La perfección está en la misericordia

A Jesús de Nazaret le crucificaron por “imperfecto”. Los que se creyeron perfectos acabaron siendo sus verdugos con su manera de entender el judaísmo y el nuevo mensaje cristiano en ciernes hasta convertir el Templo de Jerusalén en el mayor ejemplo de exclusión de la misericordia divina. Impuros eran los recaudadores, las mujeres, los niños, los pastores -testigos del nacimiento de Jesús-, los que trabajaban en sábado, los que tenían defectos físicos o algunas enfermedades, y así una larga lista en la que no podían faltar los extranjeros. La Epifanía es la manifestación de la misericordia de Dios en todos aquellos que rechazamos en el Primer Mundo, esperando a ver si desaparecen solos. Este concepto de pureza se había convertido en algo impuro además de enfermizo y ridículo por la reducida representación social que quedaba libre de impureza.

Aquella sociedad estructurada de manera injusta fue la que se encontró el Mesías. Podemos imaginarnos fácilmente que a Jesús en este nuestro tiempo no le hubiese ido mejor; quizá hoy incluso ni hubiese podido completar esos tres años, más o menos, de vida pública, dado lo actualísimo de su mensaje y el impacto que supone ponerlo todo alrededor del amor.

Él vino a dar luz y alegría a la existencia. Vino a dar sentido a la vida, a liberar cuando todo parece desolación y muerte. A vivir, con mayúsculas, la ley y los profetas. Pero como no es el Dios de los perfectos, al poner todo su amor en el anuncio de la verdadera liberación, se encuentra con que los suyos no le entienden y es confundido con un rey temporal al que se le sigue por sus poderes curativos. Y los considerados puros y perfectos le calumnian y le hacen matar como a los peores malhechores de entonces entre el beneplácito y la indiferencia general porque el reino de Dios no se manifiesta con signos de los reinos humanos.

Jesús consintió sentir el dolor físico, psicológico y afectivo; padeció la traición y la zozobra de su proyecto que, en tanto que ser humano, veía que los resultados no se correspondían a su entrega total de amor, a todo lo bueno que Dios había puesto en el mundo. Él quiso pasar por la imperfección humana del fracaso, del miedo a sufrir y a morir, por la soledad, la cobardía la incomprensión, por todos los contratiempos y dificultades imaginables que afrontó con mucha oración y un total abandono en las manos del Padre. Su gloria se cimentó entre las limitaciones de la condición humana, pero desde una determinada actitud: poniendo la misericordia como la manifestación más palpable del amor de Dios.

Cito a Rafael Aguirre: “Jesús es hijo de Dios no para salvarse milagrosamente de la cruz, ni para escabullir el bulto de la pasión, sino precisamente para vivir ese destino (histórico) como disponibilidad amorosa y creyente al plan del Padre. La filiación divina no se vive en el privilegio sino en la fe. Y en la oscuridad se verifica la entrega libre de la fe. La fe de Jesús es una fe que afirma a Dios como amor y cercanía precisamente cuando se siente de forma dramática su lejanía “psicológica”.

“Quiero decir que el conflicto fue un elemento central y estructural en la vida de Jesús: en el fondo no es sino el reverso de la originalidad y radicalidad de su esperanza en Dios. Una radicalidad que brota de su experiencia de Dios y no lleva a endurecerlas exigencias de la ley, sino a fomentar la cercanía a las personas concretas y la solidaridad con sus necesidades. El radicalismo de Jesús no es el del rigorista moral sino el de quien se descubre sumergido en una corriente de amor desbordante”.

Jesús sufrió, pero nos trasladó con su ejemplo la revolución que supone el amor con misericordia, es decir, de “quien pone su corazón con ternura en nuestra miseria”. La famosa puerta estrecha del Evangelio.

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