Los terremotos de 1812

El 19 de abril y el 5 de julio, fechas alborales de los inicios republicanos tuvieron como protagonistas principales a los criollos o mantuanos. La libertad del dominio español no estuvo acompañada de la igualdad que superara la exclusión de los estamentos de pardos, mestizos, indios y negros, del ejercicio de la vida social. Para elegir u obtener cargos públicos había que saber leer, escribir y ser propietario de tierras. Quedaba fuera la inmensa mayoría de la población. Esta fue una de las causas del tibio o nulo apoyo y entusiasmo por la causa independentista. Mejor era continuar bajo el domino del rey.
El desasosiego social venía de atrás y se agravó después de los acontecimientos de 1808 en la Península con la invasión napoléonica. El bloqueo de las costas, primero por las potencias europeas y después de 1810 por los barcos españoles, puso en jaque el comercio de bienes y servicios. El gobierno que se instala en 1811 contaba con arcas exiguas y no había dinero para cumplir con las obligaciones del Estado. La liberación de los esclavos, dejó sin mano de obra a las haciendas, y sin trabajo a los manumisos.
Caracas quiso imponerse como capital, sin tacto suficiente para con las provincias que rechazaron unirse a la nueva causa. El uso de la fuerza generó mayor zozobra y rechazo. Las autoridades coloniales aprovecharon la ocasión para llamar a los descontentos a recobrar la paz perdida. Se cernía el fantasma de una guerra que se volvió cruenta y fratricida, con toda clase de desmanes de uno y otro bando.
Los terremotos del 12 fueron el colofón que llevaron a la capitulación de Miranda y a la restitución de las autoridades coloniales. La causa estaba perdida. La historiografía tradicional buscó chivos expiatorios en Miranda y la Iglesia. Bolívar, todavía personaje de segunda, emergió por la escena de la esquina de San Jacinto, como el ungido por el destino para aparecer como libertador antes de serlo. La realidad fue más ramplona y simple. No hubo capacidad para vestir el nuevo traje de ser república.
El cataclismo natural del 26 de marzo ha servido para justificar y explicar de manera épica y gloriosa el fracaso de la primera República. Las escenas de pavor y la desilusión de la gente en medio de las ruinas generó un pánico que buscó refugio en lo religioso. La coincidencia de ser semana santa; dos jueves santos (1810 y 12) cercanos en el tiempo, con su simbolismo de cambio y de ruina. ¿Es un mensaje divino o un alerta para actuar de determinada manera? ¿Se puede pensar que sea un castigo de Dios por separarse del rey, símbolo cuasidivino?
Ciertamente hubo sacerdotes que predicaron en ese sentido y llamaron a los fieles a la conversión y a pedir perdón por los pecados, personales y sociales. Era el lenguaje político-religioso de la época. Los éxitos y triunfos eran señales inequívocas de la presencia de Dios en los gobernantes, sobre todo en los reyes. Los fracasos, las enfermedades, la muerte, los desastres naturales o las pestes, eran interpretados, tanto por las autoridades como por los clérigos, como señales de penitencia por los pecados de los súbditos. La figura del rey siempre quedaba eximida de responsabilidades. Aquel lenguaje que juzgamos inapropiado, es lo que con frecuencia, se repite hoy desde algunas instancias de poder, queriendo ungir con la bendición divina las actuaciones de los mandatarios.
A esta escena se une la frase atribuida a Simón Bolívar: “si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”. Se ha interpretado como el oráculo profético del que ya aparecía ungido para ser el futuro libertador. La frase tuvo como autor a Domingo Díaz, criollo realista, que tilda a Bolívar de impío y sacrílego. Se da, además, en el marco de un altercado callejero con un fraile dominico que veía en aquel desastre un castigo de Dios. En su furia, el joven Bolívar estuvo a punto de blandir la espada contra la humanidad del fraile. La historia posterior bautizó aquella escena como la apoteosis del futuro libertador.
A dos siglos de distancia cobra importancia conmemorar aquel funesto día en el que la tierra tembló y echó por los suelos la mayor parte de las edificaciones de los pueblos desde Caracas hasta Cúcuta. En primer lugar, retomar la importancia de las prevenciones posibles, máxime con los adelantos de la ciencia, para que los cataclismos no destruyan la obra del hombre. En segundo lugar, para que existan políticas ciudadanas de conducta ante estos eventos naturales, antes, durante y después de los mismos.
En tercer lugar, para caer en la cuenta de que lo religioso no puede convertirse en algo mágico, ni en la domesticación de lo divino, en función de intereses personales o grupales, religiosos, sociales o políticos. Las leyes de la naturaleza no son capricho de Dios para enviarnos castigos o cegarnos la vida. Es parte de la frágil condición de ser criaturas. Los bienes y los males deben servir a las personas y sociedades para madurar; y a la vez, para poner a funcionar la racionalidad en defensa de la vida. Es la razón de ser del rey de la creación, las personas, con la tarea de hacer patente que somos imagen y semejanza de Dios.
Mons. Baltazar Enrique Porras Cardozo
Arzobispo de Mérida, Venezuela