El Sínodo de la Familia

La inmensa mayoría de los que participamos en el Sínodo de la Familia, volvemos conlas alforjas llenas de alegría y esperanza, con el gusanillo de que lo que hemos compartido y recibido es un Tabor reconfortante que tiene por delante el desafío de volver a la realidad cotidiana para subir a Jerusalén.

La experiencia de tres semanas de trabajo intenso no ha sido inútil o sin sentido. Estuvo marcada por el llamado a la sinodalidad y colegialidad, propias no sólo del ministerio ordenado sino de la exigencia bautismal, con lo que incluye las comunidades de donde venimos.

El estilo Francisco, en un clima de libertad total, de compartir fraterno, de respeto mutuo y de búsqueda de ofrecer lo que tenemos, marcó el desarrollo del sínodo: experiencias valiosas, inquietudes preocupantes, escenarios marcados por el dolor y sufrimiento de pueblos enteros, de familias desgarradas por las exigencias de la pobreza, de la marginación, del destierro, en las que el desarraigo toca al corazón y a los valores, propios y ajenos, que no pueden dejarnos indiferentes.

No fuimos “participantes” pasivos, sino corresponsables activos de una tarea común: ver la realidad con ojos de fe, iluminarla desde la Palabra y el largo camino de la reflexión teológico-espiritual y magisterial de más de veinte siglos, contrastadas con las realizaciones concretas, a las que fuimos compelidos a entenderlas, asumirlas, acompañarlas y balbucear caminos a trazar.

Me impresionó hondamente, buena parte de las intervenciones tanto en el aula como en los círculos, pues no estuvieron signadas por la imposición sino por la búsqueda, siempre incompleta, de toda obra humana, así esté asistida por la gracia.

La multiplicación de las sesiones menores, los círculos lingüísticos, es una adquisición de los dos últimos sínodos, lo que favorece la pluralidad y la participación, evita en buena medida la manipulación de los más poderosos en habla y pensamiento, y hace sentirse protagonista, y no simple marioneta de algo previamente cocinado entre telones.

El clima al interno del sínodo fue mucho más calmo y sensato que lo que apareció en algunos medios. Lo cual también es normal. No se discutió la doctrina sino su aplicación en este mundo cambiante de hoy. La misericordia no es claudicación sino bien superior que pone la salvación más allá de la norma y la prohibición. La excomunión no lleva al diálogo sino a la condena. Toda la vida de la Iglesia y los sacramentos son, deben ser, instrumentos de crecimiento y madurez, no de anatemas y expulsiones.

Es comprensible que permanezcan vigentes dos maneras, con diversos matices, de ver las cosas. Una deductiva, desde lo ya adquirido y conceptuado, se etiqueta quien está dentro o fuera. Otra inductiva, que parte de la realidad que interpela al Jesús que viene a traer vida y no muerte.

Es el llamado a retomar el camino del Vaticano II a medio siglo de su conclusión. Ha sido el mensaje y la exigencia del Papa Francisco, a cuya vera, cum y sub Petro, todos tenemos algo, mejor mucho que decir y hacer. El sínodo ha cerrado su puerta celebrativa, queda por delante el camino operativo que debemos trillar con alegría y esperanza.

Mons. Baltazar Enrique Porras Cardozo
2-11-15 (3217)
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