Traducción En el Imperio romano

Sobre el judaísmo en los albores del siglo I

Sinagoga Beth Alpha
Sinagoga Beth Alpha

Como lo marca la concordancia temporal establecida en el evangelio de Lucas entre el nacimiento de Jesús y un primer censo universal, su vida y su predicación se inscriben en la primera experiencia de mundialización y de globalización que representa el establecimiento del Imperio romano a partir del año 30 antes de nuestra era. La nueva administración fue instaurada por Octavio, convertido en el emperador Augusto (28 antes de nuestra era – 14 de nuestra era), luego de la victoria de Accio y la toma de Alejandría que le otorgarán el control del Cercano Oriente. Bajo su reinado y el de su sucesor Tiberio (14-37 de nuestra era) se dio un periodo de organización de las regiones del imperio en interdependencia, un momento decisivo de modernización y de desarrollo de intercambios, bajo el régimen de la Paz romana. El Imperio romano funciona como un mercado común y teje nuevos vínculos sociales que aceptan la diversidad cultural de este mosaico de pueblos. La representación de la figura del emperador circula por todas partes gracias al medio que era entonces el más influyente: la moneda. Es importante apreciar los efectos de esta mundialización, primero localmente en la Galilea y la Judea que recorrió Jesús, luego globalmente el judaísmo -de Judea o de la diáspora- para comprender la evolución de conjunto del mundo así unificado.

La entrada de Judea en el mundo romano

Roma está presente en la historia del Cercano Oriente desde el inicio del siglo II antes de nuestra era y está en relación con Jerusalén y el Estado judío de Judea desde el año 160. Ella interviene en los acontecimientos locales en nombre de la libertad de los pueblos para limitar y luego abolir las regalías griegas dadas por la conquista de Alejandro y para mantener el orden combatiendo con piratas y bandidos. Este fue el primer objetivo de la expedición de Pompeyo en Siria (63 antes de nuestra era) que condujo a la constitución de este antiguo reino en una provincia romana, así como a la ocupación de Jerusalén, el asedio al Templo y su profanación parcial, ya que Pompeyo quiso penetrar en el Santo de los Santos. La conquista romana no fue desprovista de actos de violencia que dejarán trazos en la memoria de los judíos piadosos, pero también dejará subsistir, en un primer momento, un Estado judío independiente.

El Cercano Oriente fue, en seguida, el teatro de las “guerras civiles” entre los imperatores romanos para conquistar el poder: Pompeyo y César entre el 49 y el 47, Antonio y Octavio entre el 42 y el 30. Los judíos de la diáspora participaron activamente y ganaron así un régimen de excepción que respetaba su monoteísmo, así como privilegios individuales de los cuales son testigos la familia de Pablo (nativo de Tarso en Asia Menor, él mismo ciudadano romano, cf. Hch 22,25-27). En Judea, el compromiso de Herodes le valió ser proclamado rey por el senado romano en el 41 para que fuera y conquistara su reino. De origen idumeo, no tenía legitimidad dinástica, pero esto no era por ser el “medio judío” descrito por ciertas fuentes judías, porque los idumeos estaban integrados en el estado de Judea y en la religión de Israel desde tres generaciones atrás, incluso siendo circuncidados; sin embargo, su promoción por parte de Roma como rey cliente marcará los inicios, en Judea, de una reflexión teológico-política que no esperaba nada más de reyes terrestres y que se refugiaba en el esquema ideal de la dinastía davídica. Constituido un “cordón sanitario” para resistir la presión de los Partos -un imperio iraní que invadió Siria en el 40- el reino de Herodes englobaba Palestina y diferentes territorios de Transjordania. Su reino marca el apogeo del sistema “Estado cliente”, por el cual Roma delegaba la administración de una parte de su imperio a un poder originario a cambio de mantener allí la paz y el orden.

