"No hay cuaresma sin encuentro del hombre con la verdad de su destierro"

A los presbíteros, a las personas consagradas y a los fieles laicos de la Iglesia de Tánger, Paz y Bien. Queridos: Se acerca, con su color morado y su recia austeridad, el tiempo litúrgico de la Cuaresma, y me parece una buena ocasión para compartir con vosotros experiencias y esperanzas.

La Cuaresma, un camino de fe:

Nadie piense que la Cuaresma está relacionada con la fe por el solo hecho de que nos hallamos ante una institución eclesiástica, o porque hemos de realizar en ella determinadas prácticas piadosas, penitenciales o litúrgicas. La cuaresma estará relacionada con la fe si la vivimos como acontecimiento de salvación.

Cuaresma y experiencia de fe:

Para tratar de lo que atañe a la fe, antes de referirnos a lo que nosotros podemos hacer o tenemos que hacer, es necesario considerar lo que somos y cuál es nuestra relación con Dios, qué hay en nuestro corazón, y, antes aún, convendrá discernir y contemplar quién es Dios para nosotros y qué hay en el corazón de Dios.

Por eso nuestra primera mirada la dirigimos a él, y lo hacemos recordando las «cuaresmas» de las que nos habla la Sagrada Escritura:

Dentro de siete días haré llover sobre la tierra cuarenta días con sus noches, y borraré de la faz de la tierra a todos los seres que he creado (Gn 7, 4).

Cuando Moisés subió al monte, la nube lo cubría y la gloria del Señor descansaba sobre el monte Sinaí, y la nube lo cubrió durante seis días. Al séptimo día llamó a Moisés desde la nube. La gloria del Señor apareció a los israelitas como fuego voraz sobre la cumbre del monte. Moisés se adentró en la nube y subió al monte, y estuvo allí cuarenta días con sus noches (Ex 24, 15-18).

Elías se levantó, comió y bebió, y con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios (1 Sam 19, 8).

¡Dentro de cuarenta días, Nínive será arrasada! (Jon 3, 4).

En seguida el Espíritu lo empujó al desierto. Estuvo en el desierto cuarenta días: Satanás lo ponía a prueba, estaba con las fieras y los ángeles le servían (Mc 1, 12-13).

Veis que una cuaresma es siempre un tiempo de Dios, un tiempo marcado por la acción de Dios y por particulares sacramentos de su presencia, como son: La palabra que revela su designio, el agua que ejecuta su juicio, la nube y el fuego que revelan su gloria, el pan y el agua que se dan al profeta para que pueda recorrer el camino que lleva al monte de Dios, los ángeles que son enviados para el servicio del Hijo en el desierto.

Veis que en la historia de la salvación cada cuaresma tiene su gracia, su don, su revelación, su “misterio salvador”: Una nueva humanidad en una creación nueva, una Ley de vida para el pueblo de Dios, la revelación de Dios como Señor de la paz y de la historia, la salvación de la ciudad, el retorno al paraíso. Y si en todo hallamos gracia, en todo reconocemos el designio salvador de Dios, su acción amorosa en la historia.

Así pues, una cuaresma, antes de que la consideremos como nuestra por el compromiso, por la devoción o por la penitencia, hemos de considerarla de Dios por el amor del que procede, por la gracia que ella misma es, por la salvación que en ella se ofrece.

No hay cuaresma, si no hay experiencia de Dios.

No hay cuaresma, si no hay experiencia de fe.


Cuaresma e historia de la salvación:

Dicho de otro modo, no celebraremos una cuaresma verdadera si ésta no es para nosotros un acontecimiento salvador, revelación y gracia, que vivimos de forma sacramental, y que podremos narrar como hemos visto narradas en la Sagrada Escritura la cuaresma de Noé, la de Moisés, las de Elías y de Nínive, y, en la plenitud de los tiempos, la de Jesús de Nazaret.

A lo largo del Año litúrgico, la Iglesia representa y actualiza de manera real y viva la historia de la salvación, historia de las gestas de Dios, historia de la gracia de Dios sobre el mundo, revelación del designio eterno de Dios sobre el hombre, revelación que se hace plena y última en la encarnación de la Palabra, en el misterio del Hijo de Dios hecho hombre.

Nuestra cuaresma, porque es un tiempo del Año litúrgico, representa tiempos y misterios de la historia de salvación, de la que el Año litúrgico es memoria. Nuestra humilde, pobre, y puede que algo rutinaria cuaresma, también ella es salvación que viene de Dios, maravilla de su amor, gracia sobre la humanidad, luz en el corazón de los creyentes.

