A la escucha

Una de las actitudes más repetidas en la fe cristiana es la necesidad de escuchar por nuestra parte a Dios. En el Antiguo Testamento aparece la figura del gran profeta Samuel cuando todavía era un chaval que servía al Señor (1 Samuel 3, 1-10). Vivía con Elí, en el santuario de Siló donde estaba el arca de la Alianza y ardía la lámpara de Dios, símbolos ambos de su presencia callada. La llamada del niño Samuel, por tanto, sucede en un lugar santo. Y a pesar del lugar y la disponibilidad abierta a Dios de Samuel, este no supo entender a la primera ni a la segunda que era Dios quien le hablaba, no Elí. Después de tres intentos fracasados, debido a la falta de experiencia del niño Samuel en escuchar la palabra de Dios, el consejo del anciano Elí le ayuda a discernir la voz de Dios.

Cierto es que el pasaje nos pone frente a dos reflexiones importantes: que Dios mismo nos llama por nuestro nombre y que no resulta fácil discernir cuál es la llamada de Dios sobre nuestras vidas en cada momento de la existencia. Pero su relectura me centra una y otra vez en la enseñanza de que hay que aprender a escuchar a Dios, ejercitando y manteniendo siempre esta disposición a la escucha de su Palabra. Aquél consejo aparentemente sencillo de Elí, “Responde: "Habla, Señor, que tu siervo escucha” me resuena muy actual. Como Jesús en la curación al sordo (Mc, 7, 31), cuando pronuncia la palabra redentora y liberadora: ¡Effettá!, que quiere decir: ¡Ábrete! El encuentro que le abre los oídos del cuerpo y con su amor le abre a la oportunidad de percibir la llamada y la experiencia de Dios.

Los cristianos tenemos una gran necesidad de escuchar a Dios, en tiempos en los que lo normal es hablar más que escuchar mientras todos pretendemos que nos escuchen a nosotros sin espacio tampoco para el silencio. Y se ha convertido en un grave problema de los cristianos. Si no escuchamos a Dios, no tendremos entrenada la humildad para aceptar su voluntad (para nada la resignación) y será muy fácil que las obras cristianas en las que estamos afanados las convirtamos en obras nuestras. Escuchar y aceptar, humildad para dejarse en manos de quien nos ama.

Creo que lo más urgente del cristiano contemporáneo, es la escucha abierta y humilde a Dios. Una actitud, en suma que debiéramos convertirla en la oración principal y fuente de todo lo demás. No podemos transformarnos ni convertirnos en la mejor posibilidad de cada persona si todos nuestros esfuerzos no pasan por la atenta escucha en oración sencilla, que no simple, a Dios. Lo contrario es la torre de Babel en la que nos encontramos inmersos trabajando en nuestras historias diocesanas. Creemos que trabajamos para Él pero llevamos la batuta en lugar de reflexionar en oración si Dios pretende otra cosa, o de otra manera.

La falta escucha al otro que promueve el diálogo y la falta de silencio en la escucha. Podríamos decir que el primer mandamiento es callarse para dejar espacio a la Palabra que nos alimenta. La primera manifestación del amor a Dios es la escucha de su Palabra, como María, que luego meditaba en su corazón el actuar divino. Rezar y escuchar debieran ser sinónimos.

Con todo, el problema más importante es no percatarnos de las consecuencias de no dedicar tiempo a la escucha. Que el mundo no escuche a Dios, ya vemos las consecuencias evidentes. Pero no somos conscientes de lo que supone que sus discípulos tampoco practiquemos la actitud fundamental de escucha. Y también es evidente que la obra que llamamos de Dios, talmente parece de los hombres, visto el poco atractivo que concita nuestras actitudes.
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