A la muerte de Herodes, en el 4 antes de nuestra era, los disturbios entre sus sucesores que se seguirían constriñeron a Roma para hacer pasar a Judea bajo su administración directa. En un primer momento, el Senado romano homologó el testamento del rey que dividía su reino entre sus tres hijos sobrevivientes, pero rechazó el título real al mayor, Arquelao, dándole el de “etnarca” del pueblo de Judea. Embestido por sus súbditos, este último fue destituido en el año 6 de nuestra era y el “Estado cliente” de Judea se convirtió en una “prefectura” romana, sumisa ahora a la provincia de Siria. Sus dos hermanos, por el contrario, se mantuvieron en el poder como “tetrarcas”: Herodes Filipo hasta su muerte en le 34, en los territorios sirios alrededor de Cesárea Panias (Cesárea de Filipo); y Herodes Antipas hasta su destitución en el 39, en Galilea y en la Perea transjordaniana adyacente.

El primer acto de reducción de Judea en provincia fue el censo de Quirino, necesario para liquidar los bienes de la dinastía y establecer la nueva base tributaria: no fue un censo general (nunca hubo, salvo para los ciudadanos romanos). Sólo concernió a los judíos de Judea, no a los de Galilea y no implicó ningún desplazamiento familiar. Sabemos, pues, que el acontecimiento fue reinterpretado por el evangelio de Lucas (Lc 2,1-5). El cambio de estado tenía consecuencias militares y fiscales. El gobernador era un “prefecto” de rango ecuestre, cuya función era principalmente militar como lo indicaba su título: cinco prefectos se sucedieron del 6 al 36 de nuestra era, de ellos el más conocido es Poncio Pilato, Pontius Pilatus, prefecto (y no procurador) del 26 al 36. Las tropas romanas estaban estacionadas en Cesárea (Cesárea Marítima, puerto construido por Herodes el Grande, no se debe confundir con Cesárea de Filipo) para resguardar Jerusalén, donde no se mantenía más que una guarnición para vigilar el Templo. El prefecto ejercía la jurisdicción civil y criminal y detentaba exclusivamente el derecho de condenar a muerte (“derecho de espada”). No podemos evaluar bien si la fiscalía romana entrañaba una sobrecarga de impuestos para la población, pero sí que el sistema de percepción cambia con la llegada de sociedades romanas de publicanos, objetivo de los evangelios como de los textos judíos: ellos tomaron la concesión del impuesto en adjudicación a Roma y luego se rembolsaban al instante con un beneficio directo. El descontento fue inmediato porque la primera insurrección, la de Judas el Galileo en el año 6 de nuestra era, fue un motín antifiscal en reacción al censo de Quirino. Los judíos de Judea quedaron con su autonomía jurídica y el reconocimiento de sus particularismos ancestrales, que validaban la Torá como ley de su pueblo y les aseguraba las subvenciones para el ritual del Templo.

La integración en el mundo romano: modernización y tensiones

Herodes, el rey maldito de la tradición cristiana a causa de la “masacre de los inocentes” evocada por Mateo (Mt 2,16-18) -masacre que en la historia no queda ningún trazo pero que ilustra su crueldad probada-, es hoy rehabilitado gracias a su política de grandes construcciones. La arqueología israelí reciente pone en evidencia la prosperidad y el desarrollo de su reino, así como el de los estados clientes de Herodes Antipas y Herodes Filipo, todo en función de la integración al mundo romano como una dinámica de modernización. Los numerosos palacios herodianos son la vitrina de propaganda y testimonian los recursos financieros del soberano al mismo tiempo que sus capacidades de decisión. La planificación desarrollada en zonas de agricultura intensiva del valle del Jordán y en las riberas del mar Muerto, incluida la zona de Qumran, desarrolla el sector de las exportaciones y de los intercambios con Italia, de donde llegan de vuelta muchas técnicas novedosas. La urbanización fue remarcable, con el desarrollo de los barrios de Jerusalén al oeste del Templo para la elite sacerdotal, la refundación de Samaria como ciudad romana (Sebaste) y, sobre todo, la planificación de un puerto moderno y de una capital real en Cesárea, en el sitio donde se encontraba una antigua estación fenicia, la Torre de Stratón. La arqueología galilea, mas antes, ha señalado los mismos progresos bajo el reino de Tiberio y bajo el gobierno de Herodes Antipas, que funda la ciudad de Tiberíades (en honor al emperador de turno) y desarrolla la de Séforis. El despertar económico de esta región agrícola, facilitado por su clima e hidrología, se remonta hacia el III siglo antes de nuestra era, en relación con la fundación de Alejandría y la apertura del mercado egipcio. Los administradores de los grandes dominios principescos o, mas bien, sus esposas, aparecerán en los relatos evangélicos de la predicación en Galilea (Lc 8,2-3); estos eran judíos porque no hay trazos de grandes propietarios extranjeros como en otras regiones del imperio.