En este tiempo litúrgico, la comunidad creyente es llamada a revivir acontecimientos salvadores que, de forma ritual, se representan y se actualizan para ella.

El camino del hombre en el paraíso terrenal: Camino de vida que Dios abre para el hombre al crearlo como imagen y semejanza del Creador, al constituirlo su Vicario en el mundo, al poner en sus manos la creación (imagen bíblica del jardín de Edén). Camino que el hombre transforma en camino de muerte al desobedecer a la palabra de Dios (imagen bíblica del suelo maldito, que brota para el hombre cardos y espinas -¡un desierto!-).

El camino de Israel en el desierto: Camino de liberación que Dios abre para su pueblo al sacarlo de Egipto y llevarlo al desierto (lugar de peregrinación del hombre pecador), para que allí aprenda a escuchar la palabra de Dios, a alimentarse de ella, a vivir de ella, de modo que, por la palabra escuchada y vivida, pueda entrar en la tierra prometida (que es como dejar el suelo maldito para volver al jardín de Edén).

El camino de Jesús en el desierto: Camino de hijo, camino de libertad, camino de obediencia al Padre. Jesús, con su ayuno, manifiesta su libertad, su condición de hombre obediente al Espíritu de Dios, su autonomía soberana frente al espíritu del mal.

Domingo a domingo, durante la cuaresma la palabra de Dios irá poniendo delante de nosotros el misterio de salvación que celebramos. La meta a la que conduce el itinerario cuaresmal es siempre el misterio pascual de Cristo Jesús, misterio visto este año como alianza eterna que Dios ha sellado con el hombre en Cristo Jesús.

La Cuaresma, un camino en el desierto:

Pueden parecer escasas las palabras con que el evangelista Marcos se refiere a la prueba de Jesús en el desierto:

En seguida el Espíritu lo empujó al desierto. Estuvo en el desierto cuarenta días: Satanás lo ponía a prueba, estaba con las fieras y los ángeles le servían (Mc 1, 12-13).

Las palabras pueden parecer escasas, pero son singularmente significativas.

El camino de Jesús:

Desierto recuerda desierto, tentación trae a la memoria tentación. Jesús como el pueblo de Israel es sometido a prueba en el desierto. En el evangelio, Jesús es presentado como nuevo Israel que, por la escucha obediente de la palabra, transforma el desierto en paraíso.

El desierto, al que Jesús es “empujado” por el Espíritu Santo, es un símbolo que remite al pasado, pero no para instruir sobre él, sino para que alguien, Jesús de Nazaret, pueda revivir en su tiempo, de modo nuevo, la gracia del pasado, su misterio.

Antes y ahora es Dios quien baja al desierto para encontrarse con el hombre: El desierto no es el espacio propio de Dios, sino el del hombre.

El desierto, visto como espacio simbólico, representa el destino que ha escogido para sí el hombre que se aparta de la palabra de Dios: “Maldito el suelo por tu culpa; comerás de él con fatiga mientras vivas; brotará para ti cardos y espinas, y comerás hierba del campo. Con sudor de tu frente comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella te sacaron” (Gn 3, 17-19).

Con todo, el hombre puede ignorar lo que es –pecador- y olvidar dónde vive –un erial-; de ahí que, Dios, el Dios que viene al desierto para sellar con el hombre un documento de alianza, haya de “llevarlo” por gracia y con la fuerza de su Espíritu a la soledad en la que, antes de encontrarse con Dios, el hombre encuentre la verdad de la propia vida.

El relato de la tentación de Jesús en el evangelio de Marcos me trae a la memoria el relato que hace de la “expulsión” del paraíso el libro del Génesis:

En seguida el Espíritu lo empujó al desierto (Mc 1, 12).

Y el Señor Dios lo expulsó del paraíso, para que labrase la tierra de donde lo había sacado. Echó al hombre (Gn 3, 23-24).

Es en el desierto del hombre, en ese suelo maldito, donde el hombre Cristo Jesús ha de vivir su fidelidad a Dos, ha de manifestar su obediencia a la voluntad del Padre, ha de hacer posible con su fe el retorno del hombre al paraíso.

Otra dimensión significativa del relato de Marcos sobre la prueba a que fue sometido Jesús, está en su duración: Estuvo en el desierto cuarenta días. Ese espacio de tiempo representa simbólicamente la vida entera del Señor.

