Interrumpir el aborto

Las consecuencias que se derivan de la interrupción voluntaria del embarazo siempre son duras. El sufrimiento va inseparablemente unido al grave problema que surge cuando alguien se cuestiona o decide abortar. No captar esta realidad es desconocer la hondura del drama que subyace bajo esta decisión, independientemente de las razones esgrimidas para dar este paso; no es una decisión más, como reconocen las mujeres que han pasado por este duro trance.

Lo cierto es que aumenta el número de embarazos no deseados y de abortos, sin que exista una línea divisoria clara como antaño entre las personas de derechas, de centro y de izquierda, ricas y pobres, agnósticas e incluso creyentes, a favor y en contra del aborto. Estamos ante un dilema sobre todo ético, además de ideológico, educativo y sociopolítico. Y si no es lo mismo matar en defensa propia que asesinar, con diferentes grados de responsabilidad penal entre medio, tampoco creo posible la rigidez con la que algunos moralistas tratan este tema, ante la casuística tan compleja que puede tener cada caso.

¿Cómo posicionarnos ante esta realidad? Poca discrepancia hay sobre lo maravilloso que supone el nacimiento de una nueva criatura; pero también hay mucho desvío de la responsabilidad y demasiada insolidaridad hipócrita con quienes abortan, lo que agrava “el grave riesgo psicológico de la madre” poniendo en cuestión el derecho a decidir de las mujeres por encima del derecho a nacer que tiene el nasciturus.

No conocemos los motivos últimos que están detrás de cada decisión, ni la situación que rodea a la embarazada, muchas veces llena de sentimientos contradictorios que desembocan en un aborto consentido. Antes de sentenciar o defender, hay que preguntarse qué empuja a una mujer a cercenar la vida dentro de su propio ser. Sobran las culpas y faltan varias cosas, además de educación sexual para evitar el embarazo no querido: faltan creencias éticas para asumir todo el valor de una vida; sobras algunas condenas frías y alejadas de cada situación concreta, y echo en falta el ofrecimiento de más apoyo y cariño eclesial a las embarazadas necesitadas de ayuda para no consumar este desgarro de difícil cicatrización, que siempre contarán con una legión de parejas deseosas de acoger un hijo de otras entrañas para cuidarlo y quererlo como propio.

No es un asunto que puede solventarse con una ampliación legal del aborto ante el deseo de la madre es contrario al del padre (o viceversa), o cuando nacen discrepancias en torno a las convicciones éticas y morales en la pareja.

Junto a todo esto, surge la pregunta: ¿Dónde están los confines del ser humano? Tal vez la ciencia tenga la respuesta sobre el minuto exacto en el que nos convertimos en persona, pero ésta puede no ser la cuestión esencial si la englobamos, a su vez, en otra esfera más amplia: la del valor en sí mismo que la vida tiene. Vale la pena reflexionar sobre el valor absoluto de la vida humana, que no proviene de satisfacer necesidades o deseos sino que reside en el ser humano por serlo. Esta categoría de “ser en sí mismo valioso” nos confiere el derecho a ser respetados y la obligación de respetarnos. Desde este enfoque, un anciano no es menos persona ni menos digna que un deportista de élite: “su valor no consiste en ser valioso para, sino en ser en sí valioso; absolutamente valioso; no relativamente valioso”, como dice la catedrática de Ética, Adela Cortina, que choca con tratar a las personas según el interés o los problemas que acarrean.

Por tanto, restemos valor al instante en que comienza la vida en una persona para seguir la recomendación de Carlo Mª Martini de no valorar tanto un genérico derecho a la vida, impersonal y frío, como experimentar una condición personal de alguien concreto llamado y amado. “El dónde empieza la vida debe quedar subordinado al qué es la vida”. Desde aquí es desde donde se puede descubrir una dimensión mayor de la existencia, incluso ante al abismo de eliminar un feto ¡La ley no lo resuelve todo! Antes de dar rienda suelta al suprimir, existe la libertad de mantener la vida humana, que es lo más grande que existe.

Por último me gustaría recordar que mientras se recrudece la batalla sobre la legalidad del aborto, millones de niñitos de días o semanas se mueren de hambre y sed en muchas partes del mundo, y nadie se manifiesta con ardor para defender su derecho a la vida cercenado por injusticias estructurales terriblemente injustas y letales.
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