La urbanización y la apertura al mundo exterior hizo emerger una clase culturalmente helenizada que vivía en grandes mansiones ricamente decoradas. Los edificios de espectáculos -teatros, circos e hipódromos- dominan el paisaje de todas estas ciudades nuevas señalando la difusión de letras griegas y de la cultura agonística fundada sobre los concursos y la emulación. Evidentemente, somos llevados a preguntarnos si una evolución tan remarcable del modo de vida no creó una escisión radical e irreductible entre los medios urbanos beneficiarios de la entrada en el mundo romano, que serán des-judaizados, y la clase de los pequeños campesinos, empobrecidos por la generalización de la tecnología, la economía monetaria y por la concentración de las tierras, y que entrarán en una resistencia política y religiosa. Este postulado, que inserta la predicación de Jesus en una “espiral de violencia”, según el termino consagrado, es, más bien, tenido a menos por las investigaciones recientes.

La arqueología demuestra, en efecto, que la helenización del ambiente no implica un abandono de las practicas identitarias del judaísmo. En las casas decoradas y amuebladas al estilo griego en Jerusalén y Galilea encontramos las piscinas necesarias para la purificación ritual (miqwaot). La organización de los palacios herodianos no poseía una fisionomía diferente de las de las casas de los grandes sacerdotes asmoneos de Jerusalén, construidas en la época de un estado judío independiente, pero, a la vez, helenizado. El análisis del consumo y del comercio del vino, por las ánforas encontradas en los sitios herodianos, tiene su interés también: el consumo del vino griego ordinario desapareció dando lugar a estanques de vinos italianos para el rey Herodes, tratados more iudaico (“a la judía”), es decir, ¡vinos qosher!

Más aún, Herodes y su hijo Antipas multiplicaron las demostraciones ostensibles de piedad, siendo esto una muestra de doble discurso. Herodes es quien instaló el culto imperial en Cesárea Marítima y Sebaste, siendo ciudades de población griega, pero fue también él quien reconstruyó el Templo de Jerusalén para hacer uno de los grandes santuarios del Oriente mediterráneo. Antipas había contraído con su hermanastra Herodías un matrimonio impío según las reglas estrictas del judaísmo, pero subía al Templo para las grandes fiestas, como lo atestigua su presencia en Jerusalén durante la Pascua donde murió Jesús. Ambos buscaron una vía media para utilizar la comunicación griega iconográfica, en sus monumentos y sus monedas, sin transgredir los mandamientos de la Ley. No obstante, el equilibrio era frágil, como lo muestran los dos hechos que opusieron los judíos piadosos y los fariseos a Herodes: el rey tuvo que demostrarles que los trofeos, con los que había adornado el teatros de Jerusalén y que consistía en una viga de brazos montada sobre un maniquí era de conchas vacías sin estatuas; el águila de oro, que había decorado una de las puertas del Templo, fue tolerada por los fariseos hasta el año 4, tal vez por ser considerada como un querubín.