En efecto, la fuerza del Espíritu “lo empujó” a la condición humana, al desierto del hombre, a la suerte de los hijos de Adán. Así lo recuerda el evangelista Lucas: “El Espíritu Santo bajará sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios”. Así lo recuerda en su evangelio san Mateo: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte contigo a María tu mujer, porque la criatura que lleva en su seno viene del Espíritu Santo”.

Así lo confesamos nosotros cada vez que pronunciamos el símbolo de la fe: “Por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, y se hizo hombre”. Y Marcos, que no considera en su evangelio el nacimiento de Jesús, no deja de poner desde el principio la obra del Mesías, del Hijo de Dios, bajo la acción del Espíritu Santo: “Por aquellos días llegó Jesús desde Nazaret de Galilea, y Juan lo bautizó en el Jordán. Y en seguida, mientras salía del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu Santo bajar hasta él como una paloma”.

La vida es para Jesús el lugar de la prueba, el lugar de la obediencia, el lugar del encuentro, el lugar de la Pascua, de su tránsito de este mundo al Padre.

La obediencia de Jesús a la voluntad del Padre, la confianza de Jesús en el amor del Padre, la entrega de Jesús al designio del Padre, no han sido una opción temporal, limitada a cuarenta días en el desierto de Judá, sino que han sido una opción radical que abrazó los días todos de la vida de Jesús:

“Al entrar en el mundo dice: Sacrificios y ofrendas no los quisiste, en vez de eso me has dado un cuerpo; holocaustos y víctimas expiatorias no te agradan; entonces dije: «Aquí estoy para realizar tu designio, Dios mío»… Por esa voluntad hemos quedado consagrados, mediante la ofrenda del cuerpo de Cristo Jesús, única y definitiva” (Hb 10, 5-7. 10).

“Mi alimento es cumplir la voluntad del que me envió y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34).

“Padre mío, si esta copa no puede pasar sin que yo la beba, hágase tu voluntad” (Mt 26, 42).

“Yo no puedo hacer nada por mí; yo juzgo como me dice el Padre, y mi sentencia es justa, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn 5, 30).

“Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46).

Ésa es el alma de los hechos de Jesús: Su relación con el Padre, su oración, su obediencia, su confianza.

Y eso, la voluntad del Padre, es lo que lleva a Jesús al encuentro del hombre, porque tal es la voluntad del Padre, que por el Hijo, por este hombre, todos tengan vida eterna, y no se pierda ninguno de los que al Hijo del hombre han sido confiados.

El desierto de Jesús es un desierto poblado de necesitados: Poseídos, leprosos, paralíticos, ciegos, sordos, recaudadores, prostitutas, toda suerte de pecadores, toda suerte de enfermos.

De la misma manera que no podemos entender la vida de Jesús sin la obediencia amorosa al Padre del cielo, tampoco la podemos entender sin la dedicación amorosa a los desvalidos de la tierra.

Nuestro camino en el desierto:

Si los cuarenta días de Jesús en el desierto han de ser considerados un símbolo de toda su vida, también la santa cuaresma que nos disponemos a comenzar representa la vida entera de la comunidad eclesial y la vida de cada creyente.

En ese tiempo simbólico, la Iglesia, cada uno de nosotros, es llevada por el Espíritu al desierto, al lugar de su peregrinación, al lugar de la peregrinación de Cristo Jesús, para que allí aprenda a Cristo, se acerque al “alma” de Cristo, a su obediencia, a su amor, y hace suyas palabras y acciones del Señor, de modo que él viva en cada uno de nosotros y nosotros vivamos en él. La cuaresma es tiempo de gracia para que aprendamos a ser como Jesús. La cuaresma es escuela del Espíritu de Dios, para que aprendamos a seguir los pasos de Jesús.

¡Cuaresma!: Camino hacia el desierto, hacia la verdad de nuestra vida, el conocimiento de nuestra condición, la confesión de nuestras esclavitudes: “Yo confieso…”. No hay cuaresma sin encuentro del hombre con la verdad de su destierro.

¡Cuaresma!: Camino que hacemos hacia el desierto, movidos por la fuerza del Espíritu, iluminados con su luz, animados por su gracia. No hay cuaresma si no hay efusión del Espíritu, si no hay iniciativa divina, si no hay mirada de Dios sobre nuestra vida, si no hay amor de Dios que libera.

