Madurez en la fe

Términos como excelencia, perfección y otros semejantes, se han incrustado en la vida cotidiana como auténticos mitos que han acabado por convertirse en un problema. Ahora se cultiva el espíritu de la perfección como una obligación: el viaje perfecto, el trabajo perfecto, el cuerpo perfecto, el mundo perfecto... confundiendo así la mejora continua posible con metas inalcanzables. Lo cierto es que no estamos llamados al perfeccionismo, sino a la santidad.

Nos han (¿nos hemos?) programado para la inmadurez del perfeccionismo en lugar de enseñarnos a aceptar nuestras limitaciones. No pretendo exaltar la imperfección sino poner el acento en la necesidad de trabajarnos una sana autoestima capaz de valorar lo que tenemos, y darle gracias a Dios por ello, y de aceptar las limitaciones como algo natural y consustancial con el ser humano si lo que buscamos es vivir la vida en positivo, sin bloqueos, complejos u obsesiones paralizantes. ¿No es bastante dificultosa la cruz de cada día como para no aceptarnos en nuestra limitación? ¿Qué hemos hecho con la autoestima y el sentido del humor?

Incluso en el campo religioso, no son pocos los que enarbolan la foto fija del “ser perfectos como vuestro Padre es perfecto” que dijo Jesucristo, aunque choque con la cruda realidad de que nadie es perfecto. Una contradicción que requiere explicación, porque Dios no puede exigir perfección a quienes no pueden lograrla.

A juicio de los exegetas, el mensaje evangélico “sed perfectos” sería una equívoca traducción helenizada de los términos hebreos “misericordioso” y “santo” en el sentido de compasivo: sed misericordiosos como lo es vuestro Padre Dios. La buena nueva de amor, compasión, misericordia y perdón la hemos convertido en una propuesta de perfeccionismo en el sentido literal de la palabra, olvidando que “hasta lo peor de nosotros tiene la esperanza de humanizarse en el amor”. Por eso sigue actual la idea del pesimista Cioran: creerse Dios es más fácil que creer en Dios.

Hemos creado un mundo de perfeccionistas que esconde el dolor como un fracaso humano convirtiéndonos en ciegos del corazón porque no hemos aprendido la lección de que nos buscamos en la felicidad pero nos hallamos en el sufrimiento, ni tampoco hemos descubierto las posibilidades de superación y comprensión que encierra el dolor inevitable. Ni las potencialidades de luchar para mejorar lo evitable anclados en la esperanza y la fe en Dios.

Nuestra condición limitada invita a convertirnos en la mejor posibilidad de uno mismo, aceptando lo que somos. Esto es esencial incluso desde la psicología moderna como requisito para aceptar a los demás con sus puntos fuertes y sus debilidades. No cabe duda de esto choca frontalmente con la exaltación del ganador, del puro y perfecto cristiano… que implica una posible incomprensión de las realidades de los demás como un peligro de exclusión a los que no vemos como nosotros. En el fondo de esto, anida un desprecio a los valores que encierran lo pequeño, lo frágil, lo incompleto; así es como la existencia llega a ser frustrante, neurótica, ante la imposibilidad de ser perfectos a pesar de nuestro esfuerzo. Es posible que sea incluso un buen campo de cultivo de la soberbia. Por eso Jesús se centró en los excluidos, por muy legales que fuesen las razones de la exclusión.

En plena Cuaresma, hagamos el mejor sacrificio de todos: luchemos por querernos más y mejor, como Dios nos quiere; hagamos el sacrificio de aceptarnos y aceptar a los demás y por último y sacrifiquémonos por llegar a ser la mejor posibilidad de uno mismo. En suma, reconciliémonos con Dios, con nosotros y con el prójimo. Este creo que es el camino para vivir una fe madura.
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