lugar. Una Iglesia obsesionada con las esencias culturales o morales traiciona su esencia más profunda: ser comunidad itinerante, abierta, universal. Como dice Francisco en Fratelli Tutti: “Una Iglesia que solo se preocupa por sus esencias es una Iglesia que ha perdido su esencia”.
Más allá del miedo: hacia una espiritualidad de hospitalidad
El cristianismo, en cambio, ofrece un camino distinto: la hospitalidad como núcleo de fe. “Fui forastero y me acogisteis” (Mateo 25,35) no es un consejo opcional, sino criterio último del juicio. El migrante no es problema: es sacramento de la presencia de Cristo para un mundo nuevo.
Aquí la ironía alcanza su clímax: Europa salvará su alma no defendiendo sus supuestas esencias, sino arriesgándose a perderlas: “el que ama su vida la perderá y el que la pierda por mí y el Evangelio, la encontrará” (Mt 16,25).
El continente se reencuentra consigo mismo cuando deja de obsesionarse por ser guardián de identidades y se atreve a ser lo que siempre fue: espacio de encuentros, tensiones y mestizajes fecundos.
Como recordaba Johann Baptist Metz, “la memoria peligrosa del sufrimiento es la única garantía de esperanza”. Y esa memoria, hoy, tiene acento extranjero, rostro migrante, piel diversa en vez de autofagia endogámica. Europa será fiel a sí misma no negando esa memoria, sino abrazándola.
Conclusión: recuperar el alma europea
La inmigración no es pérdida de esencias, sino recuperación del alma europea. La religión burguesa, con su misticismo desencarnado, es incapaz de comprenderlo; pero la fe cristiana profética lo anuncia con claridad: Cristo camina con los pobres, los exiliados, los migrantes.
La esperanza no está en la fortaleza, sino en el poliedro. No en las fronteras cerradas, sino en la mesa compartida. No en las esencias imaginarias, sino en la hospitalidad concreta. Hoy Cristo resucita en cada migrante con sueños, en cada comunidad que acoge, en cada gesto de fraternidad que vence al miedo.
Europa, si se ríe de sus miedos y se abre a la hospitalidad, no perderá sus esencias: recuperará su alma e impregnará nuevamente de fraternidad al mundo... y "esa Belleza nos salvará" (Dostoievski).
poliedroyperiferia@gmail.com
Bibliografía: Arendt, Hannah. La condición humana. Barcelona: Paidós, 1993. Ben Jelloun, Tahar. El racismo explicado a mi hija. Barcelona: Alianza, 1999. Comblin, José. La fuerza de la Palabra. Salamanca: Sígueme, 1986. Derrida, Jacques. La hospitalidad. París: Calmann-Lévy, 1997. Eco, Umberto. Cinco escritos morales. Barcelona: Lumen, 1998. Francisco. Fratelli Tutti. Roma: Libreria Editrice Vaticana, 2020. Küng, Hans. El cristianismo. Esencia e historia. Madrid: Trotta, 1997. Metz, Johann Baptist. Memoria passionis. Santander: Sal Terrae, 2007. Savater, Fernando. Ética de urgencia. Barcelona: Ariel, 2012. Kundera, Milan. El telón. Barcelona: Tusquets, 2005.