¡Cuaresma!: Camino que el creyente hace con Cristo en el desierto, para aprender a ser de Dios, para aprender a vivir de la palabra de Dios, para aprender a escuchar como hijos, para aprender a confiar en Dios, para aprender la suficiencia de Dios, para conocer el amor de Dios, para aprender a amar a Dios. No hay cuaresma si no es “alma” de del creyente lo que fue el “alma” de Cristo.

Nuestro desierto, como el de Jesús, nuestra vida, como la suya, se ha poblado de pobres a quienes amar, seres amenazados por las innumerables fieras de la tierra en la que habitan. Nos resultaban familiares desde siempre los nombres de víctimas que habíamos encontrado señaladas en el evangelio: Los que tienen hambre, los que tienen sed, los que sufren desnudez y aquellos a quienes la enfermedad o la voluntad de los hombres han condenado a la soledad. Nos resultaban familiares hombres y mujeres de corazón partido, de vida perdida, marcados por la culpa o señalados por la muerte, hombres y mujeres echados sin esperanza al borde de los caminos de la vida.

Aquí, en esta Iglesia, os habéis encontrado con una pobreza resignada y arcaica, casi tradicional como una religión, de la que solían ser huéspedes mujeres y niños. Después de años de lucha, os toca conocer de cerca nuevas pobrezas, nuevas miserias, nuevas víctimas, formas de esclavitud que nunca hasta ahora la historia había reseñado, formas de violencia que nunca hubieseis podido imaginar…

Queridos, si hasta ahora os habéis enfrentado y continuáis enfrentándoos con determinación y valentía a las fieras que amenazan al hombre, es porque os mueve el Espíritu de Jesús, porque se os ha entrado por la sangre el “alma” de Jesús, porque veis las cosas con los ojos de Jesús, porque os acercáis a los pobres con las manos de Jesús.

Ésta es vuestra cuaresma, vuestro camino en el desierto.

No habrá cuaresma donde falte el “alma” que animó la vida de Jesús de Nazaret: La escucha, la obediencia, la confianza, ¡la oración!

Tampoco habrá cuaresma donde falte “el cuerpo”, la humanidad que Jesús buscó y curó con su ternura y sus manos: Los pobres, los pecadores, los últimos.

La Cuaresma, un camino hacia la Pascua:


El horizonte de nuestra vida, la meta de nuestro camino, es la Pascua, una humanidad nueva, un mundo nuevo.

Si alguien nos pregunta cómo es ese mundo, antes de hablarle de Cristo resucitado, le hablaremos de un sueño, de una tierra de libertad, de un reino en el que no rige más ley que la del amor, de una multitud unida como si todos tuviesen un solo corazón y un alma sola, de un banquete de manjares suculentos preparado por Dios para el pueblo de los humildes.

Si insisten en preguntar, antes de hablarles de Cristo resucitado, les diremos que vamos de regreso al paraíso, que vamos hacia una tierra prometida, que nos mueve la fe, que aun sabiendo que moriremos sin haberla alcanzado lo que buscamos, tenemos la certeza de que hemos caminado en la dirección justa.

Y luego diremos que vamos hacia Cristo resucitado, hacia la vida con él, hacia la gloria por él, hacia la plenitud del ser en él.

Y, si el que pregunta, sonríe porque no cree, y nos mira con pena porque nos considera ilusos, entonces es hora de recordar lo que estamos celebrando: Jesús ha resucitado, y su presencia llena de esperanza nuestro corazón, como llena de alegría nuestros días, como llena de paz nuestra conciencia.

Y si todavía no nos creen, entonces les invitaremos a ver “el alma” del Mesías Jesús en nuestras vidas, su luz en nuestros ojos, su ternura en nuestras manos, su fuerza en nuestro espíritu, su palabra en nuestra voz, su amor en nuestras obras.

Y si en el rostro de tu hermano perdura la sonrisa incrédula, invítalo a ser testigo de la Pascua que han vivido los pobres que contigo vencieron la enfermedad, experimentaron la libertad, conocieron el respeto, gozaron de un pan compartido y de una amistad regalada.

Y si todavía no creen, llévalos en todo caso en el corazón, y verás que contigo también ellos llegarán un día al mundo de Dios, al reino de Cristo resucitado, a la Pascua con Cristo.

Siempre en el corazón Cristo.

Tánger, 21 de febrero de 2009.

+ Fr. Santiago Agrelo Martínez

Arzobispo de Tánger
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