Radiografía contra el desencanto

Mi padre solía decir que la vida no es un día de fiesta ni un día de luto, sino un día de lucha, que puede desembocar en una experiencia capaz de hacernos fuertes y más humanos a medida que vamos cumpliendo etapas. O en todo lo contrario: convertirnos en una caricatura de lo mejor que pudimos haber sido, que por algo dicen que no hay papel pequeño cuando un actor es grande.

Instalados en la seguridad de los conocimientos y en otros asideros intelectuales y materiales, los adultos tenemos propensión a abandonar valores y compromisos en la medida en que el camino deja de ser confortable y seguro. Los comienzos del siglo XXI acarrean mucho desencanto y “mi corazón vive por encima de sus posibilidades”, en expresión poética de Antonio Pereira. Ahora existen viejos de treinta años, y personas de setenta que no se sienten mayores. El añorado José Luis Martín Descalzo nos dibujó una guía que quiero rescatar porque no ha perdido un ápice de actualidad en cuando el ser humano se convierte en un viejo de verdad, es decir, cuando ha perdido una serie de batallas, da igual a qué edad, que él resumía así:

La primera batalla se da en torno al amor a la verdad. Suele ser la primera que se pierde. Uno estaba seguro en sus años juveniles que vivirá con la verdad por delante. Pero pronto descubre que existen caminos más cortos y la mentira parece rentable y útil. En estos tiempos, parece que “con la verdad, no se va a ninguna parte.”

La segunda batalla tiene lugar en el terreno de la confianza. Se entra en la rueda de la vida creyendo que los hombres son buenos. Si de nadie somos enemigos, ¿cómo alguien quiere serlo de nosotros? Y ahí está ya esperándonos el segundo batacazo…

La tercera es más grave, porque ocurre en el mundo de los ideales; uno ya no está seguro de las personas, pero cree aún en las grandes causas de su juventud, en la familia, en tales o cuales ideales políticos o espirituales… Entonces descubre que el mundo no mide la calidad de las mitras, las banderas ni la de sus seguidores; lo que mide, sobre todo, es el éxito. ¿Y quién no prefiere una mala causa triunfante a una buena que ha sido desplazada? Es el momento en que un trozo del alma se seca.

La cuarta batalla es la más romántica. Confiamos en la justicia y la santa indignación habla por nosotros. Todavía creemos en la paz. Pensamos que el mundo es recuperable, que el amor y las razones de una lucha por un mundo mejor son suficientes frente a otros intereses. Pero comenzamos a desconfiar de la blandura de unos, de la rigidez de los otros; de la posverdad instalada. Nos parece imposible dialogar con algunos hasta que decidimos que lo único que puede arreglar algo es “imponer” nuestra paz violenta y nuestras “santísimas” coacciones.

Aun quedan algunas ráfagas de entusiasmo, leves esperanzas que rebrotan leyendo un libro o viendo una película. Pero llega un día en que las consideramos meras “ilusiones” poco conectadas a la realidad; nosotros estamos de vuelta y nos explicamos sin ayuda que no debemos engañarnos, que “no hay nada que hacer”, que “el mundo es así” y que el ser humano es triste. Los alegres ahora nos parecen poco menos que insustanciales. Perdida esta batalla del entusiasmo, a la persona solo le quedan dos caminos. El primero, engañarse creyendo que triunfa a base de taponar con sucedáneos los huecos del alma en los que un día habitó la esperanza. El segundo, rescatar las dosis necesarias de humildad para aceptar las leyes de la vida, y que nuestro barco va a la deriva, hambrientos de ideales y afectos, vacíos, sin alegría, sin rumbo, sin alma. Será entonces, nos dice Martín Descalzo, cuando se pueda recuperar terreno perdido en tantas batallas, independientemente de la edad que tenga cada cual.

Nunca es tarde para recomenzar; nunca: esta es la base de toda esperanza y los cristianos deberíamos releer en estas claves el evangelio.
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