Un equilibrio frágil con consecuencias insurreccionales

Otro argumento descansa sobre un análisis minucioso de la cronología. Las insurrecciones populares contra el orden romano y sus representantes, mantenidas por los “profetas” que pretendían reactualizar los grandes momentos del Éxodo y de la conquista de la Tierra prometida, no son desarrollados como progresión continua, sino, más bien, señalando los cambios de reino o régimen, es decir, de coyunturas políticas.

Una primera secuencia corresponde a la sucesión de Herodes. En Galilea surgieron tres “mesías” de origen obscuro, candidatos a la realeza: Judas hijo de Ezequías, una víctima de Herodes, que se apoyaría sobre los fariseos y estaría en los orígenes del movimiento zelote, instigador de la guerra contra Roma (66-70); Simón, un antiguo esclavo del rey, ceñido a la diadema de los reyes helenísticos y asido al palacio y ciudades de los herodianos, así como a los ricos notablemente helenizados; Atronges, un pastor que se hacía llamar a sí mismo rey y que, con sus hermanos, conformara una guerrilla contra las tropas romanas. El segundo periodo de aquellos que llamamos hoy los “profetas de la renovación”, señalado en los Hechos de los Apóstoles (5,36-37), comienza en el año 40 con las provocaciones del emperador Calígula y se intensifica a partir del 44 luego de la muerte del rey Herodes Agripa I y del restablecimiento de la administración directa por parte de los romanos.

La predicación de Jesús parece haberse desarrollado en una época de relativa paz social, si exceptuamos el episodio de Barrabás, no documentado fuera de los evangelios. Parece difícil, pues, insertar el ministerio de Jesús en una “espiral de violencia”. Paradójicamente, los problemas en Jerusalén en los años 30 son imputados por los autores judíos a las provocaciones del prefecto Pilato, a quien los evangelios tratan de exculpar más bien. Según el notable escritor judío Filón de Alejandría, que visitó Jerusalén y fue políticamente activo, el gobierno de Pilato se resume en corrupción, violencia y ejecuciones sin juicios. Es obvio, entonces, que Filón no conoció la ejecución de Jesús. Él desarrolló, sobre todo, el episodio de los medallones de oro imperiales, destinados a decorar Jerusalén y que fueron percibidos como un desafío, aún cuando no tenían más que inscripciones y no retratos, como era su función. Finalmente, se los llevaron a Cesárea Marítima. El historiador judío Flavio Josefo, un poco más tarde, presenta la entrada de Jerusalén cubierta de señales con la efigie del emperador y con la construcción de un acueducto financiado con el tesoro del Templo. Estos acontecimientos generadores de problemas constituyen el contexto en el cual él introduce su noticia sobre Jesús y la mención de su crucifixión. Además, adjunta la represión sangrienta llevada a cabo contra los samaritanos, que terminó poniendo en marcha la intervención del gobernador de Siria y el regreso de Pilato a Roma. También recuerda ejecución de Juan el Bautista bajo la orden de Herodes Antipas, aliado fiel de los romanos, pero la explica por la popularidad del predicador y por la extensión de su movimiento.

Una interpretación de conjunto -más política que sociorreligiosa- fue propuesta para dar cuenta de estos episodios aislados en el contexto de la muerte de Jesús. Pilato habría formado una alianza hasta el año 31 con el prefecto del juzgado Seján, que conspiró contra el emperador Tiberio, y habría multiplicado las provocaciones para suscitar robos y rebeliones abiertas, destinadas a debilitar el poder local; esto podría explicar que haya condenado a Jesús como “rey de los judíos” (titulus crucis), el mismo título que había llevado Herodes y que sugería un proyecto de restauración monárquica para los romanos.

En la época de la predicación de Jesús, los judíos de Judea participaban de un mundo unificado por Roma, que pasa de la integración política aceptada a la unidad política impuesta y donde las libertades locales son frágiles y aleatorias.

