Una mujer en el origen del Domund

Paulina, que fue siempre seglar, descartó -no cabía en la mentalidad de las mujeres de su época- ir personalmente a enfrentarse a las aventuras que se describían con colorido de imaginación: hombres vadeando un río y acechados por los cocodrilos o caminando por la selva y amenazados por tigres. Pero esto no quiere decir que se quedara con los brazos cruzados.
Se empeñó en la tarea de formar un grupo de mujeres, que fue creciendo cada vez más, de trabajadoras de la fábrica dispuestas a rezar por las misiones y a entregar una parte de su paga para ayudarles en sus necesidades. La asociación se fue extendiendo entre gente humilde por toda Francia y así fue como, en 1822 nació oficialmente la Obra de la Propagación de la Fe, que pronto alcanzó a otros países. El impulso del Papa León XIII contribuyó de manera especial a su difusión universal. En 1922 Pío XI concede a la Obra el título de Pontificia y la declara órgano oficial de la Iglesia para las misiones.
Me he detenido en el origen tan sugestivo de la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe, con motivo de la celebración este domingo, 21 de octubre, del DOMUND, para resaltar que también quienes no van físicamente a misiones pueden ayudar con su oración y sus aportaciones, a los que en tierras lejanas se entregan a la propagación de la fe. Son personas, en ocasiones de nuestra propia archidiócesis, sacerdotes y religiosos en muchos casos, que marchan lejos de sus casas y sólo vuelven muy de vez en cuando a ver a su familia y las amistades antiguas, a las que hacen partícipes de su labor y de las que obtienen oración y ayuda para las comunidades a las que sirven. ¿Cómo las sirven? Con la entrega de sus vidas. Con una labor de evangelización que tiene una doble cara, inseparable una de otra: anunciando la palabra de Dios y prestando una ayuda a los más necesitados.
La jornada del DOMUND de este año tiene como lema: "Misioneros de la Fe", ya que se inscribe en el Año de la Fe, proclamado por Benedicto XVI con motivo de los 50 años del inicio del Concilio Vaticano II. He de sentirme personalmente interpelado por el mensaje que, con tal motivo, nos ha enviado el Papa: "El encargo de anunciar el Evangelio en todas las partes de la tierra, pertenece principalmente a los obispos, primeros responsables de la evangelización del mundo...".
Con esta responsabilidad me dirijo a todos vosotros para pediros que acompañemos con la oración a nuestros misioneros y que el Señor suscite nuevas vocaciones que puedan extender el Reino de Dios a todos los lugares.