La gente bullía con fiebre por todas carreteras de España para visitar los pabellones de la Exposición Universal de Sevilla.
Varias personas me invitaron a acompañarlas. Tuve mis dudas. Al final me resistí y no acudí.
Durante aquel verano practiqué largos paseos por el monte; uno de ellos por la Foz de Arbayún. La soledad invitaba a la contemplación de la naturaleza. En ella se encontraba la gran exposición de la obra de Dios, y de una manera permanente, sin límite de horarios, con especial iluminación solar durante la estación del estío.
En la tibieza fresca de una alborada, me encontraba absorto ante el paisaje de ensueño. Pasó por allí una familia montañera, y se entabló pronto un breve diálogo.
- ¿Para qué visitar la "Expo"? Aquí disfrutamos del aire puro, de la belleza inigualable del paisaje, la más digna de ser contemplada sin prisa.
- Lo malo es que no hacemos ningún caso a estas obras permanentes de la creación. Prefieren muchos el barullo, lo caduco de los fuegos de artificio, lo efímero y volátil. Parece que llama la atención de nuestros sentidos, cuanto nos ayuda a pasar el tiempo sin profundizar en nuestro interior.
No despreciamos la obra del hombre; vale la pena admirarla en museos y en todo género de arte y técnica. Pero la naturaleza, hechura del Creador, es modelo irrepetible: ¡Brillo de sol radiante, frente a lamparilla mortecina de cera!
José María Lorenzo Amelibia
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