Las redes de la Diáspora

Los judíos trazaron lazos con muchos otros pueblos del Cercano Oriente y del mundo mediterráneo como consecuencia de los continuos movimientos migratorios bien establecidos desde siglos atrás. La Diáspora, nombre genérico utilizado para designar al pueblo judío fuera de Judea, es un fenómeno antiguo que fue el resultado, en Mesopotamia, del Exilio en Babilonia. Se olvida muy rápido de esta Diáspora oriental, que fue el origen, en los años 40, de la conversión de los príncipes de Adiabene (actual Kurdistán iraquí) y que prepara el terreno para las primeras iglesias orientales. La expedición de Alejandro, luego la conquista romana, abriría para los judíos el horizonte mediterráneo. Las comunidades se multiplicaron en Egipto, en Asia Menor (actual Turquía) hasta el Mar Negro y, finalmente, en Italia y en Roma. Se trata de una emigración militar más que económica, ya que fue así como agentes judiciales y colonos, más que judíos civiles, fueron instalados con sus familias por los reyes helenísticos en Egipto, en Siria y sobre la meseta de Anatolia entre el III y el II siglo antes de nuestra era.

En la época de la conquista romana, se debió intervenir el tráfico de esclavos, que Roma desarrollaba a gran escala, para liquidar y hacer rentable el negocio de los prisioneros de guerra. Es así que, antes de la guerra de Siria, en el 63 antes de nuestra era, llegaron a Roma los primeros judíos. En seguida, otros se unieron a la Diáspora por su propia voluntad, por sus vínculos de interés, de servicio y de protección que desarrollaba el clientelismo romano. Había, al menos, seis sinagogas en Roma a inicios del primer siglo, de ellas una estaba bajo el patrocinio de Augusto y otra bajo el de su yerno Agripa, un amigo de Herodes.

Los judíos de la Diáspora estaban organizados en “sinagogas”, nombre que se aplica (como el de “iglesia”) a un modo de asociación basado en la reunión, mientras que como lugar de culto era llamado “casa de oración” (proseujé en griego). En las ciudades del Oriente romano y en Roma, las sinagogas se fundaban en el tejido asociativo, ya que todas las comunidades de inmigrantes se reunían por etnias en un local específico y alrededor de una “capilla”. Cada sinagoga formaba una comunidad independiente con su propia administración: se percibía la contribución para el Templo de Jerusalén, se procedía con arbitrajes internos, se celebraban las fiestas y se reunían cada sábado para la lectura y la exégesis de la Torá. El establecimiento de la administración imperial, luego de las guerras civiles, fue ocasión para que las comunidades judías de Asia negociaran la autorización para edificar un lugar de reunión que les fuera propio, así como todas las exenciones necesarias para la observancia de la Torá: respeto del sábado como día de descanso y, por ende, como excepción del servicio militar, sacrificio particular de la carne y libertad para recolectar fondos para el Templo de Jerusalén.

La organización del judaísmo sinagogal aseguró, pues, su influencia en la Diáspora al tiempo que reforzó el establecimiento de los vínculos con Jerusalén y la construcción de una identidad judía: para Filón de Alejandría, que hace una lectura teológica positiva de la Diáspora, esto fue una acción providencial. Grupos de simpatizantes gravitaban alrededor de las sinagogas y matrimonios interreligiosos tuvieron lugar. Así, hubo reacciones hostiles a esta explosión demográfica y cultural del judaísmo, en particular en Alejandría, en Egipto, donde se desarrolla un antijudaísmo intelectual y político con brotes de violencia recurrentes. En Roma, donde los historiadores romanos señalan la expulsión puntual de los judíos por actos de proselitismo bajo Tiberio (hacia el año 19), luego bajo Claudio (en el 41 o en el 49), se observa más bien, a través de la literatura latina, una mezcla de fascinación y reticencia por el judaísmo. Los actos de proselitismo son siempre sospechosos y objeto de una prohibición legal.

Jerusalén: centro de un judaísmo abierto hacia el imperio

La vitalidad de la Diáspora, el crecimiento de intercambios y de vínculos sociales colocaron a Jerusalén, en adelante, como el centro de una red judía extendida a escala en la cuenca oriental del Mediterráneo. La función del peregrinaje se desarrolla, tal como lo había pensado Herodes al reconstruir el Templo, de una manera monumental. Las grandes fiestas de la Pascua (Pesaj), de Pentecostés (Shavuot) y de las Tiendas (Sukot) pusieron a la guardia romana en alerta y llevaron al prefecto romano a subir a Jerusalén con frecuencia (siendo que residía en Cesárea Marítima). A la vez, este peregrinaje alimentaba el movimiento de dinero con los grandes depósitos de ofrendas y la recepción del shekel o la dracma constituía una reserva numeraria para el santuario y la ciudad, así como la circulación de personas.

Las sinagogas de Jerusalén no eran lugares de culto porque los sacrificios no podían tener lugar si no eran en el Templo; ellas tenían una función de enseñanza y de hospitalidad para los peregrinos venidos de la Diáspora. Entonces era el tiempo y el lugar para intercambiar novedades, como lo ilustra el relato de Pentecostés en los Hechos de los Apóstoles, cuando Pedro toma la palabra y dirige su mensaje a los judíos venidos de toda la cuenca oriental de Mediterráneo y de Roma (Hch 2,14-41); eran ocasiones de reconciliación entre judíos y no-judíos. La familia imperial hacía ofrecer sacrificios en el Templo. En Alejandría, la fiesta de la traducción de la Biblia en griego (los Setenta), que tomaba la forma de un picnic popular en la isla de Faros, era abierta a los alejandrinos. Los griegos y los romanos eran sensibles a los rituales exteriores, en particular al encendido de las lámparas para el Sabbat, para Hanuka y para la fiesta de Herodes.

Insertos en el tejido urbano y en el movimiento asociativo, los judíos no parecían notoriamente extranjeros a los ojos de los griegos y los romanos, aún cuando ciertos aspectos de su religión seguían pareciendo sorprendentes. La tolerancia general hacia las costumbres ancestrales de un pueblo era la regla, porque ellas eran consideradas como un elemento de su identidad étnica. Todo el mundo estaba al corriente de la circuncisión y de otras prácticas identitarias del judaísmo que proporcionaban un motivo popular de burla a los satíricos; la abstinencia del cerdo, presente en el corazón de muchos debates, era fuente de incomprensiones; el Sabbat era condenado como improductivo e inútil, pero siempre fueron mantenidas las exenciones. De Cicerón a Séneca y a Plutarco, los intelectuales no manifestaban verdadero interés por lo que consideraban una sabiduría “bárbara” (es decir, no griega), aunque sabiduría, al fin y al cabo.

Cuando hubo conflicto entre griegos y judíos en Alejandría, fue el efecto de una reacción comunitaria de dos minorías fragmentadas que se sentían igualmente amenazadas. Por otra parte, las manifestaciones de hostilidad fueron raras antes del 66 y del inicio de las insurrecciones judías en Judea y en Egipto. Más tolerantes aún que los griegos, los romanos aceptaron dar un estatus de excepción a las comunidades judías para respetar su monoteísmo, particularmente, eximiéndolos de participar en los cultos oficiales de la comunidad política en el seno de la cual ellos vivían, ciudad e imperio. El monoteísmo era una singularidad, pudiendo dar lugar a suposiciones de ateísmo, pero no fue reprimido a partir del momento en que los judíos rezaban y sacrificaban “por” el emperador (y no, por supuesto, “a” el emperador). Se comprende mejor el lugar central dado en los rituales judíos, como en las ceremonias de los griegos a los sacrificios, a las libaciones y a la quema de incienso. La coexistencia de comunidades religiosas era una de las realidades de la “Pax romana” en período ordinario, sin caer en anacronismos con respecto a la época de Jesús, de textos que muestran el antagonismo y la violencia religiosa posteriores al año 66.

Texto original : “Dans l’Empire roman” : J. Doré (dir.), Jésus. L’Encyclopedie, Paris : Albin Michel, 2017, p. 57-65. Traducción : Hanzel José Zúñiga Valerio (2019).

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